Desde la azotea en el piso veintitrés, la ciudad parece una maqueta abandonada sobre el páramo. Al fondo hacia el oeste, se divisa el perfil de las montañas peladas. Wang Mei guarda un sobre en el bolsillo y sujeta la taza de té rodeándola con las dos manos. Es agradable sentir el calor mientras el viento le azota la cara. La primavera tarda y se resiste, mayo está por terminar y todavía hace frío. Abajo, las calles están desiertas, solo algunos coches ruedan por las grandes avenidas. Aún es muy temprano, pero Mei sabe que a lo largo del día, el movimiento en las calles no cambiará mucho. Hace seis años que vive en Kangbashi y aunque durante ese tiempo han ido apareciendo nuevas familias, gran parte de los edificios y las casas aún siguen deshabitados. El señor Feng dice que Ordos es famosa en el extranjero. Y no por el mausoleo de Genghis Khan, si no por los diarios occidentales que no se cansan de hacer reportajes insidiosos presentándola como la gran ciudad fantasma de China.
A Mei le gusta subir a la azotea del piso veintitrés del Nenúfar 4. Los colores del paisaje cambian mucho según la estación y en los días claros, la vista alcanza muy lejos. El cielo es limpio, no hay contaminación como en Handan. Handan era el infierno. Costaba respirar y no se podía salir a la calle sin máscara. Cuando murió su marido, Mei vendió las fincas del campo y se fue con su hija a la casa de su hermano. Entre las dos no hubieran conseguido sacarle nada a esas tierras duras y pedregosas del norte de Sichuan. Además, el gobierno incentivaba a los campesinos a mudarse a las ciudades y después del gran terremoto de 2008, entre unas cosas y otras, en el pueblo ya casi no quedaba nadie. Mei agradeció entonces que el baijiu* acabara de una vez con su marido. A los cuarenta años, viuda y con algunos yuanes, se trasladó a Handan. Fue cambiar un infierno por otro.
Quince años de mina habían convertido a su hermano en una piltrafa. En 2007, se salvó de la explosión de gas que mató a veinte compañeros en un túnel de la mina Dashucun, pero de la silicosis no logró escapar. Dos años después, le dijeron que tenía los pulmones como cartón y lo declararon inútil para cualquier trabajo. Se fue a casa con una pensión de mierda y un diagnóstico oscuro. Desde entonces, no ahorra ni un yuan ni ha dejado de fumar. Lo poco que tiene lo gasta en baijiu, apuestas y golfas. Su hermano es un milagro. Mei no entiende cómo aún sigue en pie.
En Handan, la cosa no fue fácil. Siempre había vivido aislada en el campo y moverse en medio de toda aquella gente que se empujaba por las calles le producía ansiedad. La contaminación era insoportable, una espesa niebla gris permanente que terminaba por colarse hasta en el cerebro y no dejaba ver el cielo ni de día ni de noche. El apartamento que alquilaba su hermano era muy pequeño. Mei y su hija dormían juntas en el sofá plegable de la sala. Pero ninguno de los tres tenía mucho tiempo para sentir la falta de espacio. Ellas porque trabajaban doce horas diarias como camareras de limpieza en un hotel del centro y su hermano porque vagaba, a veces días enteros, por los bares del barrio. Mei y su hija aportaban dinero para la renta y la comida. Durante los años que pasó en Handan, su hermano por lo menos comió todos los días algo decente.
El señor Feng dice que el nuevo sueño chino exige el sacrificio de víctimas como su hermano. Pobres que a nadie le importan dejándose la vida en las minas de carbón, como en otros tiempos se la dejaron millones de pobres diablos levantando la Gran Muralla. Dice que los sueños chinos siempre son pretenciosos y exigen muchos muertos. Mei no entiende casi nada de las cosas que dice el señor Feng. Trata de ser discreta para que no se note que es ignorante y rústica. Si aún sigue en Kangbashi, es porque el trabajo es bueno y sobre todo, porque le agrada mucho la compañía del señor Feng. Procura no hacerse ilusiones, pero le está resultando muy difícil renunciar a sus tontas esperanzas.
Tres años después de llegar a Handan, su hija se quedó embarazada y se casó con un hombre que también trabajaba en las minas. Tuvieron una niña y de nombre le pusieron Mei. Su yerno es listo y como no quería terminar como su hermano, en cuanto se presentó una oportunidad cambió la mina por la construcción. A los seis meses se amputó un dedo con una sierra, pero el accidente no le desanimó y continuó en el trabajo. Metió su dedo en un frasco lleno de alcohol y lo colocó en la sala de su casa. Con el tiempo, el dedo se fue arrugando y encogiendo, hasta quedar como un gusano negruzco y retorcido en el fondo de una botella de licor. Desde entonces, su yerno trata el frasco con mucha ceremonia. Cree que el dedo le da suerte porque poco después del accidente, las cosas para él comenzaron a mejorar. El contratista le hizo una buena oferta para ir a trabajar de capataz en Kangbashi, el mega distrito que la ciudad de Ordos construía al pie de los desiertos de la provincia de Mongolia Interior. La empresa también dio trabajo a su hija en las cocinas de los obreros. E incluso tenía algo para Mei: hacerse cargo de la limpieza de mantenimiento de algunos de los edificios vacíos de Kangbashi. Le daba pena dejar a su hermano, pero tras cinco años de infierno, salir de la mugre de Handan le pareció una bendición.
El señor Feng le ha dicho que en China hay 64 millones de apartamentos vacíos. Distritos enteros con torres y torres como el Nenúfar 4 por todo el país. Entre infraestructura y construcción, dice que China ha usado en tres años más cemento que los americanos en todo el siglo veinte. Desde la azotea del piso veintitrés, Mei mira los edificios vacíos que tanto le preocupan al señor Feng. En Kangbashi, ella ha trabajado en varios condominios. Hace dos años que se ocupa del Nenúfar, el último complejo de seis torres que el contratista levantó en las afueras del distrito de Kangbashi antes de que la fiebre de la construcción empezara a disminuir de ritmo en Ordos. En total, el condominio Nenúfar tiene 792 unidades. Aún vacías. Son los apartamentos de los que ahora se ocupa Mei. Mirando hacia las torres de Kangbashi que tiene alrededor, intenta imaginar cómo sería una ciudad con 64 millones de apartamentos deshabitados. Pero enseguida se le confunden las ideas y los números. Mei sacude la cabeza como para salir de la visión. No quiere más complicaciones, de los 64 millones, ya tiene bastante ocupándose de sus 792 apartamentos.
Veinte años atrás, Ordos se hizo rica de la noche a la mañana cuando en la zona se descubrieron grandes yacimientos de gas y de carbón. Frotándose las manos con lo que estaba por venir, la ciudad comenzó a desarrollar un nuevo distrito para albergar un millón de habitantes. Sobraba el dinero y se gastaba a espuertas y con ambición. Antes de que la gente llegara, además de torres de viviendas, se construyeron plazas colosales que sin pudor, aspiraban a competir en grandeza con Tiananmen. Aparecieron museos vanguardistas firmados por arquitectos importantes, edificios de diseño para la administración pública y para oficinas, una exuberante ópera y hasta un proyecto de arte y arquitectura dirigido por Ai Weiwei que finalmente terminó abandonado. También se construyeron complejos deportivos de última generación, un circuito para carreras internacionales de automovilismo y una biblioteca inmensa. Todo nuevo, ciclópeo y sin escatimar en gastos. Pero unos años después, la crisis del carbón quebró el sueño del millón de habitantes y la planificación residencial debió reproyectarse para acoger una cifra más modesta. Entre las construcciones faraónicas con sus explanadas monumentales y la cantidad de población, comenzó a percibirse una incómoda asimetría. Una sensación de incongruencia en las proporciones que transmitía la impresión de que el nuevo distrito estaba hecho fuera de escala. A partir de entonces, la ambiciosa ciudad a los pies del desierto de Gobi con delirios de grandeza y bloques deshabitados, pasó a ser objeto de escarnio en la prensa occidental y a ser tratada con el sarcástico nombre de Utopía Fallida. No importa que las ciudades demoren en hacerse a sí mismas y que Kangbashi haya conseguido en los últimos años aumentar algo su población, las fotos de sus avenidas desiertas y sus edificios desolados ya la han convertido en una leyenda urbana internacional.
Cuando el negocio inmobiliario en Ordos dejó de ser tan rentable, la constructora que empleaba a Mei y su familia se llevó parte de su gente a otras ciudades. El mantenimiento de los edificios de la zona pasó a una nueva empresa en la que Mei consiguió trabajo. Su hija y su yerno se fueron a Xining donde el contratista tiene ahora muchos proyectos y las oportunidades para ellos son más interesantes. Mei prefirió quedarse en Kangbashi. Está a gusto en la ciudad y piensa que es mejor que los jóvenes maduren como familia solos. Dos veces al año visita a su nieta en Xining y aprovecha los días del Festival de Primavera para ir a Handan a ver a su hermano. Aún sigue vivo. A pesar de la enfermedad y de la vida que lleva, sin que nadie sepa cómo, ha superado todos los pronósticos de los médicos.
El complejo Nenúfar tiene seis torres de veintidós pisos de apartamentos, el veintitrés es azotea. En cada piso hay seis unidades. Todos los edificios son iguales. Mei trabaja siguiendo escrupulosamente los protocolos que la empresa de mantenimiento establece. Cada día, inspecciona entre seis y siete apartamentos. El manual define ese promedio para que todas las unidades de una torre sean visitadas en un mes. Por tanto, cada seis meses se completa la inspección total del complejo y un nuevo ciclo comienza en el Nenúfar 1. La empresa ajusta periódicamente el calendario de trabajo según los festivos y feriados para cumplir el objetivo semestral de cada ciclo. Por ese servicio de mantenimiento, la compañía cobra un buen dinero a los propietarios. Un costo que no pueden eludir, porque para los apartamentos vacíos, todas las aseguradoras exigen que previamente se contrate un servicio individual de manutención. Sin mantenimiento, no hay seguro. En Kangbashi, la empresa solo administra las torres del Nenúfar, pero el señor Feng le ha dicho que en otras ciudades tienen a cargo muchos condominios. Dice que la empresa se ocupa solo de proyectos de buena calidad. La construcción barata no les interesa porque solo da problemas. El señor Feng cuenta que por todo el país hay proyectos a medio hacer y edificios que comienzan a caerse a pedazos apenas un par de años después de haber sido terminados. Algunos por falta de mantenimiento, porque los propietarios no pagan ese servicio, y otros, porque están hechos con materiales de pésima calidad. Dice que hay muchas empresas de construcción desaprensivas que estafan a los compradores. Les venden las unidades mostrándoles maquetas y vídeos con simulaciones muy atractivas del proyecto. Pero finalmente entregan edificios que parecen hechos de cartón llenos de problemas y que no valen el precio que los compradores pagaron. Según el señor Feng, la construcción en China es una industria de depredadores avaros y mezquinos.
Para moverse por el condominio, Mei dispone de dos juegos de seis tarjetas que le permiten la entrada a los edificios y a todos los apartamentos de cada una de las torres. En el curso de capacitación que recibió cuando la contrataron, insistieron en que era muy importante cuidarlas bien porque si por algún motivo había que reemplazarlas, un supervisor debería viajar desde la sede de la empresa en Boading generando un gasto extra innecesario. Por eso, las tarjetas perdidas o estropeadas por mal uso o negligencia, son descontadas del sueldo del trabajador. El protocolo que Mei debe seguir es rutinario y claro. Incluye abrir ventanas para ventilar los espacios, comprobar el estado de los cerramientos y colocar productos de protección contra el óxido en juntas, bisagras y rieles. Revisar las llaves de paso y dejar correr el agua durante al menos diez minutos para verificar su fluido regular y la correcta evacuación de las instalaciones sanitarias. Supervisar el funcionamiento de la red eléctrica en iluminación, cocina y calefacción. Los edificios del Nenúfar son modernos y no usan gas en sus instalaciones. También debe revisar el dispositivo de alarma de los apartamentos, conectando y desconectando el sistema con una clave maestra. Como parte de la rutina diaria, tiene que utilizar al menos una vez los tres ascensores de cada una de las torres y accionar las verjas de entrada y los portones eléctricos de los estacionamientos para que los mecanismos de los motores se mantengan en buen estado. Durante la inspección de cada unidad, Mei va completando las casillas de la ficha de seguimiento en una aplicación de la empresa instalada en su teléfono. Así, en la sede siguen on line el estado del condominio y pueden mantener a los propietarios informados. Ante cualquier desperfecto o situación extraña, Mei tiene que advertir de inmediato a la empresa a través de la ficha de incidencias de la aplicación, y si se tratara de algo muy urgente, el protocolo indica que debe llamar por teléfono.
Dos veces al año, llegan los operarios de una empresa para limpiar los vidrios y las ventanas de los edificios. Son una cuadrilla de quince o veinte jóvenes que se descuelgan desde las azoteas usando cuerdas, poleas y roldanas. A Mei le gusta verlos trabajar, porque cuando se balancean en el aire de un lado a otro limpiando los cristales, parecen los trapecistas de un espectáculo de circo. De vez en cuando, algunas personas pasan por Kangbashi para verificar el estado de su propiedad, pero no es frecuente. Mei recuerda también el caso de una pareja joven de Dongsheng que se instaló en un apartamento del quinto piso del Nenúfar 2. Los padres del muchacho lo habían comprado para regalárselo a su hijo cuando se casara. Pero a la novia le dio miedo vivir en el edificio deshabitado y a las pocas semanas de instalarse, regresaron a Dongsheng. Que la chica tuviera esos tontos remilgos y le hiciera ascos a semejante regalo, enfurecía a Mei. No puede entender cómo hay gente tan egoísta, ingrata y estúpida. Si esa señorita hubiera tenido que trabajar en Handan doce horas por día, o deslomarse en el campo, seguramente no despreciaría como una niña mimada la fortuna que le cae del cielo.
El servicio de mantenimiento del condominio Nenúfar, se completa con las visitas del supervisor, el señor Feng. Su protocolo incluye cuatro inspecciones concertadas al año. La empresa además estipula que debe realizar entre una y tres más sin avisar. Es la sede la que decide la cantidad y el momento de las visitas sorpresa a los condominios que administra. Con ese protocolo adicional, evitan que los encargados se relajen y verifican que el trabajo esté siendo realizado de forma puntual y adecuada en todo momento. Que sean una, tres o más, depende de los problemas que presente el condominio y de la evaluación que los supervisores entregan después de sus visitas de rutina sobre el trabajo de los encargados. Los informes del señor Feng siempre han sido positivos y el Nenúfar en estos dos años no ha presentado grandes problemas. Mei ha recibido por ello felicitaciones y elogios, pero, en consecuencia y a su pesar, una única inspección sorpresa al año.
El señor Feng piensa que es ridículo que tanto edificio deshabitado haya hecho florecer por todo el país empresas especializadas en el mantenimiento de torres vacías. Según su teoría, el dragón está sentado sobre una montaña de deuda inmanejable que no para de crecer y que cuando lo engulla, el famoso sueño chino explotará y todo saltará por los aires. Cuando el señor Feng critica a China, que es casi siempre, le dice dragón con mucho resentimiento. A veces, Mei siente que habla como si estuviera dando un discurso o como un maestro recitando la lección. Sus comentarios sobre las noticias no le interesan mucho, pero le gusta tanto su acento del sur, que le da igual de lo que hable y se limita a escuchar. “Dirá usted que soy muy negativo y que muerdo la mano de quien me da de comer, pero la especulación, señora Wang, llevará a este país a la ruina. Construye y vendrán, piensan ellos. Pero ya ve, aquí están los edificios y no ha venido nadie. Ha llegado un punto en el que todo en el país está sobredimensionado, producimos por encima de lo que se demanda. Nos endeudamos para construir y seguimos construyendo y la construcción ayuda a mantener de forma artificial el crecimiento. Un día, el dragón tuvo un sueño, se levantó inspirado e inventó su particular capitalismo. La ecuación, en pocas palabras, parecía sencilla. Para modernizar el país y ponerlo en el siglo veintiuno, lo primero era sacar a la gente del campo y llevarla a la ciudad para poner la industria a producir a toda máquina con mano de obra barata, por no decir en condiciones miserables. Producimos a gran escala e inundamos el país y el mundo con nuestros productos de bajo precio, y seguimos produciendo y no paramos de crecer. ¿Sabía usted que en China, en los últimos treinta años, 300 millones de personas se han ido del campo a las ciudades y que de aquí a 2030, el gobierno piensa que va a mover unos 300 millones más? ¿Sabía usted que ese es el movimiento migratorio de personas más grande y rápido de la historia? Gente como usted señora Wang, que dejó sus tierras en Sichuan y ahora es una mujer urbanizada en esta ciudad fantasma. Porque para toda esa gente que llega en masa del campo, en las ciudades había que construir nuevas casas. Pero en muchos casos se han hecho mal los cálculos y ahí están, esos hermosos edificios vacíos como nuestro querido Nenúfar 4”.
A Mei le bailan en la cabeza tantos números. No puede hacerse una idea de lo que representan ni por qué al señor Feng le espantan tanto. Cuando el supervisor se embala con sus dramáticos comentarios sobre China, trata de poner cara de interés y de que más o menos sigue las noticias. Aunque las cosas que suele decir el señor Feng no se parecen precisamente a las que se escuchan en los noticieros. Desde que lo conoce, Mei procura ver todos los días algún programa de noticias en la televisión, pero enseguida se desconecta y salvo algún suceso o catástrofe muy extraordinaria, no retiene casi nada.
Según el señor Feng, los gobiernos regionales y las prefecturas especulan con el suelo urbano y los precios crecen y crecen, y crece también la corrupción. “Tenemos millones de apartamentos vacíos, dice. Sin residentes, pero la mayoría con propietario. Son de corporaciones o de personas que pagan con sus ahorros o se endeudan y los compran para especular pensando que en algún momento los venderán mucho más caros y obtendrán un gran beneficio. En la China nueva rica, todo el mundo quiere enriquecerse, pero como en todas partes, acaban ricos sólo unos pocos millonarios. Tal vez la fórmula no era tan magistral como pensábamos. Porque los chinos, que antes nos contentábamos con trabajar para llenar el estómago con una escudilla de arroz, ya no ganamos ni exigimos tan poco y nuestros entonces productos baratos, encareciéndose los costos, comienzan a no ser tan competitivos. Para los industriales e inversores el paraíso pierde atractivo, la producción comienza a bajar, el desempleo a subir y el consumo a estancarse. Mientras tanto, el dragón continúa incentivando la construcción y la producción a toda costa para que a su maquillado crecimiento no se le caiga la máscara y la deuda que empolla sigue creciendo. Pero imaginemos que la cosa se va poniendo difícil, entonces muchos de los ahorradores que compraron no tienen para pagar la deuda. Quieren vender, pero no hay compradores para comprar todo lo que está a la venta. Y ahí, ¡puf!, las burbujas comienzan a estallar una detrás de otra. Además, señora Wang, también están los imprevistos. Vamos a ver ahora cómo resiste el dragón los ladridos y mordiscos del perro rabioso americano. Sin olvidar que hay otro problema, el dragón nunca previó que los chinos íbamos a ser viejos antes que ricos”.
A Mei le irrita que el señor Feng dé tantas vueltas sobre el mismo tema. No le importan los dragones ni los perros ni le molestan los edificios vacíos. Le permiten tener un buen trabajo. Y si ella tuviera dinero también compraría un apartamento, o dos, o cien. Nada hay más seguro que una casa. A Mei le asustan un poco los comentarios con los que el señor Feng se embala cuando miran las noticias en la televisión. Todo el mundo sabe que a los lideres no les gusta la crítica ni el descontento y que es mejor no hablar muy alto porque tienen oídos en todas partes. Para Mei sin duda hay algo raro, porque además, el señor Feng parece muy molesto cuando durante sus conversaciones ella menciona a los líderes. De hecho, se ha dado cuenta de que él nunca utiliza esa palabra y cada vez que Mei la pronuncia, el señor Feng insiste en que no los llame líderes, porque no son líderes, son políticos. No comprende por qué la atosiga con esos desahogos sabiendo que no entiende lo que tanto se empeña en explicar, y le da pena que hable tan mal de China cuando ahora por fin los chinos, gracias a los líderes, tienen algo más para llevarse a la boca que una escudilla de arroz. Cuando recuerda sus miserias en Sichuan, no puede si no alegrarse de lo bien que está ahora en Kangbashi. Pero sobre todo, lo que más la entristece, lo que le da más rabia y la desespera, es que después de dos años, el señor Feng continúe diciéndole señora Wang y no se acerque nunca lo suficiente para usar su nombre y llamarla Mei.
En la azotea del piso veintitrés, Mei mira de nuevo hacia la ciudad y después se gira para mirar el páramo. Por más que los extranjeros se burlen y la llamen ciudad fantasma, piensa que tomó una buena decisión quedándose en Kangbashi. Le gusta la soledad de los edificios deshabitados. Su trabajo rutinario, sin imprevistos ni turnos corridos y agotadores como los del hotel de Handan. De partirse la espalda en los campos, ya ni se acuerda. Cuando las torres del condominio estén ocupadas, está segura de que conseguirá un buen trabajo en la conserjería de alguno de los edificios. En Kangbashi ha hecho amistades en el centro cívico con las que a menudo organiza actividades o excursiones. Mantiene muy buena relación con los encargados de otros condominios que están cerca del Nenúfar y entre todos se ayudan con el trabajo cuando alguien se enferma o tiene algún problema. Los fines de semana le gusta tomar el autobús y pasear por las monumentales plazas de Ordos o subir a alguno de los barcos que navegan por el río en verano, ver los espectáculos de luces de las fuentes, las ferias de caballos y los festivales coloridos del folclore mongolés. Todo es nuevo y ordenado, no hay aglomeraciones y los programas que organiza la prefectura, siempre ofrecen algo interesante y muchos eventos gratis. Sí, fue una buena decisión quedarse en Kangbashi porque además, con la nueva empresa de mantenimiento, apareció también el señor Feng.
Mei en seguida se dio cuenta de que era un hombre fino y educado. Demasiado para ese trabajo rutinario de inspector itinerante de mantenimiento de edificios vacíos. Feng es muy diferente a otros supervisores que Mei ha conocido. Desde que está en esta empresa, se toma el trabajo de otra manera, nunca hubiera pensado que iba a esperar con tanta ilusión e impaciencia las visitas de un supervisor. Las inspecciones regulares del señor Feng están programadas a un año vista. A mediados de diciembre, Mei recibe el calendario. En un cajón de la cocina guarda un almanaque en el que va tachando los días que faltan entre una visita y otra. A medida que una inspección se acerca, Mei se pone más nerviosa y siente que el tiempo pasa muy despacio. Esos días previos a la llegada del supervisor, es cuando más sube a la azotea. Hasta que por fin llega el día y aparece el wechat del señor Feng anunciándole que ya ha bajado del tren en la estación de Dongsheng. Mei se acerca entonces corriendo a la verja de entrada del condominio. Poco después recibe allí al supervisor. Siempre lo ve bajar del autobús con una pequeña maleta verde y algún libro en la mano.
El señor Feng no es un inspector técnico. Su trabajo es más bien administrativo. Supervisa la labor de Mei y verifica indicadores de la infraestructura pesada de los edificios. Cada tres meses, se queda cinco días en Kangbashi para realizar sus rutinas. Examina el funcionamiento y consumo de los medidores de electricidad. Revisa los temporizadores que accionan automáticamente las bombas de agua para evitar que se formen bolsas de aire que pueden dañar las cañerías. Los espacios del jardín del condominio son un peladero y no están parquizados, pero el señor Feng debe modificar la frecuencia del temporizador que activa el sistema de riego según la temporada para que las tuberías no revienten por el hielo en invierno y no se obstruyan por el polvo en verano. Aunque el circuito de cámaras de seguridad se controla desde la sede, también verifica la posición y funcionamiento de los dispositivos y de las pantallas instaladas en los mostradores de la recepción de cada edificio. Realiza un examen rápido a los treinta apartamentos por torre que le ha indicado la sede para verificar que el trabajo de Mei es correcto. Acompaña a la sala de máquinas a los funcionarios de la empresa que dos veces al año realizan la inspección de ascensores. También sube a las azoteas del piso veintitrés y evalúa el buen estado de los techos. En una tablet el señor Feng tiene sus propias planillas y fichas que rellena a medida que hace la inspección. Cuando encuentra algo mal o sospechoso, llama a profesionales certificados por la empresa en Ordos o Dongsheng para que realicen los arreglos. Comienza su jornada a las ocho, para poco más de una hora para el almuerzo y termina a las seis. Mei lo acompaña durante todo el proceso.
El señor Feng se llama Zixín y es de Shanghai, pero desde hace varios años vive en Boading. Tiene un hijo al que ve muy poco porque, según le ha dicho alguna vez, mantienen diferencias irreconciliables. Mei sabe que se divorció hace mucho tiempo, que en agosto cumplirá cincuenta y seis años y que viaja constantemente por las ciudades del noreste supervisando algunos de los edificios que administra la empresa de manutención. También sabe que los pies planos le causan bastantes molestias. Esos son los datos. La ficha que en dos años ha podido hacerse Mei del señor Feng, es escueta. Durante las visitas de inspección se concentra en el trabajo y habla poco. Sólo cuando la acompaña para almorzar o cenar en el apartamento de conserjería y si ha tomado algo de baijiu, conversa más. Nada muy personal, elogios amables a las comidas picantes de Sichuan que Mei le prepara o sus continuos comentarios amargos sobre China cuando ven las noticias en la televisión y a los que Mei ya se ha acostumbrado. Aún sabiendo y viéndole tan poco, desde hace dos años Mei no tiene otra cosa en la cabeza que al señor Feng. En su caso, agradece al baijiu que le suavice los ojos y le suelte algo más la lengua. Los hombres finos como él, beben de otra manera. No terminan arrastrándose por las calles como su hermano ni explotan de ira arrasando con todo lo que se les pone por delante como el bruto ordinario que fue su marido. Si el señor Feng bebe un poco de más de baijiu, se queda un rato dormido en el sofá con las piernas y los brazos cruzados. Cuando despierta, abre mucho los ojos como pidiendo perdón por la descortesía de la siesta, agradece la comida y se va a al apartamento pelado que la compañía de mantenimiento dispuso para el supervisor en la zona de personal del Nenúfar 1. Mei siempre tiene otros planes para ese despertar de las siestas, pero una y otra vez el plan acaba en la puerta despidiéndose ceremoniosamente del señor Feng y subiendo después sola a la azotea del piso veintitrés para tragar el nuevo fracaso y calmarse tomando un poco de aire fresco.
Mei siente que, en dos años, su relación con el señor Feng no ha avanzado nada. No al menos en el sentido que ella imagina. A menudo se recrimina su torpeza y lamenta haber dejado pasar dos oportunidades de oro. La primera fue el año pasado cuando el señor Feng decidió quedarse un fin de semana en Kangbashi para conocer el mausoleo de Genghis Khan. Fue un día estupendo, o casi, y con los teléfonos se hicieron juntos muchas fotografías. Pasearon por los grandes jardines del palacio, visitaron todas las cámaras del monumento y el señor Feng, que sabe muchas cosas, le contó con gran detalle la vida y las hazañas del gran Khan. Después regresaron a Kangbashi y Mei lo llevó a hacer un recorrido por la ciudad. Le mostró muy entusiasmada los grandes edificios, la ópera y el museo, la plaza inmensa con las monumentales estatuas de los caballos y las explanadas junto al río. Pero al señor Feng, la ciudad le resultó extraña. El entusiasmo de Mei se vino abajo cuando dijo que sentía algo abrumador y triste en aquella desproporción, que tanta monumentalidad la hacía parecer aún más provinciana y que no le extrañaba que el mundo se riera de China al ver algo tan pretencioso y semivacío como Kangbashi o como las copias ridículas que se han hecho de París, Hallstatt o Venecia. Por suerte empezó a llover y tuvieron que salir corriendo a resguardarse. En la carrera, el señor Feng tomó de la mano a Mei y así cruzaron la plaza. Y como la lluvia siguió por un buen rato, estuvieron mucho tiempo hablando sentados muy juntos en el banco que encontraron debajo de una pérgola. No de las penurias de China, si no de los datos que Mei ahora sabe del señor Feng. Pero no supo aprovechar el momento y al regresar a casa, terminó con una taza de té en la azotea del piso veintitrés pensando que necesitaba cambiar sus estrategias. Dos días después de la excursión, le envió al señor Feng un wechat agradeciéndole el paseo y diciendo que lo había pasado muy bien. Incluso se atrevió a terminar el mensaje agregando un emoji de carita feliz. Casi inmediatamente recibió la respuesta. El señor Feng, como siempre muy educado y formal, contestaba agradeciéndole a ella haberle acompañado en un día de descanso y mencionando que el mausoleo le había parecido fascinante y la visita a la ciudad a la que tantas veces había ido y aún no conocía, una experiencia de gran interés. El mensaje no incluía ningún emoji, lo que hizo a Mei sentir mucha vergüenza por el suyo.
La segunda ocasión de oro se presentó hace dos meses. Fue el cuarto día de la última visita de inspección. Mei y el señor Feng habían terminado de cenar en el apartamento del Nenúfar 4. Como siempre miraban la televisión. Durante todo el día, mientras trabajaban en las torres, a Mei le habían llamado la atención los movimientos extraños que el señor Feng hacía con los pies. Con un gesto de dolor en la cara, levantaba constantemente uno y otro del suelo o se alzaba sobre la punta de los dedos. Después, cuando al entrar en el apartamento el señor Feng se sacó los zapatos, dio un gran suspiro como si se sintiera muy aliviado. Mientras Mei iba y venía de la cocina a la sala preparando la cena, le extrañó que el supervisor no le ayudara como siempre hacía, a poner la mesa. Durante la comida, Mei se dio cuenta de que el señor Feng continuaba moviendo los pies. Ya en el sofá una vez terminada la cena, le preguntó qué sucedía. Él contestó que tenía los pies planos y que, en ocasiones, sobre todo cuando utilizaba algún zapato nuevo o poco adecuado, se le acalambraban y le causaban bastantes molestias. Armándose de valor, Mei le ofreció meterlos en agua caliente y después darle un masaje. Para su sorpresa, el señor Feng aceptó de inmediato. Mei fue a la cocina y respiró profundamente apoyando las manos en la pila de lavar. Después cogió el balde de plástico que usaba para sacar la ropa de la lavadora y lo llenó con agua caliente. Con el balde en las manos, antes de atravesar la puerta de la cocina para regresar a la sala, volvió a respirar profundamente para infundirse ánimos.
El señor Feng había apagado la televisión. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del sofá. Mei dejó el balde en el suelo y se arrodilló junto al supervisor sintiendo que le temblaban las manos. Miró con discreción levantando un poco los párpados y por suerte, vio que el señor Feng continuaba con los ojos cerrados. Le quitó las medias muy despacio y con mucho cuidado metió sus pies en el agua caliente del barreño. El señor Feng suspiró y un gesto de agrado apareció en su cara. Mei lo dejó estar así quince minutos, el tiempo que tardó el agua en entibiarse. Con su mejor toalla, le frotó con delicadeza los pies. Una vez secos, los apoyó en un almohadón que había colocado sobre un taburete y arrodillada frente al señor Feng, comenzó el masaje.
Los pies del supervisor eran estrechos y bien formados. Tenía la piel suave, los dedos largos y las uñas grandes y cuidadas. Meng los cubrió de crema y dejó rodar sus manos. Nunca había hecho un masaje. Intuitivamente hacía lo que alguna vez había visto en la televisión, insistiendo en los movimientos que parecían agradar más al señor Feng. Se dedicó a la tarea media hora sintiendo que estaba pasando uno de los mejores momentos de su vida. Cuando terminó, trajo de la cocina una nueva toalla caliente y la enrolló alrededor de los pies del señor Feng. Durante todo el proceso, el supervisor continuó con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del sillón. Se mantuvo en silencio y no dijo una palabra. Mei continuaba arrodillada a los pies del supervisor cuando después de quince minutos abrió los ojos. Ella le retiró de los pies la toalla ya casi fría y cuando iba a levantarse, el señor Feng se inclinó hacia adelante y le tomó las manos. “Usted señora Wang, dijo mirándola fijamente muy cerca de su cara, tiene unas manos mágicas”.
Pero Mei no se había preparado para eso, en realidad, no sabía para lo que se venía preparando desde hacía dos años. Sintió terror y se levantó de un salto retirando bruscamente las manos de las del señor Feng y escondiéndolas detrás de la espalda. Rígida, con la cabeza baja y mirando al suelo, lo único que le pasaba por la mente en ese momento era evitar que el señor Feng fijara de esa forma la vista en sus manos rudas y callosas. El supervisor se sintió desconcertado ante la reacción de Mei. Sin decir nada, se colocó los calcetines y se puso en pie. Volvió a agradecer el masaje y la comida y sin entender de qué manera podía haberla ofendido, salió del apartamento del Nenúfar 4.
En la azotea del piso veintitrés, Mei recuerda con tristeza el episodio del masaje mientras mira una tras otra las fotografías que hicieron durante la excursión al mausoleo de Genghis Khan y a Kangbashi. Le gusta mucho una en la que los dos sonríen y solo el agua oscura del río se ve detrás. Mei guarda el teléfono y deja la taza de té frío en el suelo. Mira hacia el páramo y saca el sobre que había guardado en un bolsillo. Hoy cumple cincuenta y un años. En agosto, el señor Feng cumplirá cincuenta y seis. Las inspecciones nunca coinciden con los días de sus aniversarios. Mei se acerca un poco más al borde de la azotea. No tiene vértigo, pero siente algo extraño y desagradable en el estómago. Su hija le ha enviado un wechat con una foto del dibujo que su nieta le ha hecho por su cumpleaños en Xining. El sobre que ha recibido muy temprano esta mañana es del señor Feng. Un sobre de papel grueso muy elegante. Nunca ha recibido una carta personal. Ni en Sichuan, ni en Handan ni en los años que lleva en Kangbashi. Mei recorre el papel con las manos y da vueltas al sobre. Hace mucho tiempo que está en la azotea y hoy tendrá que correr con el trabajo. Puede ser que el señor Feng le haya enviado una felicitación. Puede ser.
Mei da un paso más hacia el borde de la azotea y abre el sobre. En el interior hay una tarjeta y un papel doblado. Basta una mirada a la tarjeta para que Mei confirme lo que su estómago estaba sospechando. Deja caer los brazos, aprieta los dientes y cierra los ojos abatida. Después abre el papel y lee. “Estimada señora Wang, me es muy grato anunciarle mi matrimonio con la señorita Wei en Shanghai. Le envío la tarjeta de invitación para la ceremonia. Usted siempre me ha dicho lo mucho que le gustaría conocer la ciudad. Esta sería una muy buena ocasión. Me agradaría mucho contar con su presencia y presentarle a mi fiancée. Sinceramente, Feng Zixín”.
Mei entiende ahora el vacío que corre por los 64 millones de apartamentos deshabitados de China. Se ve a sí misma rota y derrotada en la azotea del piso veintitrés de un punto abandonado en el páramo del desierto de Mongolia. Siente que una opresión insoportable le aplasta el pecho, como si la hubieran enterrado bajo el edificio echándole encima todo el cemento de los chinos y los americanos. Le pesan cada una de las horas agachada en los campos de Sichuan, todos los pasillos y las habitaciones del hotel del centro de Handan. Los días solitarios arrastrando el carro de limpieza por los corredores muertos de los edificios del Nenúfar. Su humilde sueño chino acaba de explotar en la ciudad fantasma y vuela hecho pedazos por los aires.
Mei avanza otro paso hacia el borde de la azotea y mirando de nuevo el papel, suelta una carcajada. Sí, el señor Feng es un hombre fino y educado de Shanghai y ella, una torpe y obtusa campesina. Una de los 300 millones de infelices que a nadie le importan vagando de un lado a otro del país para poner a China en el siglo veintiuno. Una hormiga de las que aplastan sin inmutarse los dragones y los perros cuando se enseñan los dientes. La encargada ignorante que no comprende lo que hay detrás de las noticias que comenta el supervisor. Aunque con el roce, algo ha aprendido. Mei se ríe. ¿Tantos discursos difíciles y venir ahora, a su edad, diciendo ‘fiancée’ como los galanes de las novelas tontas que Mei ve en la televisión? No puede ser. Sí, ella es una campesina simple que se ha excedido con sus necias ilusiones y sus absurdas expectativas. Pero él es un ridículo, un ratón cursi y afectado que se esconde detrás de las palabras. Mei se pasa una mano por los ojos húmedos y guarda el sobre en el bolsillo. Irá a Shanghai. Como dice el señor Feng, será una excelente ocasión para conocer la ciudad. Y también para conocer al enemigo. De Sichuan a Kangbashi, Mei ha hecho muchos kilómetros, es flexible como un junco y puede cambiar sus expectativas. Podrá no ser la mujer del señor Feng, pero nada le impide convertirse en la amante del supervisor del Nenúfar 4.
* Baijiu. Licor que resulta de la destilación del sorgo u otros cereales, muy popular en China. También conocido como vino chino, existen diversas variantes según la región del país. Suele tener muy alta graduación alcohólica y sabor parecido al vodka.