*Imagen: Gulabi Gang, las mujeres guerreras de India: a palos con los violadores. Fuente: Al Jazeera
Rahul Mishrá, 24, y Savita Prasad, 20, se casan un mes de junio en Bithari Chainpur, una aldea en el norte de la India, cerca del Himalaya. Rahul es agricultor. Savita no tiene más oficio que ser la mujer de Mishrá. El matrimonio dura seis meses. En diciembre Rahul rocía a Savita con kerosén y le prende fuego. La familia de su esposa no ha cumplido con el aumento de dote que exigía Rahul: una motocicleta y 50 mil rupias cash (700 dólares).
Gunjan Masat quema vivas a Annu Devi, 22, y a la hija de ambos de menos de un año mientras la madre amamanta a la niña. Las coloca cerca de un brasero para que parezca un accidente y se da a la fuga. Las víctimas son encontradas al día siguiente en el patio de su casa, ubicada en un barrio apartado de Jharkand. Se cree que la niña murió al instante. Pero la atroz agonía de Annu dura casi veinticuatro horas. Aún está viva cuando la encuentran, no resiste. Las dos tienen más del noventa por ciento del cuerpo quemado.Entre otros bienes, Gunjan recibió como dote de la novia media hectárea de buen terreno. Cuando más tarde la moto y la televisión que reclama no llegan, comienzan los golpes. Después, Annu da a luz a una niña y no al varón que esperaban. No hacen falta más razones para que Masat y sus familiares dicten sentencia de muerte.
En Pasrur, cerca de Lahore, al noreste de Pakistán, Amir se ha levantado de mal humor y ha prendido fuego a Madihá, de 22 años, antes del desayuno. Estaba harto de discutir con ella porque sus parientes no entregan la moto (otra más) que pide como complemento de la dote. Su clan es influyente. Ya pasaron varios días desde que ardió Madihá y la policía local mira para otro lado. Aún no se ha instruido ningún procedimiento.
Resumir en cinco líneas el martirio de estas mujeres da cargo de conciencia. Ante la violencia la mente se queda en blanco. Es un acto reflejo del cerebro en busca de amparo. El minuto de blackout de la razón que desconecta para ver si por un momento, algún otro órgano del cuerpo se hace cargo. Después, hay que adentrarse en el glosario de la tortura y de la muerte y bajar a los sótanos más oscuros de la crueldad humana para saber por qué hay mujeres que son quemadas vivas por una moto, una televisión o por setecientos dólares cash.
De la brutalidad es difícil no hablar brutalmente. No hay lírica que se ajuste a la violencia de las imágenes de un cuerpo calcinado. Que devuelva algo de dignidad a los rostros desfigurados por el fuego que ilustran archivos forenses olvidados en cajones de remotos retenes policiales. En casos como estos, la palabra víctima adquiere otra dimensión.
Novia en llamas (bride burning) es un término para una forma inhumana de morir que suena casi literario. Pero estas mujeres inmoladas sin compasión son cualquier cosa menos literatura. En la India, una mujer es quemada cada 90 minutos. Son más de 8.000 al año, 2.000 en Pakistán. Cifras oficiales. Fuera de las estadísticas, se pierde un infierno desconocido que no pasa por los números.
Son las víctimas de un sistema de dote por matrimonio que convierte a las mujeres casi en esclavas y que pretende justificarse como tradición ancestral. Según esas costumbres, para casarse la mujer debe aportar al matrimonio una dote negociada entre las familias. Pero en las últimas décadas, una vez celebrada la boda, es frecuente que el marido y sus parientes exijan más. Y cuando la familia de la esposa no quiere o no consigue satisfacer sus caprichos comienza la hostilidad y el acoso. Una dinámica que instrumentaliza la extorsión al servicio de la codicia y que avala la violencia, justificando llegar al extremo de dictar sentencia sumaria de muerte por una moto, una televisión o un puñado de rupias.
El fuego que todo lo purifica enmascara la cara más brutal y extrema del consumismo que el desarrollo y el crecimiento económico han inoculado en India, el país de la espiritualidad y los contrastes, de Bollywood y de las villas miseria más grandes del planeta.
Este sistema hace de la mujer una carga económica para sus familias y en muchos casos las lleva a la ruina. El hostigamiento continuo, el abuso emocional y físico y el miedo a morir quemadas inducen a muchas mujeres a elegir el suicidio para evitar la tortura. India prohíbe la práctica de la dote por matrimonio desde 1961. Pero la ley es papel mojado; las penas, cuando las hay, raramente se cumplen.
Qué puede hacer la ley frente a la violencia cultural como estructura si quienes deberían hacer cumplir las normas del Estado y perseguir a los culpables están entre los verdugos o miran para otro lado porque aceptan la legitimidad de esas prácticas. Qué valor tiene una ley cuando se extingue todo residuo de piedad y a los ojos del ejecutor la víctima desaparece, cuando la persona a la que quema viva no es más que un objeto sobre el que es legítimo ejercer violencia porque no representa otra cosa que su deseo insatisfecho.
En esos momentos el verdugo entra sin más cuestionamientos en esa zona gris en la que se suspende el juicio y la conciencia se apaga y amparado en la construcción ideológica que sustenta el sistema, desata el ritual macabro. Una dinámica que integra al micro Estado familiar, porque el asesino por lo general no actúa solo, si no de conformidad, encubierto y auxiliado por sus parientes –de ambos géneros, para asegurar que la víctima no escape. Como sucede al pensar en las hogueras en las que ardían brujas y herejes y en las cámaras de gas, es difícil entender cómo se pueden resistir sin compasión esas escenas, cómo se tolera el olor de la carne humana quemada.
Tal vez porque para los fines de estos verdugos el fuego es el medio más barato y eficiente. Barato porque el queroseno es económico y fácil de conseguir, está en casi todas las casas alimentando las cocinas. Eficiente porque en los cadáveres carbonizados se complica rastrear pruebas e indicios y facilita hacer pasar el crimen por un accidente doméstico. No es necesario esforzarse mucho, las autoridades con frecuencia se desentienden, los parientes que participan en los rituales guardan un estricto código de silencio, los testigos externos, si los hay, no hablan.
Hannah Arendt sostenía que traspasar la línea en la que el mal se banaliza es más fácil y frecuente de lo que pensamos y que ante determinados estímulos legitimados por un sistema ideológico, cualquiera está expuesto a convertirse en verdugo, a ejercer o encubrir la violencia. Una grieta que aterra porque advierte que la normalidad es frágil y se mueve en márgenes muy estrechos.
Además de la tortura, los suicidios y los asesinatos, este sistema de dote por matrimonio tiene un efecto colateral sobrecogedor: el feticidio femenino. En los últimos 30 años se calcula que más de 12 millones de fetos femeninos fueron abortados en India. Pero la naturaleza es más sabia que la cultura y quebrar el equilibrio de sus leyes, a diferencia de las nuestras, tiene siempre consecuencias. Como en la China del único hijo, India experimenta ya un desequilibrio demográfico de género que la convierte en una bomba de tiempo. El problema del feticidio femenino es de tal magnitud que, en 2004, el gobierno debió promulgar una ley prohibiendo los tests que determinan el sexo del feto. Más papel mojado. El negocio de los exámenes es demasiado grande como para que las clínicas que los practican se arredren ante una ley cuyo cumplimiento es difícil de controlar.
Es curioso que los muchos peregrinos que van a la India al encuentro de un yo más libre y amable, entre sus muchas anécdotas y vivencias reveladoras nunca mencionen estos episodios tan poco luminosos.
Gandhi, que tantas buenas palabras dedicó a las mujeres, puso los cimientos de la democracia con más ciudadanos del planeta, pero no pudo desmantelar el tejido mental en el que arraigaban sus tradiciones ni prever que éstas servirían de palanca a la codicia homicida que el consumismo terminó por llevar también a su pueblo.
Es frecuente que los discursos corran a destiempo mientras el tiempo social y político vive en distopía permanente purgándose con titulares que se olvidan cada vez más rápido ante uno mejor. Estas mujeres son las víctimas de una estructura brutal de violencia que las condena antes y después de nacer encadenándolas a un destino miserable contra el que debe ser casi imposible luchar.
Se dice que un clavo saca otro calvo, pero no, no es consuelo, ninguna violencia es banal. En este lado del mundo también sobran ejemplos. Pero ante la tentación de victimizarse como táctica de género y para que en consecuencia ninguna víctima resulte banalizada, es conveniente recordar a esas mujeres quemadas vivas de las que tan poco escuchamos hablar. Ir más allá de nuestra esquina para ganar perspectiva y capacidad real de acción. Jerarquizar causas y objetivos, evitar los laberintos semánticos. Sumar filas y no desbaratarlas. Porque el clamor de muchos no hace el presente de todos y no basta ser legión cuando falta estrategia.