Un spoiler no es buen comienzo, aunque no se entiende por qué nos irritan tanto si la vida tiene en la muerte un spoiler sin escapatoria. En Teorema, Pasolini lleva a Emilia a enterrarse viva en la zanja de una obra en construcción junto a una excavadora inmóvil. Triste pero obediente a la voluntad de la santa, la vieja que acompaña a Emilia utiliza una palita para ayudarla a cubrirse de tierra. La escena es de una brutalidad y delicadeza difíciles de olvidar, especialmente por lo que no se ve pero podemos imaginar más allá de las imágenes: el ruido de la pala de la excavadora que sin saberlo terminará el trabajo, el edificio desangelado de suburbio que sellará la sepultura anónima de Emilia. En Teorema, Pasolini sólo le concede a Emilia cierto estado de gracia tras su contacto con el Huésped. Sólo en la empleada de la casa de los ricos industriales de Milán, Pasolini obra el milagro de la iluminación. Desorientados y sin encontrar ningún sentido a sus vidas tras la partida del Huésped, el resto de la familia es abandonado sin piedad al desgarro y la desesperación del vacío existencial.
A mi madre le gustaban las películas violentas. Perros de paja, Una mujer bajo la influencia, El francotirador. No creo que las viera de estreno en los cines españoles de la resaca franquista. Tal vez sí en Venezuela, aquel tiempo-espacio que debió ser una segunda educación sentimental madurada en la distancia que permite ver el mundo desde otra parte del mundo. O quizá mucho después, cuando la vida cambia de marcha y se convierte en perspectiva de sofá. No es fácil conocer a la persona que está detrás de la madre. En el planeta hijo, la madre engulle a la persona. Aún trato de hilar gestos, parches, hechos que tal vez falsea la memoria. Buscar pistas en libros o películas que le gustaban. Qué veía en las gafas rotas que tras la masacre Hoffman recoge de la escalera y vuelve a colocarse como gesto sutil pero definitivo de retorno a la normalidad y la calma, en los sórdidos episodios domésticos de Gena Rowlands o en la nostalgia épica del grupo de amigos de Pennsylvania devastados tras su paso por Vietnam. No recuerdo que mencionara Teorema. Para apuntalar y convivir con el pasado y la memoria adulta que dejó huérfana, me gusta pensar que la vio en algún pase televisivo de La 2 desde su esquina del sofá de casa y que el suicidio de Emilia en una zanja a los pies de una excavadora, le volvía de cuando en cuando a la cabeza como ahora me sucede a mí en esa forma de languidecer que arrastra la cuarentena y el encierro.
En un arranque de genialidad quizá espontáneo y sin darse cuenta, Victoria Beckham dijo alguna vez “sin tacones no puedo pensar”. Sade fue censurado y encerrado por tres regímenes distintos. Pasó una cuarentena de aislamiento de veintisiete años entre prisiones y psiquiátricos. En la época de frenesí de la frenología, su cadáver fue exhumado para estudiar si la forma de su cráneo revelaba alguna evidencia de su supuesta depravación. De haber leído en la prensa rosa de 2008 la declaración de Beckham, es muy probable que Sade la hubiera encontrado divertida e ingeniosa, oportuna para colocarla en boca de Eugénie aprovechando alguno de los descansos que entre lección y lección le concede como respiro a la aprendiz de libertina.
El pensador Sade sabía bien lo que de político tiene lo privado y que para generar cambios, no basta cortar cabezas ni enfrentarse a las grandes palabras con ideas pequeñas, hay que meterse en las cocinas, ir todavía más lejos y llegar hasta los rincones más íntimos del tocador. Esa manipulación de la moral como mecanismo de control la conocen todos los regímenes y cada uno de ellos trata de colarse en la privacidad de los tocadores con su paquete ideológico.
Al margen de la lamentable propaganda franquista, desconozco por testimonio directo cuál fue la verdadera filosofía de tocador que en la intimidad guió a la generación de mi madre y cómo y hasta dónde consiguieron, si consiguieron, sustraerse a la aplanadora de aquella operación sistemática de adoctrinamiento moral. Cómo se vertebraron como mujeres más allá de la imagen y la costra de madre que a un hijo le resulta tan difícil de arañar y esclarecer. Qué pensaba o qué piensa aún, en ese último refugio del tocador o de la ansiada privacidad del baño cerrado con pestillo, esa generación de mujeres de clase media que pasó la infancia en la posguerra, lo suficientemente instruidas, pero sin vuelo ni caminos que se les abrieran para ir más allá. Qué modelos decantaron esas sensibilidades formadas con lo poco que había, ediciones de clásicos Austral, malas traducciones de contemporáneos distribuidas por Plaza & Janés, música melosa de festivales y películas a menudo desbaratadas por la torpe tijera de la censura. Cómo hoy al descorrer una cortina y mirar por la ventana conjugan sus logros y buenos recuerdos con las ficciones y fantasías de lo que hubiera podido ser. Qué ven en nosotras cuando nos miran, a quienes todavía tienen madres que las miran, qué se guardan en silencio para ellas y de sí mismas esas mujeres que han sido parte de mundos opuestos y a cuyas casas la visita del Huésped llegó tarde a tocar la puerta.
Sin indulgencia, Flaubert vistió a Bovary con todos los atributos ridículos del romanticismo caricaturesco que satirizó en tono de escarnio y tragedia, haciendo de Emma una Quijote emocional a la deriva entrampada en aspiraciones ilusas y ambiciones por encima de sus circunstancias y posibilidades. Se sorprendería Flaubert viendo que el romanticismo y el bovarismo, ese término que surgió de su novela, aún no han pasado la página y continúan cómodamente instalados en el siglo XXI, amplificados por el discurso errático y el psiquismo exhibicionista y egótico de la sociedad digital. El teorema de Pasolini todavía no está resuelto y hasta que olvidemos a Madame Bovary, el más leal de los hijos de Sade volverá a ponernos a todos contra las cuerdas, a desafiarnos de nuevo con alguna provocación: el dolor se siente pero no se ve, dios no se ve pero hay quienes lo sienten. Mientras tanto el marqués levantará una ceja divertido con el neopuritarismo discursivo y porfiado que hoy se enreda en la cuadratura del círculo de cuestiones semánticas. Aburrido, sacará la vista del presente y continuará dirigiendo a sus locos en el patio de Charenton. Madame, me dice, no se inquiete, siga buscando. El jardín mental tiene su propia fauna y sus flores, bellas y aberrantes. Y como cualquier jardín, florecerá mejor si está bien abonado con estiércol.
+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik, Instituto Interdisciplinar de Leitura –Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.