“Es fácil que te quieran cuando eres joven, húmeda y tienes la carne firme. Lo difícil es amar la ruina. Hoy nadie ama la ruina. Porque no hay ruinas, hay despojos”.
La frase me llegó a los oídos sacándome del libro que leía mientras tomaba un café. La mujer hablaba despacio, con los codos apoyados sobre la mesa y pasando de una mano a otra su vaso de agua. Sentada en la mesa de al lado, la escuchaba con claridad. Ella se dio cuenta, pero no bajó la voz para proteger su conversación de oídos indiscretos. Es más, tuve la sensación de que quería que yo también escuchara. Calculé que debía tener algo más de setenta. Aunque su expresión vivaz, la voz y sus gestos le daban un aire más joven. La acompañaban otras dos mujeres. Una de ellas de su edad. Estaba de espaldas a mí y no le veía la cara, pero se le adivinaban los años por la forma en la que estaba sentada y por una mano que se alargó hacia la taza para acercar su café. La otra era joven. Concentrada en la pantalla de su teléfono, tecleando y leyendo mensajes, no prestaba ninguna atención. Yo cogí el libro que había dejado sobre la mesa cuando dirigí la antena hacia la conversación y anoté la frase.
“Los despojos son desechos. Y la ruina es una construcción. Yo de mi madre pensaba que era una vieja de mierda. Y aún así, la vieja de mierda fue una ruina ejemplar y admirable. No un despojo. Siempre me ha dado pavor que mis hijos pudieran verme como despojo. Mi primo Fernando, aquel al que le tocó hacer esa mili infernal en el cuerpo de regulares de Melilla, dice que hubiera sido mejor no sobrevivir al siglo XX. Nos hubiéramos ahorrado tanta exigencia, y muriéndonos veinte años atrás, si no un bello cadáver, por lo menos habríamos dejado un cadáver decente. Antes, lo glamoroso era aquello de live fast, die young, tomar muchos riesgos y morir de forma trágica. Ahora la cosa es más bien live slow, die old. Eso a base de pura lechuga, vigorexia y cirugías. Qué muermo. Para qué estirar tanto el elástico. Por eso ya no hay ruinas, hay despojos, gente histérica que no quiere morirse nunca y hace cualquier cosa ridícula para no envejecer”.
La mujer pronunció las frases en inglés con soltura. Al escucharlas, la joven levantó la mirada de la pantalla de su teléfono y arqueó una ceja, pero no dijo nada. La otra mujer bostezó sin disimular su aburrimiento y continuó tamborileando los dedos sobre la mesa. Yo volví a tomar el libro y debajo de la primera anotación escribí, ‘live slow, die old’.
“Un día se presenta el viejazo de golpe y ahí ya no hay nada que hacer. Todo comienza cuando la gente más joven de un día para otro empieza a hablarte de usted. Una va al espejo y se mira y piensa qué será lo que tanto ha cambiado para que los otros de repente te vean cara de usted. Entonces, si no quieres convertirte en una vieja ridícula, lo mejor es que comiences a asumir y a cultivar la ruina. Es un arte”.
A esa altura del discurso, resultaba evidente que la mujer hablaba sola. Mudas, ni su contemporánea ni la joven, manifestaban interés alguno por intervenir en la conversación. A mí me parecía curioso que justo antes de inmiscuirme de oídas en ese monólogo de café, había subrayado una frase en el libro que estaba leyendo: ‘la vejez aparece por partes’. Casi me levanté para preguntarle a la mujer qué opinaba de esa frase que María Pía Escobar deja caer en su libro Exageraciones con un sentido opuesto al de su teoría del viejazo súbito. Al final, siendo yo la única que parecía escucharla, pensé que hasta debía recomendarle leer “Vida de una transetaria”, un texto hilarante de ese mismo libro peculiar en el que una niña se declara anciana desde su nacimiento. Pero, juiciosamente, mantuve las formas higiénicas de urbanidad entre desconocidos y me reacomodé en la silla. Abrí de nuevo el libro y anoté: ‘cultivar la ruina es un arte’.
“Fernando, mi primo, me recomendó que leyera Sapiens y Homo Deus y los leí. Conclusión, nada de decadencia y de ruinas. No habrá viejos como los de ahora. O sea, que una cosa será la edad y otra ser viejo. Hasta dónde puede llegar la tontería que hay un tipo en Holanda que tiene setenta, pero como se siente de cuarenta y nueve exige que le cambien el año de nacimiento en el carnet. Felicidad, inmortalidad y divinidad, eso es lo que quiere la gente del siglo XXI. Más bien lo que nos meten en la cabeza, porque con tanto viejo y para que la máquina siga produciendo y creciendo hay que inventar nuevos negocios, que si la medicina, los súper alimentos, la tecnología y la inteligencia artificial. Todo esto me lo dice Fernando que es economista y sabe de lo que habla. Deberíais leer esos libros. Lees aquí y allá y todos los pronósticos apuestan por un futuro lleno de viejos con cien años o más, pero con cuerpos de cincuenta y que no paran de consumir. No hay planeta que aguante. El problema no es que nazca mucha gente, es que aquí no se muere ni dios, vamos, nadie. ¿Y sabéis qué? Esto es dato duro, para 2050 habrá más de dos mil millones de personas mayores de sesenta años, y tú querida”, ahí la mujer tapó con una mano la pantalla del teléfono de la joven y la miró sonriendo maliciosamente, “serás una de ellas”.
La joven hizo un gesto brusco para liberar su teléfono y le devolvió a la mujer la misma mirada envenenada. La otra, ya en algún punto estratosférico de aquel soliloquio y terminado su café, alternativamente se miraba las uñas o apoyaba con desgana la cabeza en una mano. Yo confirmé en mi teléfono que el dato de los dos mil millones de viejos para 2050 era cierto, lo avalan los estudios proyectivos de la OMS. Supe también que ese fenómeno de transición hacia un mundo con más ancianos que jóvenes es nuevo y único en la historia y que más allá de algunas generaciones, resulta muy difícil predecir qué sucederá con la población mundial. Anoté que debía leer Sapiens y Homo Deus y buscar más datos sobre los inquietantes pronósticos del futuro demográfico para escribir una crónica.
“El caso es que llega un momento en la vida en el que por fin aceptas tu cuerpo y justo entonces el cuerpo se seca, se resquebraja y desobedece. Asumirlo y sobrevivir con dignidad es lo que yo llamo cultivar la ruina. Pero la gente se entusiasma enseguida y cree que con fórmulas mágicas van a pasar los cien años viviendo como si tuvieran cuarenta sin pagar ningún precio. Pues no. Podrán estirar el tiempo y vivir muchos años en sus cuerpos de jóvenes, pero he leído que aún así, a pesar de todos los avances, igual se dispararán las enfermedades mentales y la demencia. Y ahí yo sí que no. Como ruina, me mentalicé hace mucho tiempo para aceptar la carcoma, me da igual cómo se manifieste, eso es resistencia. Pero con la cabeza no transo, de ninguna manera, tengo muy claro que antes muerta que ida”.
En ese punto, la otra mujer mayor perdió la paciencia. Se levantó de la silla acomodándose el bolso y por primera vez abrió la boca. “Que sí, mujer, que sí. Venga, antes de que te suicides para que por fin alguien tenga la sensatez de morirse y se salve la humanidad, mejor nos vamos y si quieres te cuelgas en el baño de casa, porque, chica, lo de inmolarse en público es de muy mal gusto y a ver después cómo le explicamos el numerito a tus hijos y a tu primo Fernando”.
“¿Sabes lo que te digo?”, respondió la otra ofendida, “que eres una imbécil. No tienes ni idea, ni sé para qué gasto mi tiempo hablando contigo, siempre igual. Y lo peor es que te queda poco y te vas a morir sin ver cómo sucede tal cual lo que te digo, ¡porque yo no me llamo Pandora, pero tengo una caja!, y lo que te saca de quicio es que sabes que tengo razón”.
Las dos salieron de la cafetería todavía increpándose seguidas por la joven del teléfono. Y ya en la calle, las vi caminar agarradas unas a otras del brazo. Yo me quedé pensando en que de aquí a no mucho tiempo, me uniré al ejército senil que pondrá en jaque los frágiles equilibrios demográficos. Abrí de nuevo el libro y junto a las otras notas, apunté que sería conveniente comenzar a pensar en cómo prepararse para cultivar la ruina.