Recreación de los hechos. Silvia Veloso

Roma, 1978

Las pupilas de Maciel se contraen mientras uno de sus legionarios le retira la aguja del brazo. Es joven y angelical, dócil y delicado como un corderillo. Sabe lo que tiene que hacer, y lo hace muy bien, con una devoción que conmueve. Cuando la morfina entorne sus párpados, el novicio lo elevará al cielito de dios con sus manos expertas y su boca obediente. Le gustaría ser más joven para retribuir el fervor de su legionario con más energía. Como en los viejos tiempos.

Maciel siente el estómago pesado mientras flota ligero hacia el techo de la habitación. La cena en el comedor privado del palacio apostólico ha sido abundante y lenta. Pero provechosa. El polaco tiene claras sus prioridades. No verá problemas donde no los hay. Se llevarán bien.

La euforia cada vez dura menos, por ahora se contenta con calmar la ansiedad y relajarse recibiendo al espíritu santo y las bienaventuranzas de las manos del novicio. Si no fuera por la morfina sería imposible aguantar a las beatas y a los perros de la curia. Pero Maciel quiere alejarse de esos  pensamientos. Busca a tientas la cabeza del legionario, le acaricia el pelo, presiona con el ritmo torpe que el letargo le permite, lo conduce por los rincones blandos de la nube pálida en la que flota, libre por fin de la gravedad. Sabe que el vaivén no llegará a ninguna parte, pero aún así disfruta, hace tiempo que se ha resignado a gozar los dones de otra manera. Dirige y se deja llevar, sin prisa. Las pupilas casi han desparecido y sus ojos caen hacia atrás cuando consigue tocar el techo. Allí repta de un lado a otro boca abajo como una araña. Después avanza para colgarse de la lámpara y se ríe, ¡tanto puto suelto, carajo!, dice atragantandose en la carcajada. El novicio no entiende, pero también ríe sin descuidar el masaje canónico con el que alivia las pesadas cargas que afligen el cuerpo de notre père. 

Maciel se balancea en la lámpara como lo hacía en el columpio que colgaba de un árbol en el jardín de su casa en Cotija. Y puede verse allí abajo, es él, sí Maciel, de nombre Marcial, de segundo apellido Degollado, con las botas llenas de barro y mierda de los chiqueros y las cuadras. Con once años, su padre, macho y cristero, lo envió al rancho Pocasangre para que aprendiera a ser hombre con los compadritos. De Michoacán no salen maricas, le dijo el capataz cuando le bajó los pantalones la primera vez. La segunda, la tercera y las siguientes le dijo otras cosas.

Desde la lámpara, Maciel se ríe, se ríe de su padre, de sus hermanos, de los compadres y del capataz. De las viejas beatas pendejas que se enamoran de él y le entregan su dinero para la legión de engominados que le inyectan la morfina y lo elevan al cielito de dios. Pero la risa termina por acalambrale el cuerpo, lo revuelve en un espasmo de asco incontrolable que le sube a la garganta. Hasta que no puede más, y atravesando a ciegas los velos del letargo consigue apartar al novicio de un bofetón. Lo urgente ahora es sacarse del estómago el postre repugnante que han servido en la cena, ese maldito pastel de queso que tanto le gusta al polaco.

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Boston, 1978

El banco de piedra del claustro junto a la puerta de la sacristía está helado. Patrick balancea las piernas en el aire para entrar en calor y mira los zapatos que asoman bajo la sotana roja. Son negros y brillantes. Le aprietan un poco los pies. Las puntillas del roquete blanco asoman por las mangas de su abrigo. En invierno los ropajes quedan muy arrugados en los armarios de la sacristía, en la iglesia hace tanto frío que no pueden ensayar sin las parcas. Patrick siente el banco helado traspasando la sotana y el pantalón. Son apenas las seis pero ya casi es de noche, de nuevo comienza a nevar, copos muy gruesos que van posándose sobre las ramas peladas de los arbustos y los árboles. A esa hora el claustro da miedo, está oscuro y solitario, la imagen blanca de la virgen en el centro del jardín parece un fantasma.

Al terminar el ensayo, el padre Geoghan le ha dicho que lo espere en el banco que está junto a la sacristía. Es probable que lo reprenda, hoy no ha cantado bien. Patrick tiene once años, cantará el solo del Agnus Dei de la Misa de Coronación el día de Navidad. Faltan dos semanas. Este año el obispo estará presente y si lo hace bien, tal vez lo elijan para unirse al coro de niños de la catedral de Boston. Su madre estaría muy orgullosa.

Desde septiembre, todos los martes después del ensayo del coro, Patrick practica con el padre Geoghan su solo en la sacristía. Allí por suerte hace calor, hay unas estufas de gas que el padre Geoghan siempre enciende cuando ensayan. No hace falta llevar la gruesa parca puesta y para ayudarle a controlar mejor la respiración en las notas más exigidas, el padre le deja sacarse la sotana roja y la ropa. Le contó que así lo hacen los niños del coro de Viena que es el más famoso del mundo, sin ropa, como Jesús, puro y desnudo en la cruz. También le dijo que era mejor no contarle a su madre cómo ensayaban, porque las madres son muy aprensivas con los niños y siempre piensan que van a enfermarse de pulmonía.

A Patrick le parece que el padre Geoghan tiene razón, porque es difícil salir de casa sin que su madre se empeñe en vestirlo como un explorador del polo norte, con gorro, guantes, bufanda y medias tan gruesas que casi no le entran las botas. La verdad es que se canta mucho mejor sin las golas del roquete ajustadas al cuello y con el padre Geoghan ayudándolo a relajar bien el cuerpo para que la voz fluya con toda la precisión que pueden alcanzar sus cuerdas vocales. Hay quienes se emocionan y lloran cuando lo escuchan cantar. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.

Por fin pasos en el claustro. Patrick se estremece en el banco y se prepara para la reprimenda. Pero al llegar, el padre Geoghan le acaricia el pelo y le pasa la mano por la mejilla en un gesto amistoso que termina con el dedo meñique deslizándose lentamente sobre la boca de Patrick abriéndole los labios. ‘Hoy lo hiciste muy bien, pero no ensayaremos, me surgió un compromiso’. Patrick se siente confuso y decepcionado, considera que ha cantado a destiempo y después de tanto esperar le hubiera gustado continuar el ensayo. ‘Mira, tengo algo para ti’, añade el padre Geoghan colocándole en el cuello una cadenita con una pequeña cruz de oro. ‘Vas por muy buen camino Patrick, estoy seguro de que cantarás en el coro de la catedral, será un orgullo para nuestra parroquia. Te mereces este regalo. Cuando vean esta cruz, los demás sabrán que eres un niño especial. Ahora corre, ve para casa, está helado y nieva otra vez. Envía mi abrazo y mis bendiciones a tu madre y hermanos’.

El padre Geoghan abre la puerta y entra en la sacristía. Patrick aún está en el banco mirando extraviado el regalo como si nunca hubiera visto una cruz. Después echa a correr. En el camino a casa, algunos copos de nieve se posan en su cabeza y le congelan el pelo, el frío le corta la cara y la crucecita de oro que aprieta en los puños cerrados le abrasa las manos, como si fuera a marcarlas con los mismos estigmas santos que recibió Francisco de Asís en el monte Alvernia.

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Caracas, 1978.

Son las doce y media. Como siempre, hace calor, el aire transpira humedad. Todos los días llueve. Chaparrones intensos y rápidos. Tengo once años, estoy en el patio del colegio y llevo un grueso pulóver de lana beige tejido por mi madre en un arranque de laboriosidad desconocida. Ando con él hace varios días a pesar del calor. Es una prueba autoimpuesta de supervivencia. Mis compañeros no lo entienden. Probablemente se ríen de mí. No me importa.

Es viernes. Por la mañana, formados por curso en el patio, antes de entrar a clase hemos cantado el himno nacional completo mientras se izaba la bandera. Gloria al bravo pueblo. Parecemos soldados. Solo los viernes el himno se canta completo, el resto de los días apenas la primera estrofa. Por suerte. Tengo once años y sé el himno de Venezuela. El de España no, porque no tiene letra. Por suerte. El mástil en el que se iza la bandera está junto a la verja metálica, altísima. Cuando cantamos el himno tenemos que mirar hacia allí, es una lata pero me gusta la vista. A través de la verja, al fondo se ven los cerros, siempre verdes, y barrios de casas y más casas. Y más allá, edificios altos. Y después, los ranchitos. Muchísimos. El colegio de los hermanos maristas está en una zona alta del cerro Caurimare, por eso tiene buena vista. Hacia el otro lado se ve el monte Ávila.

He llegado al patio interior del colegio corriendo desde el campo de baseball. Mientras espero que salga el autobús escolar me gusta ir allí porque la acequia que corre junto al pasto para desagotar la lluvia está llena de renacuajos. Son parecidos a los Sea Monkeys que vi en una tienda de juguetes y que mis padres no me quisieron comprar. Aún les guardo rencor por ello.

En el patio hay profesores charlando, alumnos esperando los buses y tres hermanos con tres chicas jugando a la guerra de caballitos. Los hermanos llevan a las chicas en la espalda sujetándolas con fuerza por los muslos para que no se caigan y se embisten unos a otros riéndose. Las chicas son de secundaria, una de ellas es Jennifer, la pelirroja de pelo largo con camisa de cuadros, la más guapa de todo el colegio. La batalla continúa, los caballitos se tambalean, se atropellan, las chicas en su posición de jinetes pelean, empujándose y sacudiéndose con los brazos. Hasta que todos caen, unos encima de otros, rodando abrazados por el suelo y aún riéndose a carcajadas. Puede ser que en mi cabeza de once años algo de esa escena no cuadre, pero no sé qué es. Porque suena el timbre y debo correr hacia la entrada del colegio para no perder el autobús amarillo que me llevará a casa.

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1978 fue un año intenso. Hubo conquistas extraordinarias, Messner y Habeler alcanzaron la cumbre del Everest sin botellas de oxígeno. Episodios curiosos, como el robo del cadáver de Chaplin de un cementerio en Suiza. Conjunciones singulares, en un mismo año se sucedieron tres papas, hecho que no acontecía desde 1605.

1978 fue un año intenso para los depredadores. Ya cazaban antes, y seguirán cazando después. Roma sabe y calla. Ve, escucha y calla. Porque Roma tiene más memoria que el tiempo y sabe que las víctimas y los victimarios pasan, pero la iglesia queda, tras el cisma y caiga quien caiga, firme en sus cimientos.

En 2003, Geoghan fue estrangulado en su celda de la cárcel Souza-Baranowski, Massachussetts, por Joseph Druce, supremascista homicida que cumplía cadena perpetua en el mismo centro. Se sospecha que el asesino actuó por encargo y en connivencia con el personal de seguridad de la cárcel. El 30 de enero de 2008, Maciel murió sin confesarse en una confortable mansión con palmeras de Jacksonville, Florida. Lo acompañaban trece de sus apóstoles legionarios y Norma, una de los cuatro o cinco hijos del sacerdote. Tenía 87 años, cinco identidades y 20.500 millones de euros. De los tres hermanos maristas, nada se sabe, puede ser que en algún hogar de retiro para veteranos de vez en cuando recuerden con nostalgia las inocentes guerras de caballitos.

Esta crónica-ficción es una recreación libre de los hechos. Cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, o con acontecimientos reales, es intencional y deliberada coincidencia. 

 

+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.