1
El deseo es mi estado de excepción. En realidad pensé en dejarlo todo. Tenía veinticuatro años y mucha incertidumbre. Había que decidir. El tiempo apremiaba. Pudo ser verano para toda la vida y nada habría pasado. No, la suerte estaba echada hace rato. Ningún hombre es una isla, pero la Trapa fue mi propio Gólgota.
Hace unas semanas volví a encontrarme con Thomas Merton. Saqué el polvo de la fotocopia de sus poemas que había olvidado. Entonces me obligué a rebobinar el VHS de mi vida hasta ese verano. Hay escenas que recuerdo bien y otras que aún se mantienen en reserva por la ignominia y la desesperación.
Aunque el recuerdo no es más que un puñado de presencias e imágenes, sucediéndose a toda velocidad sobre puntos muertos donde nada retorna. Recordar no es más que el deseo de desear, de hacer que la existencia se aglutine en un solo lugar y explote. Boom: en definitiva, que las cosas se suspendan. Bien. Como en Lacan, el deseo es la relación con una falta o como en Deleuze + Guattari, el deseo es una fuerza productiva de lo real. Un deseo cumplido acá crea universos placebo. Dudo. Lo irreal. El deseo, para mí, es la concentración de ideas y el cuerpo entre imágenes y símbolos que miran por una ranura hacia un tiempo angustioso de posibilidades terroríficas y hermosas, como un sendero proyectado por un pintor impresionista, como uñas que son mordisqueadas. Del deseo, una misma cosa, no imagine alguna combinación de cosas, siéntalas.
A veces, recordar es la supervivencia de los afectos. A veces escribo el deseo. No sé si es eso la memoria o la vida. Ambas ocurren, nuestra sublime pérdida. Los poemas de Merton no solo me causan deseos, sino también traen de regreso a la soledad y al silencio de ese verano. La soledad es, lamentablemente. El silencio es un sueño que se interrumpe. Ambos son un camino insoslayable y difícil de llevar cuando el mundo se expande. Tengo algunos fragmentos para un ensayo de vida ascética. Tome nota.
2
Ese verano, en plena primera juventud, llegué al monasterio trapense. Allá me recibió el hermano Lucas, a quien solo conocía por teléfono y mail. Atrás, el asfalto agrietado. A lo lejos, los Andes, mi familia y amores. Adelante, mi vida, el claustro y los anacoretas.
“Paz a todos los que vienen aquí.
Les invitamos a entrar en el Silencio de este lugar para escuchar a Dios.”
Así habla el cartel para visitas. Entré por un pasillo largo y me senté. Tenía una habitación para mí solo, con una cama sencilla pero cómoda, un escritorio humilde y una pila de libros para rasgar. El hermano Lucas me dijo que hace tiempo no venían jóvenes interesados en la vida retirada. Sentí la responsabilidad y apreté su mano. En la época presente, la espiritualidad y el deseo se mantienen suspendidos, como una excepción dentro de una excepción. Pero yo no tenía aspiraciones ni intereses, mi propósito era llenar el deseo.
Cualquier mediodía: paso al comedor. Ahí están todos los cenobitas comiendo en silencio y yo no dejo de pensar en las cuatro paredes del encierro.
Nueve de la noche —selección aleatoria—: la oscuridad, todo. A solas con las estrellas, con la cordillera inmensa, solo contra la mente. Rodeándome: el viento sopla / mi cara entumida / los caballos duermen / mi lamento en gerundio / los monjes duermen / el silencio es lo indecible, piénsalo / el silencio transforma el tiempo en posibilidad / me dormí sentado /
Cuatro de la mañana al azar: el primer servicio, la vigilia. Los monjes a los costados del altar. Desde los banquillos nadie era visto. Los gigantes y sus túnicas blancas con azul marino. Cantaban con los estómagos. Los hubieras visto. Así podías reconocer a un cenobita de un giróvago. Mi canto era fervoroso. Luego pasé a la lectio divina. Más tarde, otros servicios y el desayuno.
El silencio implacable, casi siempre a las ocho con treinta y dos. En una salita no muy grande, de lunes a viernes, estaba el postulante y los monjes. Todos en sus propios feudos. —Muéstrame los signos, dios: la comprensión de las palabras divinas crece con su reiterada lectura— una lección que no miente —¿qué me quiere decir dios en este texto? ¿cuántas veces tendré que leer esas palabras? No puedo esperar hasta descifrarlo todo— “¿Qué le quieres decir tú a dios sobre este texto?”—así me inquirió el padre Juan, uno de los pocos sacerdotes del monasterio, cuando ya llevaba siete días allí. La última pregunta que me hice esa mañana fue “¿qué hacer como resultado de la oración?” Dejé de leer y me fui a trabajar en el campo. Ora et labora, como los enclaustrados me oxigené.
Dos de la tarde: tiempo para el ocio. Dios de la tarde: espacios para llorar. Nunca escuché voz alguna en ese lugar. La soledad no estaba hecha de la ausencia de un cuerpo, sino que de las relaciones entre las medidas de un espacio y la capacidad de ser con respecto a otro. Eso vino con los días, las semanas, con la imposibilidad de dialogar con los miembros de la comunidad. Un par de palabras al desayunar, al lavar los platos y cuando a uno le toca barrer y al otro, limpiar los baños.
—Desde el inicio— tras un par de semanas: solo el silencio permanecía indecible. Dios, por otra parte, no. Se podía proferir en cualquier momento, vocalizado o mudo en la propia conciencia. Aparecía en las prédicas, entre metáforas y metonimias. “Aquí podrás escuchar a dios” —me dijo después de la primera semana Francisco, uno de los monjes sub 35 del lugar. Y la soledad, en medio de la espera, chorreando por las paredes. La soledad se aparece como un bulto que nadie desea, en que el deseo se hace borroso y del que uno es, inexorablemente, prisionero. No queda otra que habitar ese deseo y exiliarse hacia el interior. En ese dios hay muchas contradicciones, pasa mucho tiempo pensando en su significado y por tanto, vive al centro de la tierra. Quizás al mes recibiría una visita de mis viejos. Ellos me escribieron, diciendo que iban a venir a la misa vespertina del próximo domingo. No vinieron. La soledad, sí, todo el tiempo. Y me mostró lo fácil que era para ella quedarse. Los monjes saben vivir con eso. Su deseo era devoción por el cielo.
3
En los vagabundos del Dharma, Japhy Ryder le dice a Ray Smith: “cuando llegues a la cumbre de una montaña, sigue subiendo”. En mi caso, esto jugó en reversa —y en los descuentos— cuando trataba de mantener la cabeza y no soltarme de la vida, ni siquiera había montaña. Pues no. A todo mi cuerpo ya le habían jugado malas pasadas. Después solo vendrían las consecuencias como pasar hambre, perder el interés en el mundo y al final, el olvido. Lo mismo que me había decidido proteger, me estaba acuchillando a mí mismo. Así desleía todos los libros que tomaba de la biblioteca. La poesía reunida de Merton me decía todo lo que ocurría al otro lado de la ventana y tomaba apuntes, muchos apuntes. Nada licencioso ni carnal, solo un resplandor que sale desde la oscuridad, como una luciérnaga a la noche después del diluvio. Pero también, Merton obligaba a callar cuando el poema se deslizaba por su túnica o por su boca. Nadie quiere problemas. Pero sí, conocí a Merton y a André Louf; a un enviado de Kentucky y al hombre que paga las cuentas del monasterio y realiza las compras. Todos profesantes de soledad. La soledad atrae más soledad, hay que torcer el desahucio. Ya.
A veces me viene la falta, recuerdo lo devoto que soy, que no me olvido de los símbolos y que tengo temblor de la redención última. Me hace escribir como rehabilitando la falta del camino de Cister. Ningún hombre es una isla, me repito. Lo gracioso es que puedo decirle a otros que no soy devoto. Y lo creen. En esos momentos de suspensión, de excepción, ocurre que algunos recuerdos no se preguntan de dónde vienen, sino adónde van. Y a qué hora impactan. La memoria estalla. Este soy yo a los veintiocho años: un monje sarabaíta, deseando desear la soledad y el silencio.
+ Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) abogado y escritor, reside en Santiago de Chile. Administra la mediateca de poesía universal del ayer, “La comparecencia infinita”.
+ Imagen: Dibujo de Thomas Merton extraído de “Tropiezos celestiales”.