La ciudad y el acoso de las visiones. Nicolás López-Pérez

¿Cuándo vamos a zarpar hacia la felicidad?”, se interroga Baudelaire luego de una sublime exposición sobre las magníficas ciudades, esas donde soberbios edificios se construyen liberando un dejo de nostalgia en el habitante. En este autor, la pregunta retórica es un modo de conocer. Pasa también en, por ejemplo, “¿cuántas extravagancias hay en una gran ciudad, si sabe uno pasear y mirar?” Considerar las dudas. Andar en el texto, un par de ideas en torno a Santiago o no sé, un puñado de ficciones al aire sobre una ciudad acostada que palpita en medio del humo.

En el margen de la historia oficial, la primera ciudad del mundo fue Uruk. Hace más de cinco mil años que el ser humano creyó romper la maldición caínica (“la tierra no te volverá a dar sus frutos; errante y extranjero serás en ella, cf. Gn, 4:12) y se detuvo a reinventar la vida. De ahí en adelante, vinieron comunidades ordenadas mediante coacción para no fracasar como el paraíso de Adán y Eva. Después de Sumeria, las ciudades proliferaron como forma de aferrarse a los territorios. Así se llega al año 1541, a uno de los últimos confines de la incipiente masa americana, al frenesí de Pedro de Valdivia reescribiendo la historia, renombrando una tierra y dando sentido al futuro ovillo de extravagancias con que el sujeto moderno se desespera literaria y fotográficamente. Eso de la identidad, ouch.

Las ciudades no ofrecen la felicidad ni la crean, sino todo lo contrario. La felicidad es una cosa extraña, quizás una melaza hecha de oídos, entrepiernas y conjuros de belleza, un cuerpo; quizás un momento entre el ojo y la estructura, un acto. Ser feliz o dejarse acosar por las fantasías y dejarse leer por instantes discontinuos. La locura. Las ciudades son nuestras obsesiones.

Al menos tres veces a la semana trago calle entre una oficina y mi morada. La ruta es: directo por avenida Vicuña Mackenna desde el mil setecientos y pico hasta poco más arriba del doscientos diez, de ida y regreso lo mismo. Las idas suelen ser de mañana, las vueltas –con el insípido otoño- cuando el ocaso ya empapó a la ciudad. Ni una puesta de sol en el camino. Por el contrario, la ciudad está vomitando luces. Los focos de los automovilistas furiosos, el resplandor de los locales de comida o los bares y botillerías que adornan Vicuña Mackenna al sur. Desde el Múnich (esquina Santa Isabel) hasta el Xin Sun Fung (esquina Matta). Una ruta alternativa es Bustamante, San Eugenio y Dittborn. Cuando la tomo, me agujo los ojos con el Downtown—Ñuñork. En cada trayecto, las luces son pequeñas luciérnagas que rondan un camino que no crea alegría, sino que una melancolía bastante especial. Para escribir. Escriban.

Del paseo a la mirada, el boceto de los gigantes. Edificios de veintiún pisos se arrojan a la conquista de lo salvaje, sálvese quien pueda. Todavía hay más. En realidad, siempre. Saber pasear y mirar. Surcar los intersticios urbanos y revelar la mitad de sus secretos y poner cuotas de experiencia de quien escribe. Ok. La tentativa de hablar de la propia percepción –toda tentativa como biografía forzada, como error involuntario- ocurre en los paseos a medida que se va pensando. Y eso es dañino, como inhalar lacrimógenas o neoprén todo el tramo para llegar a casa. ¿Entonces? Zapatos cómodos y mirada al cielo. Por delante hay jornadas laborables.

Lo mismo le pasa a mi amigo Miguel con Mattahattan. Cada día hábil sale de su casa ubicada entre las calles Victoria y Portugal. Se toma un café, estira sus músculos y comienza a andar. Mira alrededor y está inundado de grúas y estructuras heladas a medio terminar. Los edificios se le vienen encima y el barrio le susurra una resistencia imposible, la Municipalidad se hace cargo de los rasca-cielos y no de quienes tienen los pies en la tierra.

Las ciudades ahora se llaman junglas de hormigón, zoológicos humanos, atrapailusiones o simplemente enclaves donde todo es posible y todo está decidido de antemano. Miguel les llama palomares y no deja de pensar en la destrucción del barrio de antaño. Aunque él no piensa en el hacinamiento que experimentan las personas, viviendo revueltas y a pocos metros de separación. Su anhelo es algo borroso, no sé si su esplín está con la amasandería, la vulcanización, la paquetería, la cancha de fútbol o simplemente una especie de vecindad con vista a las cordilleras y, como mínimo intransable, a la Torre Entel.

Mattahattan se hace de guetos verticales, masas con veintiún pisos, doce departamentos por planta y tres a cuatro moradores por cada treinta a cuarenta metros cuadrados. Todo en promedio. Lo cierto es que por avenida Matta al poniente hasta Viel, un tanto al sur y un tanto al norte por Portugal o Vicuña Mackenna, cada vecino tiene un gigante de piedra al lado. Y Santiago que crece hacia los aires. En la pequeña isla de Matta está ese toque transfronterizo y cosmopolita. Bandejones como los Campos Elíseos, ciclovías como Amsterdam y una noche como la mancuniana. En una esquina, me como unas arepas con postobon; en la otra, unos tequeños con chicha dulce. Pero las fronteras de lo cotidiano son más que culinarias, sino de habitar; oír otras variaciones del castellano, ver otras modas, escuchar otros relatos de fuga. Vivimos en panópticos de puertas tapiadas. La ciudad rizomática y sus exilios interiores, todos luchan por un pedazo de felicidad.

Del lamento a la razón, un par de palabras. De la razón al lamento, un paseo por Santiago. Comenzar en Santiago-Birkenau para acabar en Santiago-Transfer o simplemente, ir en metro hasta Sanhattan para salir por el reverso de cualquiera de los espejos: Santiago-Gulag, Santiago-Hinzert, Santiago-Belsen, Santiago-Marzahn o los circuitos que están fuera del mapa turístico y estrellar la cara contra el pavimento más real de Chile. Mejor azotar las visiones de los foráneos con Queens-Yungay, Lastarria-Gusen o Malá Strana-Los Dominicos. Un respiro, la felicidad está suspendida.

La ciudad niega su conciencia y se deja alimentar por las novísimas estructuras que le dan caza y exterminio. Deja de ser. El sentimiento del caminante cambia si la metrópolis se hace gigantesca y deviene megalópolis. Está ocurriéndonos. Son las visiones que dejan a los espacios inscritos y escritos en un recuerdo que tiene forma de ruinas y en proceso de venta para dar lugar a la imaginación de arquitectos organizados en la mezquindad. Hacer de uno lo que se ve, en la fórmula de Thoreau. Es la forma como todos mis desplazamientos al hogar se hacen insufribles y placenteros. La ciudad es, ante todo, una prueba de nuestra propia consistencia.

En Chile-Wonderland los días se van con el acoso de las visiones. Nos obsesionamos con las cosas del entorno. Se nos presentan momentos que se ciernen sobre la ciudad en el sentido contrario a las manecillas del reloj, sin duda, un boleto a la infelicidad. Lo extravagante de lo extravagante, es lo que queda para soñar después del insomnio. La mezcla de imágenes no es coincidencia, su búsqueda improbable está llena de instantes de felicidad. Zarpamos cada día.

+ Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) abogado y escritor, reside en Santiago de Chile. Administra la mediateca de poesía universal del ayer, “La comparecencia infinita“.