Los viajes, como bien lo saben los teóricos literarios y los millonarios, son instancias en las que se revelan las profundas brechas y diferencias que nos separan y, quizás por qué misteriosa ventura, nos limitan y configuran. Somos los lugares que habitamos y nuestra existencia se sitúa, justamente, por la ilusión de pertenencia. En el caso de las visitas a países de primer mundo esta experiencia reveladora se amplifica, produciendo ciertas hipertrofias horrorosas o caricaturescas.
Tres editores y un autor en Nueva York, la capital del imperio, el centro del mundo. Para suerte nuestra, el susodicho narrador, prodigio elusivo y columnista de la irregularidad, habita hace dos años en la ciudad. Esto no hace más que aumentar la sazón de cada dato esgrimido: “El típico desayuno del obrero neoyorkino es un bagel con queso crema y mermelada”, certeza que se desploma al conversar con Ben Nadler, un autor aun más americano que Esteban Catalán, oriundo de la nortina comuna de Maipú. Según Ben, el bagel debe comerse con queso crema, eneldo, salmón ahumado, alcaparras y cebolla roja. Somos el salmón del sándwich, pienso, la palta de la marraqueta, sobre todo considerando que en Manhattan la palta es más barata que en Providencia.
Da igual. Volvamos a los binarismos: aquí todo es hermoso, todo está tan bien pensado, la comida es exquisita, la pluriculturalidad es fascinante. Rafael López agrega: “Un crisol de culturas, como diría Alipio Vera”. Luis López- Aliaga responde: “Tengo sed”. ¿Qué es lo que hacemos el primer día en la ciudad que nunca duerme? Entrar a un bar antes del mediodía. Cuatro cervezas, digo, en el inglés más torpe que un ya torpe hablante castellano pudiese pronunciar. Mientras, como Colón, intento darle nombres a las cosas, aunque buscándolas en Google. ¿Cómo se llamará ese largo tubo cromado del que salen grandes manijas con marcas de cerveza, que corresponden a singulares y hermosas canillas que sirven espumantes y distintos schops? Ni idea, pero es curioso que un país tan malo para la chupeta ofrezca tal variedad de chupetines.
Ayer, mientras imaginaba este triste legajo, le pregunté a uno de los buenos mozos de La Terraza, por qué no traían más variedad de schops. “A la gente no le gusta el cambio”, me dijo. Y le encontré razón. Si pudiéramos pegarnos un palo en la cabeza para quedar igual de tontos que con la chicha, de seguro lo haríamos. Sería mucho más barato. Más allá de esto y de la pléyade de lugares hermosos para remojarse por dentro, Nueva York es un lugar donde ocurren cuestiones curiosas. Por ejemplo, desde ver a Taylor Swift o Drew Barrymore en Williamsburg hasta espantarle las moscas a un joven que podría haber sido modelo en una cuneta de Chinatown. Uno puede chocar con un multimillonario en el Central Park casi con la misma probabilidad de hacerlo con un suplementero o un escritor chileno. Quiero detenerme en este punto: sea cual sea la clase social de los chilenos y chilenas que parten a Estados Unidos, el tránsito por la frontera y las aduanas opera sobre ellos un oscuro prodigio, haciendo que pierdan el resentimiento por el poderoso o la antipatía por el roto. En la tierra de las oportunidades, todos los chilenos somos iguales. O al menos eso quieren hacernos creer, pues mientras unos van a buscar comida a instituciones de beneficencia, otros viajan en springbreak a Cabo (lo que pasa en el Cabo, queda en el Cabo). Y, aunque no tenga nada que ver, en apariencia, esta “tercera vía” que entrega el blanqueamiento del origen a quienes migran, plantea una salida poco usual al binarismo, ya que si no se es rico ni pobre, explotador o explotado, la opción es ser ni chicha ni limonada o, como plantea Derridá leyendo a Platón, formar parte de la khôra: “Lo sabemos bien: lo que Platón designa bajo el nombre de khôra parece desafiar, en el Timeo, esa «lógica de no-contradicción de los filósofos» de la que habla Vernant, esa «lógica de la binaridad, del sí o no». Pondría de manifiesto pues, quizás, esa «lógica distinta de la lógica del logos». La khôra no es ni «sensible», ni «inteligible», pertenece a un «tercer género»”.
Pero, ¿qué significa esta terceridad? No quiero pensar en Derridá, sino más bien en los Madmanes y Gatsbys que habitan en la Gran Manzana confitada. Creo que el encantamiento que opera es el siguiente: el chileno en el extranjero o se somete a la más violenta binariedad o deja de ser chileno, para pasar a ser ciudadano del mundo. Este sueño —pesadillesco, a veces— es también posiblemente una profecía: “el discurso sobre la khôra, tal como se presenta, no procede del logos natural o legítimo sino más bien de un razonamiento híbrido, bastardo (logismônothô), es decir corrompido. Se anuncia «como en un sueño» (52b), lo que puede tanto privarlo de lucidez como conferirle un poder de adivinación”. Si en Chile tenemos el sueño de la casa propia, en otros países el sueño es dejar de ser chileno, de ser tan huevón, de ser tan pavo, tan chancho, tan arranado, tan perro, tan rata. Ese sueño que, a menudo, se sitúa en el futuro, es también el presente de muchos, gracias al sistema de becas: vivir en el país al revés, el país de Jauja, al que solo acceden pocos, quienes no trabajan. Mientras, el resto de los gringos se sacan la cresta para que un narrador chileno pueda tomar entre sus manos un bagel y mentir. Pero poco importa el control de los medios de producción, pensé mientras tomaba mi primera cerveza, lo importante es dónde está el valor de lo que hacemos, el valor del arte literario.
Rafael López se planteó a favor de una literatura que quiebre el endeble orden de los lugares comunes, aunque en tal refriega no alcance a desarrollar una cuidadosa estética verbal. Luis López-Aliaga, por el contrario, expresó su preocupación por la forma, más allá del tema o materia que se trate. Yo, por mi parte, recordando la nueva novela de Esteban Catalán, llamada Aves de Chile, creo en una grieta, un límite entre forma y contenido que los aúna, sin superponerlos. Pero es imposible no superponer, desequilibrar o que un terremoto bote el gran juego de yenga que solemos llamar sociedad. Algo así pasa con el sistema literario. Pienso que la khôra en el sistema de valoración literario es chicha y limonada, sueño y pesadilla, embutido de ángel y demonio, es decir, ninguna huevada. No se logra una buena tortilla sin romper algunos huevos. A lo que me refiero es más simple: una suerte de síntesis, como diría Gepe, “somos tan parecidos, iguales y ninguno”, es decir, la pura tensión del binarismo como posibilidad de escape. ¿Qué sería esto en términos sencillos? Una experiencia que no tenga por qué ser catalogada de buena o mala, como un libro que pueda ser más o menos que una obra excelente o pésima, como la novela de Catalán, un tipo de promesa, un salto más allá.