Un cielo poblado de ballenas. Ricardo Vivallo

La espesura de la niebla impide el vuelo y la visión. Por la ventanilla del avión, a mi derecha, se distinguen apenas unas tenues luces y las máquinas estáticas, borrosas, son como enormes cetáceos varados a la espera del oleaje que los reanime. Cada minuto de inmovilidad me aleja del regreso y me instala en la incertidumbre, pero mantengo la calma y me digo que todo va a salir bien, que encallar, a veces, es inevitable.

Intento leer, pero no puedo concentrarme. Mi mente se entrega a especulaciones ansiosas que dificultan cualquier intento por abstraerme de las circunstancias inmediatas: el avión no va a despegar. El gordo que va a mi lado juega con su celular y ríe solo. Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela, dice el libro, y me aferro a esa frase como a un designio azaroso, pero oportuno y veraz. Despojado de toda certidumbre, me desdoblo y entro en la deriva de una ficción que alguien más escribe para mí.

Seis horas después, escribo estas notas en un patio del DF, mientras el ruido de los aviones arriba acentúa el absurdo de todo esto. Es un patio pequeño pero agradable. Hay plantas que exhalan un olor intenso, cactus de un recio verde militar, una regadera oxidada, una hamaca roja, una estatuilla de Buda, un espejo turbio y una cerámica azul pintada con un retrato de Emiliano Zapata debajo de un pez que asumo, por su afilada dentadura, es una piraña. Una ligera brisa atenúa el calor y me relaja. Todo sería perfecto si pudiera tomar un par de cervezas, pero me quedan solo unas pocas monedas que no compran nada. Pero al menos tengo cigarros suficientes para soportar la espera.

De no haber perdido la conexión ahora estaría a sólo un par de horas de Santiago, pienso, y me veo a mí mismo, o más bien a un doble espectral, gaseoso, de mí mismo, ocupando el asiento que quedó vacío, mirando aburrido el cielo liso y celeste, o imaginando que las nubes abajo son como una procesión de lentos elefantes blancos. Otra vez me desdoblo, pero ahora ese que soy y no soy yo es el personaje, y son estas palabras las que lo hacen visible. Soy también esa ausencia, ese asiento que quizás alguien ocupó para dejar un libro que no fue la distracción esperada o una almohada que poco ayudó a propiciar el sueño.

No sé bien dónde estoy, ni qué hago acá, pero no desespero y aprovecho este paréntesis forzoso para recuperar un poco de la calma y la inmovilidad perdidas durante la última semana. Siete días de ajetreo constante, de taxis, de fiestas, de borracheras, de caminatas sin rumbo por una ciudad que nunca llegué a comprender del todo. Aprovecho este tiempo detenido para dejar que los recuerdos se vayan asentando y cobren formas más o menos definidas, para apresarlos y fijarlos antes de que se hundan del todo.   

Recuerdo, por ejemplo, el almuerzo del primer día. Los platillos exóticos, los sabores nuevos y estimulantes. Recuerdo el primer trago de tequila, la música exultante, la algarabía, las conversaciones entusiastas, encendidas poco a poco por la incipiente y gozosa borrachera. Recuerdo la frase: «ahora entiendo por qué Malcolm Lowry eligió este lugar para morir». Recuerdo el encuentro con el viejo poeta gringo que, antes de irse, se acercó para contarnos una anécdota sobre Nicanor Parra que tenía que ver con peras y manzanas, pero no retuve. Recuerdo los temblores matutinos de la resaca y la sed, saciada con enormes jarras de cerveza y jugo de tomate. Recuerdo la lluvia, las horas muertas, los diálogos sinceros sobre el desamor y la angustia. Recuerdo la desinteresada camaradería de ciertos extraños, como recuerdo también la enemistad, el oportunismo y la arrogancia de otros. Recuerdo la desazón y el tedio que nos sigue a todas partes. Recuerdo la búsqueda sincera y difícil de un entusiasmo perdido, que como dijo Martín Adán poco antes de morir, es la verdadera sabiduría. Recuerdo los versos de una canción escuchada en una cantina: A veces quisiera morir contigo/ y olvidarme de toda materia/ pero no me atrevo. Recuerdo marcas de cerveza que eran mensajes cifrados o burlas del más allá. Recuerdo y recuerdo, sin pausas. Y quisiera recordar más y mejor tantas cosas, pero la memoria, siempre complicada y esquiva se resiste, fatigada y retraída por tanto exceso y mal dormir.

Las cuatro de la tarde aquí, las siete allá. Siguen pasando aviones y la tranquilidad del pequeño patio se ve alterada por el estruendo feroz de las turbinas. Un cielo poblado de ballenas, pienso. Cetáceos altivos e impetuosos transportando en sus entrañas los espectros que somos mientras habitamos el aire.

El ligero motor de la paranoia, dice el libro. Y quizás eso sea.

02/12/18

+ Ricardo Vivallo (Santiago, 1984) escritor y artista visual, es fundador y editor de Libros Tadeys, sello independiente dedicado a la poesía y la narrativa contemporánea. En 2015 ganó la beca de creación del Fondo del Libro y fue finalista de los Juegos Literarios Gabriela Mistral; en 2016 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de revista Paula y en el XIII concurso Stella Corvalán, género poesía. Publicó el libro Cuaderno de Guayaquil con Saposcat.