El paquete de arroz se había llenado de gusanos. Pensó que alucinaba, y alarmado miró a su alrededor buscando alguna otra anomalía en el entorno, pero no advirtió nada extraño. Ahí estaban, sólidos, reales, los muros verdes de la cocina, sucios de grasa; más allá, el eterno polvo pegado a los rincones, los muebles blancos salpicados con manchas resecas de kétchup, el lavaplatos donde hace días reposaba una olla. Tiró el paquete de arroz agusanado a la basura y abrió el refrigerador. Nada. Solo una breve ráfaga de frío y un vacío acogedor, que lo hizo evocar la imagen de dos osos polares avanzando por una infinita planicie nevada.
Se puso el abrigo y salió a la calle. Un sol anémico, blanco, iluminaba apenas las zonas más altas del cielo, mientras abajo, una penumbra difusa le daba a la ciudad un vago aspecto subterráneo. Caminó sin prisas hasta el pequeño restorán chino que solía frecuentar en días como ése. Al entrar, saludó, agachando la cabeza, a la mujer de pie tras el mesón y se sentó mirando a la calle. Como siempre, el lugar estaba vacío y de la cocina salía un intenso olor a aceite quemado. Cuando la mujer le preguntó si quería su pedido para llevar, él dudó y decidió que no, que se lo iba a comer ahí. La espera se le hizo larga, insoportable. Se distrajo mirando un cuadro horrendo de la torre Eiffel pintada en rojo, que lo hizo imaginar un inmenso galpón repleto de chinos con overoles azules, salpicados de pintura, copiando con rápidas pinceladas mecánicas la imagen que tenía ahora frente a sus ojos. El cielo era de un celeste brillante y desde los pies de la torre ascendían dos hileras de árboles temblorosos. Él había estado en París hace más de diez años, y el cuadro, a pesar de sus estrambóticas inexactitudes y su nula calidad artística, lo hizo experimentar una insidiosa nostalgia. Se vio a sí mismo a los pies de la torre, maravillado y aturdido ante esa enorme antena, que parecía conectar el presente con el pasado remoto de sus fantasías literarias. La mujer se acercó y, sin que él se diera cuenta, dejó sobre la mesa el pocillo de arroz blanco y el abundante plato de carne mongoliana.
Conocía de memoria esas calles y por eso se aburría. Había hecho ese mismo recorrido cientos de veces, pero en días así era lo único que se podía hacer. Deambular, dar vueltas, caminar para sentir, al menos, que se estaba yendo a alguna parte. Cruzó la Alameda y se metió al Paseo Ahumada, que a esa ahora estaba semi vacío. Compró un helado de vainilla y sentó en una banca. A lo lejos vio la silueta de un predicador que iba de un lado a otro dando largas zancadas, mientras alzaba con la mano derecha una biblia. La voz le llegaba apenas y se entretuvo improvisando un sermón absurdo en su cabeza, dejando que las frases se sucedieran unas a otras sin ninguna coherencia. Se terminó el helado y se limpió la boca pegajosa con la servilleta. «¿Te leo la suerte?», escuchó. Una gitana joven se había sentado a su derecha. La muchacha le tomó la mano y él la retiró asustado, como si intentara evitar la mordida de una serpiente. «¿Qué te pasa?», dijo la muchacha. «Dame esa mano, que te leo la suerte». Los ojos de la gitana eran azules. Él desvío la vista y vio que la muchacha llevaba puesto un polerón gris, estampado en el centro con un dibujo de Mickey Mouse. «No, gracias», le dijo. Ella intentó tomarle la mano nuevamente, pero Él se levantó y se alejó sin mirar atrás. «¿Te da miedo el futuro?», escuchó que le decía, burlona, la gitana.
Sentado en una banca al fondo de la catedral, cerró los ojos. Le sudaban las palmas de las manos.
En días así, quizás era mejor esconderse. El hondo silencio del lugar, apenas perturbado por el ruido externo, le transmitía una sensación anestésica, lo cobijaba. Recordó el día de su primera comunión. Se vio a sí mismo a los diez años, arrodillado y con las manos cruzadas, sintiendo con creciente disgusto cómo la hostia recién recibida se le pegaba al paladar y le secaba la boca. Había intentado rezar, creer en todo eso, pero la emoción inicial se diluyó rápido, y al salir de la iglesia, con la mitad de una vela derretida en la mano, se sintió como saliendo de un túnel o del vientre de una ballena indeseable. Nunca más volvió a rezar. Sentado ahora con los ojos cerrados en una banca al fondo de la catedral, experimenta la sensación inversa.
Atravesó en diagonal la Plaza de Armas. Los faroles estaban encendidos aunque aún no empezaba a oscurecer. Algo, tal vez las palmeras o las conversaciones en otro idioma, lo hicieron sentirse en otro lugar, un impreciso país mediterráneo o norafricano, aunque nunca había estado en un lugar así. El olor a humo de marihuana acentuó esa impresión y siguió caminando, sin esforzarse en desmentir las equívocas impresiones de su mente. «Argelia», pensó. «Hoy ha muerto mamá». Deslizó una mano en el bolsillo de su abrigo, y con los dedos imitó la forma de un revólver.
Evitó los bares y prefirió seguir caminando. Su amigo Fugas vivía cerca, ahí en Monjitas, en la misma galería del cine porno, pero también prefirió evitar las amistades. En días así, era mejor estar solo. Presa de una severa indecisión, decidió que lo mejor era seguir de largo, no pensar, arrastrarse simplemente hasta que lo detuviera el cansancio. No tenía muchas más opciones, tampoco, y a esa hora, el centro de la ciudad, despojado de su acostumbrado ajetreo, reforzaba en su vacío, el aura espectral que él sentía vibrar en cada cosa.
Acodado en el puente miró el escaso caudal del río. Una brisa fecal le humedeció la cara y con la manga de su abrigo se limpió la boca. Pensó en Heráclito. Pensó en John Berryman. Pensó en su amigo Cacho, que la noche de su cumpleaños diecinueve se tiró a ese mismo río y salvó de milagro. Abajo alguien encendía una fogata. Escuchó voces, risas. El puente, con el peso de los autos que lo atravesaban en ambos sentidos, tembló brevemente bajo sus pies. Imaginó un terremoto. Imaginó que el puente se partía en dos y él caí al agua, pero el agua, por los vaivenes del sismo, revertía su curso y lo arrastraba en sentido contrario. «Como la cinta de un viejo VHS rebobinada de golpe», se dijo, sin entender muy bien qué había querido decir.
Empezaba a amanecer cuando volvió a cruzar el puente. No se detuvo a mirar. El río, como todo lo demás, le resultaba, ahora, indiferente. La dudosa coloración del cielo, con la luna diluyéndose al fondo —igual que una aspirina en vaso de agua, pensó—, la bruma atomizada entre los árboles del parque, la avenida vacía atravesada por un solitario ciclista, todo iba quedando atrás, lo sucedía, mientras él, con la mano derecha en el bolsillo del abrigo, aún imitando la forma de un revólver, se alejaba para siempre de este aciago reino de irrelevancia.
26-07-2018