Últimamente he tomado la costumbre de masturbarme al aire libre. No es que tenga algún tipo de fijación dendro o zoofílica (a pesar de lo que diga el perito psiquiátrico) pero las erecciones citadinas ya no surgen el mismo efecto, mis eyaculaciones son como tristes mangueras sin presión. Otro cuento es en la selva. En la ribera del Simpson, en las aguas del lago Pellaifa. Este último dejó en mí una imagen afrodisiaca; ver cómo se diluía el semen, blanco y lento como la nube que se desgrana en el cielo; fue un impulso para repetirme varias veces. A esto le llamé fecundación lacustre y fue lo primero que escribí en una libreta naranja que luego estuvo repleta de analogías y experiencias similares, como dibujos de peces alimentándose de mí o un patético retrato en la contraportada de la cómplice de esta mal catalogada adicción: Amaranta.
Amaranta no era una flor; era una puma y a la vez una tormenta. En ese entonces yo no lo sabía, pero tiempo después sabría que era toda la naturaleza, y por capricho, la llamaba simplemente Mar. Ya desde el primer encuentro de nuestras dos miradas furtivas topándose en un instante casi imperceptible supe que estaba jodido. Jodido hasta las patas. Sabía que nos encontraríamos, haríamos el vals etílico y nuestros cuerpos no querrían más de tanto amar. Pero no fue así (o en realidad sí lo fue, pero no necesariamente en ese orden) sino más como un baile torpe y acompasado, cuál de los dos más volátil o espacial.
Empezamos con miedo, como el inexperto que venda una herida todavía sin cicatrizar, pero con el tiempo fuimos obviando las averías del otro y los ronquidos nocturnos o las flatulencias involuntarias ya eran causa de las risas más cotidianas. Hasta que se presentó la primera gran muralla: su virginidad. Ahí supe que estaba jodido y sepultado. Pues que venga la tierra, me dije mientras escabullía mi pene por entre su tibieza por primera vez, nuestros gemidos incomodaban a los vecinos y las sábanas se manchaban con pequeñas gotitas rojas. De pronto, tuve la extraña certeza de que el sexo no volvería a ser lo mismo.
Desde ahí comenzamos una desenfrenada carrera sexual para compensar los años perdidos. En las mañanas antes de desayunar, en las tardes después de la once o durante el almuerzo: el antepostre, como un nuevo plato entre el de fondo y la sobremesa. De a poco los gemidos fueron tomando fuerza hasta ya olvidarnos de las vergüenzas, y los prejuicios a un sexo bien aullado quedaban en el pasado. Un día cualquiera llegó la policía avisada por ruidos molestos y mientras mentía al paco de turno, Mar me apretaba una nalga por detrás. Aun así, no pudimos dejar de gruñir el placer y cuando cerramos la puerta a la autoridad, tuvimos sexo desesperado sobre el choapino de la entrada que nos costó una multa sobrevalorada que nunca cancelamos. Esa noche sentí la hipocresía de vender con sexo y repudiar su sonar y decidimos eliminar las cuatro paredes y tirar donde nos encontrara la calentura. El problema fue que ella y yo siempre fuimos ciudadanos del concreto y la excitación florecía en los lugares menos adecuados, tanto, que terminamos en cuatro patas frente a un grupo de indigentes que amenizaban la noche con un cartón del peor vino. Asustados por el deslinde, decidimos alejarnos de la ciudad y adentrarnos en los bosques patagones, donde el cemento ya no fuese impedimento. Así fue como el sexo con Mar se convirtió en una orgía con los coigües y el viento. Empezamos tirando con recelo, pero de a poco sentí una similitud desconcertante entre la sensación de sus cabellos sobre mi pecho y las caricias entre el culo y los testículos del pasto al mecerse con la brisa. Ya no me importaba que nos viesen desnudos en los bosques, es más, me excitaba la idea de un huemul observándonos o algún o alguna curiosa masturbándose detrás de los calafates mientras nos sacábamos las ganas.
Recuerdo especialmente la vez que estuvimos en Cucao, en la espesura de la isla grande de Chiloé en una casa muy profundo entre los bosques que hacía las de refugio para caminantes y campistas. Ahí no había baño por lo que las necesidades se hacían directo en la tierra y la ducha era una fría vertiente escondida entre los arrayanes. Ese día caía una suave y tibia cortina de lluvia mientras me bañaba bajo la cascada cuando apareció Mar con un bulto de sus ropas entre las manos que dejó en el piso y sin decir nada nos besamos a veces con rabia a veces tranquilos y nos convertimos en uno entre arañazos y mordiscos. De pronto, éramos un cuadro, una pintura olvidada en un mundo perdido o el pasaje de un libro empolvado que se abre y se relee, como una antigua receta para dos que se hacía para miles, miles de robles, miles de tábanos y chucaos que presenciaban a dos humanos que querían ya no serlo. Recuerdo también cuando hicimos dedo de vuelta y al frente nuestro había un gran letrero verde con letras blancas que decía: prohibido el tránsito de animales en la ruta y pensé en el curioso primate que pretendemos ser, una egocéntrica inclasificación, como si de alguna forma el ser humano fuese ajeno a la taxonomía y estamos nosotros y lo demás. Lo mencioné y reímos. Al rato una camioneta nos llevó de regreso a las ciudades.
Las vueltas del viaje nos separaron con Mar y ahora sólo agradezco y espero que nuestros trayectos se crucen nuevamente, aunque sea sólo por otro breve instante. Ella fue hacia el norte y yo tomé hacia el sur. De viaje solitario, dejé de compartir el ímpetu sexual y olvidé que el sexo, aunque sea solo, es siempre de a muchos. Intenté volver al porno, pero era plástico, como escribió la Nati en sus hojas de fuego: las personas de plástico, como una belleza-mentira, como una realidad en conserva y alta en azúcares. Con el tiempo la masturbación se volvió prisionera y apurada, hasta el semen me salía sin ganas ni vigor. Hasta que un día, aburrido de la soledad y los intentos frustrados de pescar en los ríos, volví a hacer orgía con los alrededores y sentí otra vez las caricias del pasto y nuevamente mis gemidos fueron otro canto de ave migratoria.