La voz. Ricardo Vivallo

Texto y collage de Ricardo Vivallo.

¿Qué es la vida —en el fondo— sino una larga impaciencia, una incomodidad constante, un incesante devaneo? Desde que abrimos los ojos por la mañana y nos empujamos fuera de la cama, hasta que volvemos de noche, a esa misma cama, y cerramos los ojos para esperar el sueño, no hay un instante de sosiego en el que podamos desentendernos de nosotros mismos, en el que podamos dejar de obedecer a esa despótica voz interior que dirige hasta el más insignificante de nuestros actos. Somos arrastrados por esa voz, al mismo tiempo que nos convencemos de que somos esa voz; y esa voz, muchas veces, se vuelve hostil, habla más de la cuenta, monologa, no se calla. Ahora mismo, por ejemplo. Intento escribir, quiero concentrarme en escribir, pero la voz quiere sacarme a toda costa de aquí, quiere que me levante, que deje el escritorio y salga por ahí a emborracharme. Es sábado, dice la voz, qué haces sentado solo en este departamento miserable escribiendo cosas que a nadie le importan. Sal, dice la voz, en la calle está la verdadera vida, escribir es una pérdida de tiempo. Lo sé, respondo. Lo sé. Basta. Pero la voz insiste, juega sucio, conoce todos mis puntos débiles. Llámala, dice. Escríbele. ¿Quieres pasar otra noche solo? No. Basta. Esta noche me rebelo, me alzo contra la voz. Ya lo dijo Pascal hace más de trescientos años: todas nuestras desgracias provienen de no saber quedarnos solos en nuestro cuarto. No —le digo a la voz—, esta noche no. Me emborracho, pero solo. Me emborracho, pero escribo. Bajo a la botillería y compro varias cervezas que tomo rápido, sentado en mi escritorio, enfrentado al reflejo espectral de mi rostro en la pantalla brillante del computador. No la voy a llamar. No le voy a escribir, le digo a la voz, desafiante, decidido. No saldré, me quedaré aquí toda la noche, solo, tranquilo, escribiendo. Y es que con cada sorbo de cerveza voy ganando confianza en mi mismo, me envalentono. Como tantas otras veces, uso el alcohol como Napalm para vencer a la voz, para incendiarla. Y funciona. No sé si la doblego por completo, pero al menos consigo, momentáneamente, domesticarla. O aturdirla. Tomo una cuarta lata de cerveza y ya la voz no suena tan fuerte, es apenas un murmullo inconexo, ha perdido su ímpetu, se retrae, hasta que milagrosamente termina enmudeciendo. Sí, vencí a la voz, pero ahora lo difícil es mantener el foco en la escritura. La voz  es solo un ruido desarticulado y lejano, ahora, pero la conciencia, por otro lado, empieza a acercarse peligrosamente al embotamiento. Como si más allá de la voz, solo existieran esquivas zonas de vacío, y la conciencia colgara de un hilo o fuera ese hilo o fuera la aguja que se resiste a ser enhebrada por ese hilo. Aún así, aprovecho de escribir mientras duerme la voz. Siempre he creído que de eso se trata. De escribir con la cabeza asomada al otro lado, sin plan, sin premeditación. Escribir sin mapa y ver qué sale, al mismo tiempo que se inventa en el momento una forma. Solo una cosa no es vana: la perfección sensual de instante, dice uno de los aforismos de Gómez Dávila. Y a eso me aboco. Me instalo cabalmente en el instante, liberado ya de las exigencias de la voz, y me preparo para traducir aquí, en este falso papel, las impresiones que van apareciendo, súbitamente liberadas, desde ese más allá de la voz, desde el backstage, digamos, de la conciencia.

+ Ricardo Vivallo (Santiago, 1984) escritor y artista visual, es fundador y editor de Libros Tadeys, sello independiente dedicado a la poesía y la narrativa contemporánea. En 2015 ganó la beca de creación del Fondo del Libro y fue finalista de los Juegos Literarios Gabriela Mistral; en 2016 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de revista Paula y en el XIII concurso Stella Corvalán, género poesía. Publicó el libro Cuaderno de Guayaquil con Saposcat.