La publicación de todo lo que un gran autor dejó inédito es un sueño editorial que, demasiadas veces, es una pesadilla para el susodicho. Pero por suerte los muertos no sueñan y aquellos autores pueden dormir en paz. Somos nosotros, los todavía vivos y banales, los que nos preocupamos de estas cosas. La hermana de Nietzsche, por ejemplo, inventó un libro con los fragmentos que dejó el filósofo tras su muerte, La voluntad de poder. Henri Bergson, el filósofo vitalista francés, prohibió expresamente que se publicara algo más que las obras que él había entregado en vida a la imprenta, sin embargo, quienes lo sobrevivieron se han encargado de encontrar subterfugios para publicar material inédito. Otro ejemplo podría ser el de Derrida, que se mandó todo un ensayo, Espolones, Los estilos de Nietzsche, a partir de este fragmento nietzscheano: “He olvidado mi paraguas”.
El caso del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) es todavía más patético, hasta diría que es más sensacional: ¿habrá imaginado que las cartas que le enviaba a su médico, con descripciones y preguntas sobre su salud, serían de interés público? Lo haya imaginado o no, lo cierto es que son parte de su correspondencia publicada. Entre ellas, hay una carta especialmente decidora sobre el aura que adquieren las palabras solo por el hecho de haber sido escritas por un gran autor. Es una consulta que Kant le mandó a su amigo, el médico Marcus Herz, el 20 de agosto de 1777. En ella le dice que entre las varias molestias que atacan su salud diariamente y que interrumpen su trabajo, quizás él podría ayudarlo con las “obstrucciones” que tiene cada mañana. O sea, Kant estaba estreñido. La “evacuación” es tan “dificultosa” e “insuficiente”, dice, que las feces que quedan adentro y se acumulan deben ser la causa de “una cabeza poco lúcida”. A veces, agrega, la naturaleza lo ayuda con una “evacuación extraordinaria”, pero durante tres semanas ha tenido que recurrir a purgantes. Sin embargo, lo que salió entonces fue “una excreción meramente líquida”. O sea que todo lo sólido —la “impurezas gruesas”— seguía ahí, obstruyendo. Sin contar “la debilitación de las vísceras” que provocan los laxantes, dice el paciente.
En el tiempo de estos problemas de salud, 1777, todavía faltaban cuatro años para que Kant publicara su Crítica de la razón pura, la obra que lo puso en el canon de la filosofía, en la que dice que podemos conocer el mundo porque, en cierta medida, es nuestra mente la que lo construye. Desconozco si en medio de sus constipaciones, y con su cabeza poco lucida, Kant ya estaba pensando en las ideas que revolucionarían la historia del pensamiento. Quizás lo que ocurría es que estaba transitando desde su período precrítico o dogmático, hacia ese otro en el que se le ocurrió que el conocimiento era una construcción de la mente humana y no algo que nos llegaba hecho desde el exterior. Tal vez por eso estaba constreñido, algo nuevo iba a salir, pero se demoraba. Tránsito lento, le llaman ahora.
¿Se puede decir algo sobre estas intrusiones en la intimidad de Kant desde la obra del propio Kant? Quizás ayude una de las enunciaciones del imperativo categórico, ese mandato moral que, según el filósofo, todo ser racional descubre por sí mismo: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”. Quien publica las intimidades de Kant, y quién la lee, ustedes y yo, ¿lo respeta como ser humano, como persona, como fin? O, en cambio, ¿solo lo trata como medio, por ejemplo para ganar dinero o para satisfacer el fisgoneo? Ahora, claro, alguien podría decir que poco le importa a Kant y su dignidad humana que leamos lo que sea sobre él, pues está muerto y, como dijimos arriba, duerme en paz. La moral, el respeto, la dignidad y otras cuestiones demasiado humanas, son asunto de los vivos. Pero todavía podríamos decir algo más, pues Kant nos manda a obrar (“Obra del modo que…”). Y no sé si todavía, pero los médicos más viejos a veces se referían a la defecación, o hacer caca, como “ir a obrar”. Por ejemplo, le preguntaban al paciente, “¿cómo ha estado obrando?” o incluso “¿ha obrado bien?”. Entonces, dejémonos llevar por las palabras y digamos que las obras de un autor son el desecho de su mente, lo que expulsa su cabeza, o sea, una mierda… Si leemos la carta de Kant podemos estar seguros de que es así.
¿Esa es la excusa que necesitamos para fisgonear todo lo escrito por un gran autor? Tal vez no sea la excusa, pero sí el excusado, por seguir con el tópico. Lo que sí, es que no hay estreñimiento que sea excusa (o excusado), o eso eso nos enseña Kant, quien ya en 1771 le había dicho al mismo Marcus Herz: “Creo que si mi estómago va cumpliendo paulatinamente con su deber, tampoco mis dedos dejarán de satisfacer los suyos”. Fue su forma de excusarse por la lentitud con que respondía a las cartas. Lento, pero seguro, podría haberle dicho; o que lo bueno toma su tiempo. ¿Y qué es el tiempo según Kant? Una forma de nuestra sensibilidad, o sea, de nuestra intimidad, de nuestra mente, que junto a otras intimidades obra aquello que llamamos mundo, realidad; tal como hacen los intestinos y otras vísceras, por muy desagradables que nos parezcan sus obras. Por lo demás, recordemos que escatología es, a la vez, el “conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba” y el “uso de expresiones, imágenes y temas soeces relacionados con los excrementos”. Así es que pongamos fin a esta crónica, escatológica, diciendo que quizás esas caminatas que hacía Kant en su natal Könisberg, todos los días a la misma hora y por la misma ruta —que, de tan regulares, le servían a sus vecinos para poner los relojes a la hora—, quizás esas caminatas, digo, le ayudaban en eso que nos hace humanos, desde la ultratumba a los excrementos: obrar.