Por María Pía Escobar
Podría escribir sobre la desconfianza que me provoca una fiesta que comienza gracias a una salsa de papas; podría, también por escrito, reflexionar sobre la existencia en el mercado de la salsa de papas y sobre el hecho de que su nombre identitario sea su naturaleza misma, como si toda persona se llamara persona o todo chocolate envasado, chocolate, sin distinción.
Podría también, siempre por escrito, extenderme sobre lo evidentemente afectado que se verá el generoso y bien cocido pedazo de carne sin hueso y sin grasa con la intromisión del puré aguado -ya no salsa de papas, a esas alturas de mi indignación-.
También podría ahondar, si me siento feliz ese día de escritura, en sendos párrafos descriptivos -ya dije, todo siempre por escrito, debe quedar registro-, en la elegancia de la ardilla, vestida como una anfitriona de circo o de feria de freaks: largos párrafos adulatorios sobre su sombrerito; sobre cómo la ardillita esconde una oreja para dejar otra a la vista, un recurso estético que vale la pena destacar, como lo vale también el swing de su cuerpo gracias a su pie izquierdo, que se inclina suavemente hacia el cielo. O párrafos, al menos cinco párrafos, dedicados a su corbatín, sobrio corbatín más pequeño que su ojo.
Podría también, sin duda alguna, mostrar mi veta cruel y escribir sobre la muy idiota sugerencia de usar la salsa en vez de kétchup, queso o ¡manteca! como si alguna vez el arroz, el mejor de los acompañamientos, fuera molido para ser utilizado sobre un chorizo en vez de mostaza.
Podría, si se quiere continuar con los supuestos, elaborar un sugerente ensayo sobre la imposibilidad de unas papas tan pequeñas o unos espárragos ¿o porotos verdes? tan enclenques.
O ya, llena de ira, podría escribir un largo reclamo, plagado de argumentos ya no emocionales si no lógicos, sobre la irrelevante sugerencia gráfica de servir la salsa con cuchara. En ese reclamo preguntaría: ¿Para qué verter el puré aguado -a estas alturas ya denostaría a la salsa cada vez que fuese posible- sobre una cuchara y de ahí al plato?, ¿no sería más conveniente, si se quiere que la fiesta comience cuanto antes, verter directamente el puré al plato desde la botella?
En fin. Podría escribir todo eso y más.
Pero lo que haré será escribir sobre los cactus sin espinas.
Antes de entrar al asunto del cactus, es necesario que me refiera al origen:
Cando vi el afiche de la salsa de papas, lo que me resultó verdaderamente atractivo fue la palabra Ohio. Como también me atraen las palabras delta, misisippi, dakota o murta. O sopa. O crujiente.
Luego me llamó la atención que hubiese papas de Ohio, y que esas papas fueran muy finas.
Entonces, me embarqué en una investigación que me llevó a lo siguiente:
“La variedad de papas Russet Burbank, crecidas en Ohio, fue descubierta accidentalmente por un brillante horticulturista llamado Luther Burbank”.
Resulta -y escribo esto con los datos ya digeridos- que Luther Burbank (apellido que le da nombre a las papas de la salsa), nacido en 1849 en Massachusetts, modificaba, o seleccionaba naturalmente, o cruzaba para dar nuevas formas o no sé qué ni cómo, pero hacía algo: creaba miles de plantas, entre ellas, las grandes y suaves papas usadas para hacer la salsa de papas -papas que supe, gracias a la investigación, son ahora usadas por Mac Donalds para sus papas fritas, es decir: casi todos, alguna vez, hemos saboreado las mismas papas, mismísimas papas con las que se hizo (o se hace, no sé) la insignificante salsa de papas del afiche.
Pero procedo ahora a escribir lo importante: además de las papas, Luther Burbank, a quien le dicen “el santo de las plantas”, creó un cactus sin espinas.
Es decir: el mismo hombre que creó las papas que dieron origen a la estúpida salsa, salsa que le quitó la esencia de esponjosidad al puré al hacerlo líquido, le quitó al cactus lo que lo hace cactus: las espinas.
Todo para decir que de todas esas coincidencias, de esa nebulosa, del mismo origen, de la misma sangre del maldito Luther, debe haber surgido el humano que creó el café sin cafeína o leche sin lactosa.
Mi temor, y es aquí donde se centra toda la escritura que antecede a esta oración, es que, en poco tiempo, exista y solo exista un tipo de chocolate: el sin cacao.
Para terminar, es necesario que deje registro de las últimas palabras dichas por Luther antes de morir, a los 77 años, de un infarto agudo al miocardio, en California (California, otra palabra de mi agrado):
“No me siento bien”.
Cabe destacar, antes de terminar, que todos los datos, todo lo escrito aquí, se puede corroborar en internet; desde la relación de Luther con los cactus sin espinas (circulan fotos de él en cuclillas junto a su creación), hasta sus últimas palabras. Igual de corroborable que la existencia de la salsa de papas y mi gusto por la palabra Ohio.
Y es aquí donde detengo mi escritura, pues tampoco me siento bien por mis más de ochocientas palabras que, unidas entre sí, crean un sinsentido, como la unión de una salsa de papas con un bistec.