El mapa no funcionaba y al poco andar la luz del teléfono se fue a negro. No había ningún ser humano a quién preguntarle nada. Estaba desorientada como un perro perdido que después de cinco años llega a olfatear algo cercano a su casa. La farmacia donde compré ansiolíticos por primera vez a los doce años. Mientras caminaba las visiones me llevaban a lugares ásperos, recuerdos de lija y chirridos de tenedor en un plato. La luz de pesadilla de la tarde, la película de Tarkovski de cada abril que me decía que debía seguir atenta.
-Mira mi amor, estamos en Buenos Aires.
Dijo en una noche en que dio vueltas su auto verde a toda velocidad por la punta de diamante. Pero yo no era su amor y no estábamos cerca del Obelisco sino en la Plaza Brasil. El primer tránsito por ese lugar que mi inconsciente recordaba tan bien, un triángulo donde me volvía a encontrar con esas camas desechas que me generaban inquietud. Bultos en vez de hombres, como extensión de una ciudad donde los vagabundos se retraen, tan lejos de la exhibición escandalosa de familias completas que viven en la calle en otras partes del mundo.
Llegué otra vez a ese triángulo donde esta vez había un colchón con imágenes de duendes, pudriéndose en un basurero al lado de unos estuches de planos. No hay descanso ni orientación, no hay infancia, y los recuerdos comenzaron a venir como un electroshock: el árbol escuálido que tenía una naranja que nunca se caía, la corrida aterradora desde la plaza de los borrachos para que no me alcanzaran en las mañanas de niebla, el joyero que me regaló Daniela, quebrándose en la tierra al saltar del columpio, la amiga con la pierna quebrada una y otra vez, como la cola de una lagartija que no acaba de salirse cuando ya está creciendo otra, la extremidad ortopédica que encontró Martín en la calle, dando un extraño recibimiento, hasta que acabó en otro basurero, algunas veredas más cerca de la Alameda, queriendo escapar de un dueño al que seguramente le apretaron la correas de cuero.
Por asuntos misteriosos veo después de veinte años a esa amiga tras vivir en Buenos Aires, donde fue atropellada tres veces. Dos en una semana, una vez una moto, dos por un auto.
-¿Y cómo quedaron tus piernas?
-Deformes, pero esto es peor. Mirame los nudillos- Dijo con acento argentino.
Mi cara volvió a ser la de antes, la que se apegaba al vidrio para verla de lejos cuando salía en andas con las piernas quebradas, para subirse a un auto o a una ambulancia.
-Ahora sí que pierde la pierna.
-Mirame los nudillos- Diría veinte años después.
El traumatológico, el Festival de huesos hechos tiza, la imagen de mi abuela cayéndose en cámara lenta de una micro cuando intentaba afirmarla sin fuerzas. Ella de espaldas tras los escalones con esa cartera paraguaya de cuero pálido con dibujos que parecían molduras grecas. El terror de ver su cabeza partida como una sandía. Pero ella no se reventó nada, aunque esas llamadas volvieran loca a mi madre.
-No te asustes, estoy en el Traumatológico. No te asustes, pero la niña se partió la boca. No te asustes pero hizo un escándalo tal que no hay forma de que entre al colegio.
Y mi madre fuera de sí corriendo a tomar un taxi, bajándose y doblándose los tobillos con los tacos, abrazándome y gritando en partes iguales para llevarme a la clínica.
-Mamá, no te asustes, estoy en el Hospital. -Le diría por teléfono en un día de la madre, después de ser internada de urgencia. Y ella como todas las veces llamaría a quién estuviera conmigo para pedirle explicaciones de por qué no me cuidó lo suficiente.
-Soy un monstruo.
Le habría dicho él abiertamente si nos hubiésemos conocido años antes, y no me habría paseado por esa esquina del colchón de duendes y la farmacia vieja, el joyero quebrado y las piernas de Daniela haciendo un mismo polvo blanco en el piso.
Podría gritar: ¡Mamá!, ¡Mamá!
Como en esos llamados escandalosos donde me había pasado algo malo, y el taxi del sueño de mi madre que no viene nunca porque nadie lo espera, pasaría de largo, cicatrizándole los tobillos por fin y dejándome en un espacio donde soy la que no cae, o si cae aprende a poner las manos, como mi rodilla que tocó el suelo, pero no aportó al asfalto, la noche en que me bajé del auto del psicoanalista.