Por María Pía Escobar.
Aunque la chupada del dedo índice parezca el núcleo de la escena, lo principal se encuentra en la cabeza de la señora de rojo, la que se chupa el dedo (más que una chupada, ya se verá, es una metida de dedo).
El protagonista de la foto es, sin ir más lejos, el bucle delantero, blanco como la leche, que se ubica a la izquierda del espectador, sobre el ojo más abierto de la señora de rojo o, si se quiere, sobre el arco de su inexistente ceja.
Es necesario, para comenzar la cruzada, develar al mayor distractor del bucle o, dicho de otra forma, derribar a su enemigo: la metida del dedo en la boca.
Para ello, advirtamos lo siguiente:
La escena es una foto; es decir, los movimientos están detenidos.
Aunque esta consideración parezca irrelevante y obvia, es fundamental: a pesar de que el dedo presuma protagonismo, es un movimiento más dentro de los millones que ocurren en la foto.
Pero acontece en esta foto una injusticia común: para el público, el movimiento de una ola que revienta contra una roca predomina sobre el movimiento de un bloque de manjar que emerge y chorrea desde la punta de un cuchuflí. Un manjar que, aunque caiga con la elegancia y firmeza de una lava ardiente, será siempre opacado por la rapidez de la ola.
Pongámoslo así: en esta foto, la metida del dedo en la boca es la ola y el bucle el manjar.
Pero si se va más allá, si se ahonda en la naturaleza del bucle, si se plantea una competencia, su movimiento predomina por sobre el movimiento del dedo: como se dejó entrever, lo que se observa en la foto no es una chupada. Chupar supone una acción que no es palpable en la foto; por lo tanto, queda en el mundo de los supuestos. Lo concreto es la metida de un dedo a una boca. Posiblemente, con una lengua que lo envuelve, nada más. Asumir lamidas o succiones sería ahondar en conjeturas.
Todo admirador de lo tangible, como quien habla, afirmará que el movimiento más hermoso que se observa en la foto radica en el bucle que, incluso detenido, proyecta una perpetua traslación: se enrosca y seguirá haciéndolo, poco a poco en sí mismo, un movimiento infinito: uróboros.
Nada más que decir sobre la victoria del bucle sobre el dedo en la boca.
Pero si lo anterior no fuese suficiente como demostración de la importancia del bucle, se disponen dos argumentos irrefutables:
1. El bucle, forma y fondo
La escena es un concurso de postres. Las tres mujeres: la portadora –más no solo gestora– del bucle, la que mira el browni cubierto de nueces y, finalmente, la que está al fondo que no se ve del todo cómoda pero que de todas formas sostiene con firmeza algo en cada mano, se encuentran en plena deliberación sobre las materias en concurso.
La primera mujer, prueba; la segunda, observa y la tercera, toca: nuevamente el bucle parte de la acción protagónica; ya no sólo enroscándose en sí mismo: al bucle, en un tiempo razonable, llegarán las materias dulces por la vasta red de capilares que lo sostienen.
El bucle es parte de un goce físico.
2. El bucle fuera del contexto de Parr
Si se recorta al bucle, como imagen, si se lo traslada a un papel blanco, o a otra escena; al Amazonas, por ejemplo, sobre un tronco húmedo al lado de un mono tití, o donde se quiera, ocurre algo majestuoso: su naturaleza de pelo se pierde para encarnar la de un postre –que es el meollo de la foto, porque la foto habla no solo de infinitos, también de postres.
Si se traslada el bucle, entonces, a un escenario ajeno a su origen –la cabeza– aparece un merenguito, crujiente y clásico postre que se prepara con claras de huevos, azúcar y persistencia.
¡El bucle como postre infinito que se devora a sí mismo!
Palabras clave: trascendencia del soporte / bucle ad eternum/ transgresión del yo del bucle / máscaras bucleanianas.
—