El niño y su figura. Martín Tugas

No sé qué nombre habrá tenido su personaje, seguro uno especial. Propio, único de cierta forma. Digamos que el personaje se animaba y caminaba a su lado pese a que lo estaban cargando. Una silla normal se hacía muy alta. Se arrimaba como escalando y una vez encima, de liviano, la silla ni se enteraba. Los relatores hablaban de sí mismos. Conversaban como compitiendo. En el pasto, la pelota giraba acelerada y daba botes. Le propinaban una feroz golpiza y se le veía contenta. Un estreno de este tipo en todos los canales del mundo tenía un atractivo innegable. La pelota estaba enterada, lo sabía perfectamente y cada golpe era un goce. Sin poner ninguna atención en lo que nos tenía absortos. Un niño se equilibraba en el travesaño de otra cancha.

A regañadientes y solo para contextualizar, diré que andaba con un peluche. Pero no era eso, no es el caso. Era un personaje y los vi conversando. Telepáticamente. Al niño lo llamaré Niño y al personaje lo llamaré Figura. El Figura era un perro orejón de metabolismo ralentizado. El Niño era un marciano que me recordó a mí mismo. Acurrucado en la silla plástica abrazaba al Figura y miraba hacia todos lados. Curioso y ajeno. Me dio la impresión de que nada era comprensible, nada era sensato. A las once de la mañana los adultos estamos bebiendo cosas amargas y tirando humo por la boca. Además, mirábamos una pantalla donde nada importante pasaba. ¿Cómo se inventa un juego? ¿En qué minuto la tontera se vuelve divertida? ¿En qué momento los bares se convierten en el mejor lugar para compartir con la gente? ¿Qué piensa un niño introvertido al ver nuestros hábitos? Los aprende. Los repudia. Nos admira o nos detesta.

El Figura le susurra tantas cosas al Niño. Yo los miro hasta escucharlos. Oímos concentrados al Figura contar la historia de una brújula y un charango. Debatimos un rato y concordamos que era indispensable mirar al escarabajo que nos estaba saludando. Correspondimos sus saludos sacándonos diez veces el sombrero. De vez en cuando alguien metía un gol. Miraba la pantalla que a esas alturas era una ventana y veía las repeticiones. Qué lástima, al parecer cada uno de los presentes tenía un pariente en los balcanes. O una prima en Mozambique si fuera el caso. Fracaso. Fraternidad. Concentrémonos en lo importante, afuera del estadio hay unos árboles rosados.

El relator dijo que en el equipo francés había solo dos de pura sangre. Carcuro suena a canguro. Yo a él lo guardaría en una bolsa y la anudaría firme hasta la asfixia. Quizás en otro hemisferio hay quien juega con un personaje australiano. Mi hermano tuvo un koala que se llamaba Coala, un perro que se llamaba Pepino y un oso que se llamaba Carlos. El Pepino era un perro veloz. Y el Figura es claramente un perro que no corre. Lo suyo es el hablar con ingenio. Cuando con el Niño nos miramos, nos quedamos quietos. Cada cual se miraba con sorpresa. Su padre le trajo un sándwich y prácticamente lo arrojó en su boca. El padre no lo vio, pero el Niño lo escupió todo y le dio el pan a un perro de carne.

Los ojos del Niño eran tan tristes. Nuestras miradas daban pena mientras se alejaban. El Figura siguió conversando en su particular estilo y llegó el punto en que solo ellos se entendían. El partido terminó y nadie hablaba conmigo. Nuestra patria momentánea perdió dignamente. Ganó la fraternidad. Fui a pagar la cuenta. De reojo vi a un niño jugando con una figura de tela. Y pensé en el tiempo.

+ Martín Tugas. Santiago, 1983. Estudió en Valparaíso, ex Marino Mercante y librero, dueño del Café San Isidro.
+ Imagen: “Perro semihundido” de Goya