- Un cartel hecho de hierro recibía a los prisioneros que llegaban a los campos de concentración y exterminio nazis, entre ellos Auschwitz: “El trabajo hace libre”, decía. Leyendo me he enterado que muchas empresas alemanas, hasta hoy en funciones, usaron esa mano de obra esclava para hacer sus productos; quizás ese impersonal “el trabajo hace libre” (impersonal porque no dice a quién) se refería a los capitalistas. Eran… son empresas como BMW, Shell, Agfa, Telefunken y Siemens, según se lee en El orden del día, de Éric Vuillard; incluso una de ellas tenía la desfachatez de incluir a Auschwitz en su organigrama: IG Auschwitz, parte de IG Farben.
- Un colega que leyó Monte maravilla, la novela de Miguel Lafferte sobre ese edén de la laboriosidad —y de la tortura y la pedofilia— que era Colonia Dignidad, me contó que el libro consigna un dato real: que la dirección en Santiago del “enclave alemán” era la del Diego Portales, el edificio que usó la dictadura de Pinochet como sede de gobierno; otra desfachatez.
- Cuando Hitler llegó al poder, o un poco antes, se reunió con los grandes capitales alemanes (Bayer, Opel, Allianz) y estos lo aplaudieron. En Chile, gente como Horst Paulmann, dueño de Cencosud, felicitó a los brasileños por tener a un presidente como Jair Bolsonaro. En Estados Unidos, Lloyd Blankfein, exgerente de Goldman Sachs, uno de los gigantes financieros responsables de la crisis de 2008, dijo: “Quizás me sería más difícil votar por Bernie que por Trump”.
- Aquel axioma —el trabajo hace libre— suena a calvinismo, al trabajo como signo de gracia, cuya versión secular llamamos meritocracia. Según la Wikipedia, en algunos campos de concentración se le agregó al mensaje unas palabras de Heinrich Himmler: “Hay un camino a la libertad. ¡Sus pilares son obediencia, laboriosidad, felicidad, orden, sobriedad, veracidad, sacrificio y amor a la patria!”. La misma Wikipedia informa que la frase es intencionadamente ambigua, incluso burlona, porque no solo dice que el trabajo libera a las víctimas, sino que lo hace el exterminio; incluso, se me ocurre, podríamos imaginar que los nazis estaban pensando en ellos mismos “liberándose” de los judíos y otros pueblos.
- Vuelvo al calvinismo, al “espíritu del capitalismo”, ese dogma según el cual la riqueza y la pobreza son, respectivamente, señas de la salvación y condena divinas; o sea, una justificación teológica de la explotación —pobreza, colonialismo, esclavitud— sobre la que se fundó el capitalismo. Sea que Dios nos asigne un destino, sea que ese destino nos lo forjemos (supuestamente) nosotros, la conclusión es la misma: los ricos son buenos, los pobres son malos; los ricos son laboriosos, los pobres, flojos.
- El trabajo, según una conocida etimología, es tripalium, una máquina de tortura confeccionada con “tres palos”. Desde el génesis el trabajo es un castigo, y por eso el comunismo es la paradisíaca promesa de un mundo sin trabajo, sin la sujeción a un capitalista —que se enriquece a costa nuestra—, y de la que depende nuestra subsistencia.
- Hace algunos días, en Chile, el meritocrático Juan Manuel Santa Cruz, director del Servicio Nacional de Capacitación y Empleo, anunció subsidios para que las empresas contraten a viejos (esos jubilados sin júbilo) porque ellos trabajan “por gusto”. Ya sabemos que antes del 18 octubre otro meritócrata, Juan Andrés Fontaine, nos mandó a levantarnos más temprano. Y otro esforzado, el exministro del Trabajo, Nicolás Monckeberg, nos advirtió que, con una jornada laboral de cuarenta horas a la semana, la selección chilena de fútbol masculino no podría haber jugado la Copa América que ganó en 2015. La flojera no paga. Nada es gratis. La política migratorio del gobierno de Piñera favorece el ingreso de extranjeros que aporten con su laboriosidad al enriquecimiento de “Chile”, o sea, aceptamos en Chile a aquellos que valgan como recurso humano: “aquellos extranjeros que deseen emprender y trabajar en nuestro país y que cuenten con un postgrado en alguna de las mejores universidades del mundo” y “aquellos extranjeros que obtengan postgrados en universidades chilenas acreditadas y que deseen emprender y trabajar en nuestro país”. No queremos flojos.
- En la Holanda del siglo XVII, en los albores del capitalismo, donde florecía la riqueza de algunos gracias al comercio de cereales y otros frutos y mercancías (producidos por esclavos y otros explotados en las colonias y en la propia Europa), había un lugar al que se enviaba a los inadaptados —criminales— que no querían trabajar: la Rasphuis. Según cuenta Philip Blom en El motín de la naturaleza, era una prisión diseñada para reformar o corregir a los flojos que no se ganaban la vida honradamente: se los hacía trabajar, se les pagaba según su productividad, sufrían castigos físicos, se podía comprar una entrada para observar el espectáculo, y si alguno de los antisociales aún no quería trabajar, pues bien, se los mandaba a una celda de ahogamiento que iba llenándose de agua lentamente. Había, sin embargo, una bomba, de modo que si el preso se mantenía bombeando el agua podía salvarse de morir. Se trabaja por gusto… o por susto; pero se trabaja: el trabajo hace libre.
- Todo lo anterior fue escrito antes de que la pandemia de Covid-19 tocara Chile. Ayer, la Dirección del Trabajo resolvió que, frente a medidas como una cuarentena o un cordón sanitario, decretadas por la autoridad, “se exonera” al empleado de “otorgar el trabajo convenido” y al empleador de “pagar la remuneración”. Te guste o no. O el trabajo o la salud, podría decir el cartel.
+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio. Acaba de publicar el libro de entrevistas Descartes periódicos (La Pollera).
+Imagen: Philip Guston, Moon, 1979 (Moma)