La Sagrada Familia: Ecce Homo. Juan Rodríguez M

Los troncos se alzaban rectos, innumerables cual haces de columnistas góticas.

Émile Zola, Therese Raquin.

Tengo un culto por los árboles y habría podido adorar los baobabs gigantes del África que se elevan inmensos sobra las raíces que caen de sus ramas, raíces rígidas y robustas como columnas de catedral.

Lily Íñiguez, Páginas de un diario.

Alguien le había asegurado: «Es como mirar la Creación», pero también eso eran sólo palabras.

Julian Barnes, Mirando al sol.

 

No soy creyente, y tal vez estoy peleando contra molinos; pero, bueno, qué otra cosa es escribir palabras. Ya verán a qué me refiero.

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En mi primer y hasta ahora único viaje a España conocí la Sagrada Familia, la basílica que imaginó y comenzó a realizar Gaudí en Barcelona, y que, si los anuncios se cumplen, estará terminada en 2026. Cuando esté lista serán diechiocho torres: doce que representan a los apóstoles, cuatro a los evangelistas y los evangelios, una a María y, la más alta, de 172,5 metros, a Jesús. Mientras la terminan podemos maravillarnos con las primeras doce torres, con las tres fachadas —que representan los tres momentos clave en la vida de Jesús: su nacimiento, la pasión, muerte y resurrección, y la gloria— y con el interior de “columnas arborescentes”, tragaluces y coloridas vidrieras que configuran un bosque con sus troncos, copas, colores y la luz que se filtra entre estas —cálida al amanecer, fría al atardecer. (Ese bosque todavía recuerda el estilo gótico que en un principio pensó Gaudí para el templo: “La intimidad con la amplitud es la del bosque, que será el interior del templo de la Sagrada Familia”, dijo el arquitecto.)

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La Sagrada Familia es una glorificación de Dios, del mensaje cristiano y de la creación. “El templo, en su conjunto, además de la utilidad de celebrar el culto divino, representará plásticamente las verdades de la religión y la glorificación de Dios y de sus Santos”, explicó Gaudí. Una glorificación de Dios y de la naturaleza, hay que agregar: la apariencia barroca del exterior, recargada incluso, que a primera vista parece una anarquía de protuberancias —y que, debo decirlo, me recuerdan el castillo de Gray Skull— se convierte en una realidad de detalles bíblicos, y naturales: tortugas, lagartijas y hasta canastos con frutas, entre lo que alcanzo a recordar (todo tan árabe, por lo demás, según descubrí luego al conocer la arquitectura y arte mudéjar en Andalucía); y lo ya dicho, el bosque de columnas-árbol que, además de troncos y copas, incluye ramas y nudos. Una naturaleza, en fin, que no solo está presente como adorno o mera imitación, sino que cumple funciones estructurales, entrega soluciones formales a la arquitectura. La Sagrada Familia es una geometría natural. Una maravilla, sin duda.

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La Sagrada Familia es la Biblia, pensé. Este hombre hizo una Biblia en versión edificio. Pero también, como dije, es el mundo, es la naturaleza; hay algo de panteista en esto. Es como la Ética de Spinoza, con la geometría y todo, es un intento de condensar el mundo en una obra (escrita, en el caso del filósofo; arquitectónica, en el de Gaudí). La Sagrada Familia es Dios y sus atributos: “Por Dios entiendo el ser absolutamente infinito, es decir, la sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa un esencia eterna e infinita”, escribe Spinoza en la sexta definición la Ética. Y luego, en la proposición quince: “Todo lo que es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni ser concebido”. Pero claro, Gaudí era teísta sin lugar a dudas, así es que estas son ideas, concepciones mías; palabras. En cualquier caso, me pregunté —y aquí vienen los molinos o la pelea contra ellos—, me pregunté, digo: ¿alguien que no cree en Dios (yo, por ejemplo) puede, no digamos imaginar y realizar algo como la Sagrada Familia, sino que verlo y maravillarse?, ¿verlo y maravillarse como supongo puede hacerlo un creyente?

Se decía que las grandes catedrales góticas de Europa tenían el poder de convertir por su simple presencia. La cuestión no era que impresionaran a los campesinos: mentes refinadas también se habían dicho: Si existe algo tan bello como esto, ¿cómo es posible que la idea que las impulsó no sea verdadera? Una catedral vale tanto como cien teólogos capaces de comprobar la existencia de Dios a través de la lógica. La mente desea alcanzar alguna certeza, y tal vez desea más una certeza que la derrumbre. (Mirando al sol, Julian Barnes)

Aunque no sea una catedral, imagino que se puede contar a la Sagrada Familia entre los edificios capaces de convertir por su simple presencia. A mí no me pasó, y quizás por eso valga más la pregunta que me hice —¿un ateo puede comprender y maravillarse con ella? O tal vez vale menos, porque no tiene respuesta, salvo que pueda salir de mi mente, introducirme en la de un creyente maravillado por la basílica, y comparar lo que pasa en una y otra conciencia. A la espera de que eso sea posible, vaya mi ocurrencia: ser creyente no hace diferencia, porque la Sagrada Familia es una obra humana. Es una maravilla frente a la cual se puede hacer como el joven Goethe, según cuenta Rüdiger Safranski en su biografía del poeta alemán, La vida como obra de arte: Goethe, sin tener el entusiasmo por la religión y los evangelios que sí tenía su amigo Langer, tuvo la siguiente reacción cuando este quiso iniciarlo en los evangelios: “Respondí a su inclinación con la mayor gratitud [y estuve dispuesto] a llamar divino lo que a partir de entonces he apreciado de manera humana”.

Divino, entonces, pero con ojos humanos, animales. No sé si entiendo la intención de Goethe, pero la tomo para decir que se puede apreciar humanamente algo “divino”, o sea, sin tener que haber sido tocado por alguna gracia. No hace falta Dios, basta con ser humano.

Kant había dicho que el hombre, en presencia de lo sublime, se hace consciente de su pequeñez y aprende a ser humilde. Pero basta con un pequeño giro para que se muestre que uno mismo es grande, por ejemplo, cuando nos esclarece que solo la fuerza creadora del hombre produce tal grandeza. A la grandeza humana como fuerza creadora, el joven Goethe, y con él su época, le da el nombre de genio. En el genio la humnanidad llega a su verdadera altura. En él se conjugan porfía y audacia. (Safranski)

Gaudí fue un genio: él decidió, por ejemplo, no superar con su basílica los 173 metros de altura que tiene Montjuïc, la colina más alta de Barcelona, porque —dijo— la obra humana no puede superar a la de Dios. ¿Pero acaso no la supera con ese gesto, con esa decisión? ¿No es eso ponerse por sobre Dios, elegir por sobre él? ¿No es eso ser más que Dios, o tal vez menos, o ni más ni menos, sino solo humano, de aquí?, pues, ¿qué más podemos ser, y qué menos?

Humano, demasiado humano, dijo Nietzsche, el mismo que avisó que Dios ha muerto.

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La Sagrada Familia es obra de Gaudí —y de aquellos que trabajaron con él y de quienes tomaron la posta. La Sagrada Familia es una obra humana. Y yo, que también soy humano puedo maravillarme con ella, esa es mi grandeza y mi humildad; es mi humanidad. Puedo apreciar algo sublime y hasta llamarlo divino… de manera humana. Y eso que me maravilla no dejará de ser algo grandioso porque no me haya convertido. No es necesario que lo haga, es más: ¿qué tal si es un creyente el que se pregunta si es necesario creer para maravillarse? Espero que se lo pregunte, pues eso revelaría lo grandiosa que es la Sagrada Familia: la obra del hombre, la de Gaudí, sería, entonces, una fuente de incertidumbre. O, parafraseando a Barnes: ¿la Sagrada Familia es una pregunta? Y si lo es, ¿cuál es la respuesta? O quizás sea una respuesta, y entonces, ¿cuál es la pregunta?

La Sagrada Familia es Dios, es la Biblia, es la naturaleza; es la Creación. La Sagrada Familia nos dice Ecce Homo: este es el ser humano.

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Mientras escribía y le daba vueltas a este texto, me topé con los dos ensayos de Tzvetan Todorov reunidos en ¡El arte o la vida! En el segundo —“Arte y moral”— se habla de la “obligación que experimenta el artista de amar el mundo para poder crear el mundo”. Por supuesto pensé en Gaudí: ¿la Sagrada Familia es eso, es amor al mundo (incluso si en vez de mundo decimos Dios, belleza, verdad, bien, incluso vacío y, por qué no, política)? “Acostarse al lado de los leprosos —dice Rilke, citado por Todorov—, compartir con ellos el calor del propio cuerpo, hasta el calor de las noches de amor: es necesario que ello tenga lugar algún día en la existencia de un artista, como una victoria sobre sí mismo, que lo conduzca a una beatitud de un género nuevo”.

¿De qué genero es esa beatitud de artista? ¿También es conducida hacia ella quien contempla el arte? ¿Es la beatitud del creyente, de Gaudí? ¿Y qué es la creencia? ¿Es fidelidad a Dios? ¿Y por qué no fidelidad a la tierra? Si Dios ha muerto, ¿no será esa la beatitud de un género nuevo?, ¿el amor al mundo? ¿La obligación de amarlo? ¿El peso más grande del que hablara Nietzche? ¿Ese peso que imaginó como prueba de fidelidad a la tierra? Este peso:

¿Qué te sucedería si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más solitaria soledad y te dijera: «Esta vida, así como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e innumerables veces más; y nada nuevo habrá allí, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tendrá que regresar a ti, y todo en la misma serie y sucesión —e igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia será dado vuelta una y otra vez —¡y tú con él, polvillo del polvo!»?

¿No te arrojarías al suelo y rechinarías los dientes y maldecirías al demonio que así te habla? ¿O has tenido la vivencia alguna vez de un instante terrible en el que responderías: «¡Eres un Dios y nunca escuché nada más divino!»? Si aquel pensamiento llegara a tener poder sobre ti, así como eres, te transformaría y tal vez te trituraría; frente a todo y en cada caso, la pregunta: «¿quieres esto una vez más e innumerables veces más?», ¡recaería sobre tu acción como el peso más grande! ¿O de qué forma tendrías que llegar a ser bueno contigo mismo y con la vida, como para no anhelar nada más sino esta última y eterna confirmación y sello?

En la Sagrada Familia, creo, está recreado lo indeciblemente pequeño y grande, la araña, la luz entre los árboles; cada placer y cada dolor; el nacimiento, la pasión, muerte y resurrección, y la gloria. La Sagrada Familia es génesis y apocalipsis, es la vida que se repite y se contempla. Y entonces, les pregunto: ¿Ecce Homo?

24 de febrero de 2017, corregido el 24 de junio de 2018.

+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio.