El amor (no) nos salvará: “Serotonina” de Michel Houellebecq. Juan Rodríguez

Antes que los otros, el infierno es uno mismo (el infierno soy yo) o ese otro que también soy yo; ese resto que me juzga, que me dice que en vez de haber hecho esto pude hacer esto otro. Ese otro-yo que te aísla, te atomiza y entonces ves un problema en lo que podría ser la solución, o al menos una compañía: los otros, el mundo. ¿Qué hacer?, la pregunta de Lenin sobre los caminos que debe seguir un partido revolucionario, también puede ser una pregunta personal: qué hacer conmigo. Esta perorata casi o del todo de autoayuda viene al caso por Serotonina, la novela más reciente de ese pesimista, decadentista y nihilista que es Michel Houellebecq (algunos dirán que es “realista”), autor de una obra que puede describirse como existencialismo sucio, misántropo, cuando no antihumanista.

Serotonina la protagoniza un cuarentón —Florent-Claude Labrouste— que va camino al medio siglo, y que nos cuenta su vida reciente, más o menos los últimos veinte o veinticinco años, hasta el presente que lo tiene sumido en el desencanto. En realidad no el desencanto, porque encantado no estuvo nunca, pero sí la desesperanza devenida desesperación, o el aburrimiento devenido aborrecimiento, vacuidad y vacío; si me permiten el juego de palabras. Es un presente de pastillas e impotencia sexual: en la primera página de la novela (al menos en la edición de Anagrama), en apenas dieciocho líneas pasan café (cafeína), dos o tres cigarrillo (nicotina) y “un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible”, Captorix, un antidepresivo que aumenta la producción de serotonina, apuntala al protagonista y también lo quita de la vida sexual: “Tengo cuarenta y seis años, me llamo Florent-Claude Labrouste y detesto mi nombre de pila, creo que procede de dos miembros de mi familia a los que mi padre y madre, cada uno por su lado, querían honrar; y es lamentable porque, por lo demás, no tengo nada que reprochar a mis padres, fueron excelentes en todos los sentidos, hicieron todo lo posible para darme las armas necesarias en la lucha por la vida, y si al final he fracasado, si mi vida termina en la tristeza y el sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada serie de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar —y que incluso constituyen, a decir verdad, el objeto de este libro—…”, anuncia este burgués de excelente pasar, exejecutivo de una trasnacional y exburócrata del estado francés y la Unión Europea, que puede renunciar a todo y vivir de sus ahorros.  

¿Qué le pasó a Florent? Le pasó que desaprovechó o arruinó sus posibilidades amorosas, especialmente con Camille, algo así como el amor de su vida; sus posibilidades de tener una felicidad estándar (matrimonio, hijos, casa). ¿Eso es todo? No, no parece serlo. No basta para tanta queja. Más bien la impresión es que a Florent le pasó la vida, el problema es que nació, y ya nacido, y luego de ese paréntesis de felicidad, hormonas o algo así que es la juventud, lo mejor que le puede pasar es morir. Eso es lo que espera. El amor es solo una especie de paraíso perdido (o sea una mentira) que podría haber hecho soportable una vida que ya era una mierda (al menos en la mente del narrador). Lo que decae a través de Florent es Francia, Europa, Occidente… porque Francia es Europa y Europa es Occidente: una modernidad híper liberal que corroe todo, que se consume a sí misma, y de la que incluso un ganador como Florent se queja. Se queja de lleno, se entiende, porque le importan poco los verdaderos perdedores de este mundo, esos que ahora se llaman “precariado”; o si le importan es en la medida en que le recuerdan su fracaso como macho de esa especie animal que llamamos ser humano. “Así pues —reconoce—, estaba en el estadio en que el animal envejecido, magullado y sintiéndose mortalmente herido busca una guarida donde terminar su vida. Las necesidades de mobiliario son entonces limitadas: una cama basta, sabes que ya apenas vas a abandonarla; no hacen falta mesas, sofás ni butacas, serían accesorios inútiles, resurgencias superfluas y hasta dolorosas, de una vida social que ya no tendrá lugar. Un televisor es necesario, la televisión divierte”.

Florent ve la vida en códigos animales u orgánicos, o como lo que un ser humano cree que es la vida animal: lucha y sobrevivencia del más fuerte. Por eso se describe como un animal envejecido. Y entonces hay que concluir que su trance (y el de Occidente) es un asunto natural: todo lo que nace y crece ha de morir; los individuos decaen, las culturas también. Etcétera. Es el organicismo típico de todo decadente, desde Oswald Spengler y su reaccionario ensayo La decadencia de Occidente, publicado en dos volúmenes entre 1918 y 1923, hasta Michel Onfray y Decadencia. Vida y muerte del judeo cristianismo, de 2018; “constato —escribe Onfray—, como haría un médico, una descamación o una fractura, un infarto o un cáncer. La civilización judeocristiana europea se encuentra en fase terminal”… Dejemos de lado el hecho de que el juicio “la vida decae”, aplicado a una sociedad, dependerá de lo que cada individuo entienda por vida sana; también obviemos que los hundimientos colectivos, y todos los cambios de época, que tanto asustan, son tales solo cuando los vemos en retrospectiva, puesto que en ese día a día que es el presente la mayoría simplemente vivimos (excelentemente, bien, mal o pésimo) sin que la megalomanía nos dé para creer que justo los años de nuestras vidas marcan algo en la Historia, con mayúscula. (Alguien, por ejemplo, querría ver en el incendio de Notre Dame un signo de los tiempos, en vez de un incendio.) Quién sabe si decaemos, y si es así, qué importa: las vidas siguen con o sin nosotros.

Claro que el protagonista de Serotonina está lejos de la rotundidad de Onfray o de Spengler, además a diferencia de estos tiene humor, incluso para reírse de sí mismo. Hace juicios sobre el mundo y el resto, cómo no —quién no los hace—, pero su primera y última preocupación es el mismo; encontrar, por ejemplo, hoteles donde todavía esté permitido fumar. Y a pesar de eso se presenta menos como un yo que como una serie de circunstancias, lo que le da otra vuelta a la obsesión que tiene con su nombre: “No es difícil cambiar el nombre de pila […] mi segundo nombre, Pierre, se correspondía perfectamente con la imagen de firmeza y virilidad que me habría gustado transmitir al mundo. Pero no hice nada, seguí dejando que me llamaran por ese nombre repulsivo de Florent-Claude, lo máximo que conseguí de algunas mujeres […] fue que se limitaran a llamarme Florent, de la sociedad en general no he conseguido nada, en este sentido, como en casi todo los demás, me he dejado llevar por las circunstancias, he dado prueba de mi incapacidad para gobernar mi propia vida, la virilidad que parecía desprenderse de mi cara de aristas francas, de mis rasgos cincelados, no era más que una engañifa, una estafa pura y dura de la que, en verdad, yo no era responsable”.

O sea, Florent quiere ser otro, le habría gustado ser feliz, pero no puede, o le da lata; o cree que él es alguien o algo que no es y todas las variantes posibles de ese conflicto identitario que es el de todos y que no da para escupir al mundo, salvo que imaginemos que el mundo soy yo (el yo de cada uno de ustedes). La de Florent es una historia que se puede presentar con las siguientes palabras de Mario Bellatin, en Los libros del agrimensor: “Alguien trata de describir el fantasma que siempre lleva consigo”. Sin embargo, no todo es yo en Serotonina. Lo es desde la perspectiva de Florent, pero incluso en esa visión de túnel logramos observar las circunstancias más allá de él: pequeñas vidas dominadas por las deudas y una economía global que los arrasa. Y entonces, desde este fin del mundo que es Chile, cómo no pensar en los franceses chalecos amarillos, en el avance del ultraderechista Frente Nacional —también de Francia— en territorios que antes votaban a la izquierda, y en general en los descontentos europeos que no quieren saber nada de la Unión Europea, ese leviatán más monetario y tecnócrata que político, que incluso estranguló y dejó caer a Grecia, el país que la misma Europa reconoce como su cuna. También podríamos hablar de Estados Unidos y América Latina, pero aquí el asunto es Europa, Francia, Florent.

No sería extraño que Florent, quien —repito— está lejos de ser un marginado, votara al Frente Nacional: no por convicción, quizás de aburrido, para que pase algo, o en todo caso porque sí. En su novela anterior —Sumisión—, Houellebecq imagina a Francia convertida en una república islámica, un tránsito que se hace sin trauma, sin escándalo, que es pausado, lejos de cualquier cataclismo o gran Historia. Un cambio cómodo, incluso, porque los seres humanos al parecer buscamos seguridad, tranquilidad; si la tenemos o se nos promete —con o sin amor, con o sin sexo, con o sin democracia— nos acostumbramos. Y qué importa el mundo. (Creo que fue Lev Shestov —un filósofo ruso, cristiano, existencialista, irracionalista, que pregonaba el camino propio, solitario— quien dijo que poco le importaba el mundo mientras pudiera tomar su taza de café o de leche; o quizás la idea la sacó de Dostoievski, no lo recuerdo.) “En realidad —reflexiona el protagonista de Serotonina cerca del final—, Dios se ocupa de nosotros, piensa en nosotros a cada instante y nos da instrucciones a veces muy concretas. Esos arrebatos de amor que nos embargan el pecho hasta cortarnos la respiración, esas iluminaciones, esos éxtasis, inexplicables si se considera nuestra naturaleza biológica, nuestra condición se simples primates, son signos extremadamente claros”. Dios es amor, el amor es la milagrosa humanidad de nuestra animalidad, Dios son los otros, ¿esa es la fe perdida de este hombre que espera morir? O quizás Dios es el fantasma que llevas contigo. No sé.

Florent-Claude Labrouste —ese animal viejo, encerrado en sí mismo, que no ama, salvo quizás sus recuerdos amorosos y la idea que tiene de Dios— se acostumbra a su desesperanza… “en medio de la desaparición de la libido occidental, las chicas jóvenes, obedeciendo, me figuro, a un irreprimible impulso hormonal, seguían recordando al hombre la necesidad de reproducir la especie, objetivamente no se les podía censurar, cruzaban las piernas en el momento oportuno cuando estaban sentadas a una mesa en O’Jules, a algunos metros de mí, incluso a veces se entregaban a deliciosos melindres como chuparse los dedos cuando degustaban un cucurucho de pistacho y vainilla, total, cumplían más que honradamente su trabajo de erotizar la vida, estaban allí pero era yo el que ya no estaba, ni para ellas ni para nadie, y no tenía pensado volver a estar”.

¿Es ese el infierno?

 

+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio.