Imaginemos que es cierto ese cuento segĂşn el cual la intimidad es una invenciĂłn moderna. El hombre moderno, dicen, frente al mundo y los poderes externos, habrĂa generado una esfera propia —Ăntima—, protegida del Estado y otros poderes, en la que le es permitido todo, siempre y cuando no afecte a otras intimidades.
En el siglo XVII, tras dudar del mundo, de su cuerpo y hasta de las verdades matemáticas, Descartes dijo “pienso, luego existo” (o “pienso, luego soy”), y se atrincherĂł en esa certeza: “Pero enseguida advertà —cuenta— que mientras de este modo [dudando] querĂa pensar que todo era falso, era necesario que yo, quien lo pensaba, fuese algo. Y notando que esta verdad: yo pienso, por lo tanto soy, era tan firme y cierta, que no podĂan quebrantarla ni las más extravagantes suposiciones de los escĂ©pticos, juzguĂ© que podĂa admitirla, sin escrĂşpulo, como el primer principio de la filosofĂa que estaba buscando”. Dos siglos despuĂ©s, Schopenhauer dijo que el mundo era mi representaciĂłn. Sin embargo  no es necesario elevarse a las altas nubes de la metafĂsica y el solipsismo para hablar de intimidad, pues toda la polĂtica liberal, o sea, toda la polĂtica moderna, se sustenta en la idea de la libertad individual, que no es otra cosa que el resguardo de la intimidad: “No se puede legislar sobre las conciencias”, dijo alguien.
Pero suele ocurrir en los asuntos humanos que el despliegue de un principio o de una lĂłgica concluye en su contradicciĂłn. Por ejemplo, la antigua idea de que todo tiene una causa nos lleva a postular una causa primera que, para ser primera, no debe tener causa. O sea, la causalidad no tiene causa. Algo similar ocurre con la moderna pasiĂłn por la intimidad, si atendemos a nuestro presente de redes sociales y exhibicionismo televisivo y digital, podrĂamos concluir que tan valiosa llegĂł a ser la intimidad que hoy se ha vuelto pĂşblica, perdonando el absurdo. Pero es que, precisamente, el exhibicionismo contemporáneo parece acabar con la intimidad y, entonces, con la distinciĂłn entre pĂşblico y privado. La intimidad ha muerto, podrĂamos decir para ponernos en lĂnea con la muy (pos) moderna manĂa de andar viendo muertos. Mas, para no decir lo mismo, pero decirlo igual, digamos que la intimidad se suicidĂł: que se hizo tan Ăntima, tan dominante que, de Descartes a esta parte, ocupĂł todo el espacio y todo el tiempo, se hizo pĂşblica y ya no es más Ăntima.
Beatriz Sarlo le dedica un libro a este asunto, se llama, con mucho tino, La intimidad pĂşblica. En Ă©l dice que la intimidad, en las redes sociales y los programas de farándula, es una nueva forma de subjetividad. “Me exhibo, luego existo”, resume la crĂtica argentina, traduciendo a nuestra modernidad tardĂa la oraciĂłn de Descartes. Pero en realidad, ni siquiera habrĂa que cambiar “pienso” por “me exhibo”. Digo, si algo caracteriza a nuestro presente, desde la farándula a la polĂtica, pasando por el deporte, es la exhibiciĂłn y reafirmaciĂłn del yo, de los propios sentimientos, de la propia identidad. Lo que importa es lo que yo siento, lo que a mĂ me pasa, mis opiniones, que por ser mĂas deben respetarse. Hay autores que hablan de una polĂtica sentimental —que explicarĂa, por ejemplo, la proliferaciĂłn de demagogos—, y tambiĂ©n de la polĂtica como autoexpresiĂłn, lo que explicarĂa la cada vez mayor dispersiĂłn y atomizaciĂłn de las reivindicaciones y las luchas polĂticas (de hecho, fue otro filĂłsofo moderno, Leibniz, quien dijo que Ă©ramos mĂłnadas, o sea, átomos cerrados y autosuficientes). PodrĂamos decir, entonces, parodiando a Ortega y Gasset, que hoy “yo soy yo y mis circunstancias… que son yo”. Pero, Âżpor quĂ© digo que Sarlo ni siquiera necesitaba reemplazar el “yo pienso” cartesiano por el “me exhibo” actual? Bueno, por de pronto porque, segĂşn el cuento moderno, Descartes fue el primero en convertir el mundo en su yo. Pero sobre todo, y en realidad esto se desprende de lo anterior, porque, ÂżquĂ© otra cosa hace Descartes en su filosofĂa sino una sĂşper exhibiciĂłn de su yo? Él no afirma “pensamos, luego existimos” ni “se piensa, luego se existe”. No. Descartes afirma “yo”, afirma “pienso”, afirma “existo” (o “soy”), y exhibe totalmente al desnudo ese yo que sĂłlo es su-yo. Es más, todo el Discurso del mĂ©todo —el ensayo donde Descartes se descubre a sĂ mismo luego de desnudarse de la materia y la razĂłn, de las verdades empĂricas y matemáticas—, ese libro, digo, está escrito de punta a cabo en primera persona singular, con un estilo y contenido digno de lo que hoy se llama autoficciĂłn o literatura del yo.
Dice Descartes, y yo destaco: “Mi propĂłsito, pues, no es enseñar aquĂ el mĂ©todo que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razĂłn, sino sĂłlo exponer el modo como he procurado conducir la mĂa”. (TambiĂ©n podrĂa haber dicho “asĂ es como hago las cosas yo”, “es mi opiniĂłn”, “es lo que pienso”, y a nadie le hubiese extrañado, especialmente hoy.) “Los que se meten a dar preceptos —agrega el francĂ©s— deben estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son muy censurables si faltan en la cosa más mĂnima. Pero como yo no propongo este escrito sino a modo de historia, si preferĂs, de fábula, en la que, entre otros ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros tambiĂ©n que con razĂłn no serán seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza”.
En su manifiesto o declaraciĂłn de principios, quizás porque eran los comienzos de la modernidad, el exhibicionismo de Descartes es más humilde que el actual. Sin escándalo ni superioridad. Pero de todos modos le cabe el “me exhibo, luego existo” de Sarlo. Entonces, de Descartes a internet: pienso, soy, opino y me parece que… Es decir, tal como la causalidad, la intimidad naciĂł suicidada. O eso me parece, y en todo caso es mi opiniĂłn.