La Lluvia, Iván Silvero Salgueiro. Maori Pérez

El arte sirve de huella digital o de explosión en el cielo. Como en el ejemplo (y de cierto modo también difamación) que presenta La Lluvia, de Iván Silvero Salgueiro.

La Lluvia abre con una cita precisa de Peri Rossi: “No soy Ulises. No conocí Ithaca. Todo lo que he perdido”. Continúa, y por tanto abre, con un cuento sobre la muerte (meditativo, nostálgico, repleto de intenciones indigenistas, pachamámicas, y siempre rozando la metáfora autobiográfica, porque, en vivo nos aclara Iván, “este es un cuento sobre mi nueva vida en Argentina, con pareja y descendencia, que es cuando me anclé”).

Las Botitas de Lluvia, nos introduce a un inquietante personaje femenino, a elaborada manera, a la mejor manera de Iván, el género fantástico y la siempre recompensante catarsis (al final, donde corresponde).

El Destino No Te Abandona, nos recuerda, a cítrico modo, pero dentro de todo es una forma cortazariana, que las piezas siempre caen donde deben, y si eres un niño y te bajas del auto de tus padres a orinar, pero luego tus padres son tan cabeza hueca que te dejan abandonado en medio de la carretera, puedes contar siempre con que

1. Te rescatarán cuando se den cuenta.
2. Te pegarán porque la culpa es tuya.

(Modos y maneras plenamente anecdóticos, y con plenos, lo que quiero decir es poéticos, trabajados, interiorizados y digeridos).

Viento fuerte me parece, con cuán lejano veo a Cortázar, a quien no releo hace mucho tiempo, el texto más de Julito. En ningún momento, como lectores, somos capaces de discriminar si la circunstancia del texto fue vivida (de cerca o de lejos de los participantes), ni si existe un sentido común, tan común, como para elaborar tan tremendo relato (en este sentido, no es difícil dirimir por qué Cortázar habría elegido, hacia el final de sus días, la doctrina del comunismo). El poder de relatar, objetiva o relativamente, una circunstancia otra, y que esta resulte verosímil, no puede provenir de otra parte, que de la conciencia del colectivo humano. Cuando el narrador (¿testigo?) duda de esto o de aquello, por sus propios personajes, y a la vez está muy seguro de algo en que sólo ellos podrían situar su certeza, estamos en presencia de algo más que talento. La anécdota, en este apartado, da igual; la forma y el estilo devoran todo. (¡Intuición en su mejor nivel!).

Entre Sueños podría ser la pesadilla que presenta la metáfora original, en el profundo centro, del presente escrito. Un relato sobre la patria, perfectamente musical y poético, lleno de imágenes, perturbadoras y bien hilvanadas, en donde somos conducidos a la determinación, no la del samurái, cuando admite la muerte, sino la de la muerte cuando admite en sí al samurái, y el samurái siente aquello donde ha sido invitado. En este caso, el samurái es un paraguayo, con ventana hacia un paisaje costero, la muerte es un tigre, y un mar con sus barcos, y un lenguaje, y la
pesadilla es una sutileza de la fiebre, vale decir, un puñetazo del boxeador que es la muerte.

El Juego, relato breve, rememora un poema de Floridor Pérez, sin la enorme gravedad de la dictadura en que escribía ese poema Floridor; romántico, y a la vez jodidamente rencoroso, Iván no cae, Iván sólo se dedica a hacer una observación.

En “El comercio porteño de locas”, el narrador pulveriza la locura argentina central (pero siempre en el margen), cuestión que tanto admiramos acá en Chile, para terminar de derruir la cultura literaria argentina, que se admira en Chile y el mundo. No contento con eso, el cuento termina por elaborar dos o tres arquetipos de loca porteña, y, advierto, al final la que gana es la peor.

Después, el cuento Escena de Playa, tal vez sea la huella dáctil: un niño no quiere irse, y se hace el muerto, hasta el punto de que todos regresan por él y lo llevan al hombro, con la lengua afuera y el cuerpo inmóvil.

Pareciera que el exceso de experticia, y la suficiente humildad (en tanto humildad sea capaz de reírse de lo genial que es uno mismo), dominan en El Clavadista. Como un poseído, quien narra va de buen ritmo a mejor, a superior, a inalcanzable, y en algún punto surge la onomatopeya, porque no queda de otra. Pero esto no detiene la maravilla. Una forma de dilucidar si alguien tiene o no talento, es preguntarse quién cresta podría haber narrado algo así (y parte de la labor de la crítica, es preguntarse qué falta por narrar). En este relato, Iván lo logra, lo que logra Iván es lo que faltaba por hacerse. (Demás está decir, que amo cuando un escritor se hace el que improvisa, y termina por demostrar un error simulacral). Finalmente, la perfección de los cuentos de Julio se homologa en este, de A.S.S.

Son diversos spoilers, e impresiones, pero se puede resumir en esto: La Lluvia es una excelente revisita, pero no sólo eso, sino una extremaunción, y una extremidad, tal vez amputada, tal vez gozosa, de la mejor literatura del este de Latinoamérica, la que inicia irrebatiblemente Julio Cortázar. No hay un solo pasaje en este libro, que no amerite relectura, y cuya primera visita no sea necesaria. Pero, cabe notar, después de esa primera, hay un después. Condición necesaria para volverse clásico, pero esta última palabra no la decide el crítico.

+ Maori Pérez (Santiago, 1986), escritor y músico chileno, ha publicado los libros Cerdo en una jaula con antibióticos (2003), Mutación y registro (2007), Diagonales (2009), Lanzamiento (2010), Cronoguerrillas (2010), Lados C (2011), Oceana (2012), Instrucciones para Moya (2013) y el libro epistolar en co-autoría con María José Viera-Gallo, Química y Nicotina (2017). Actualmente prepara Ronin, una novela sobre el Iron Man Pucón, y Oz, la precuela de Oceana.