Renuncia. Ricardo Vivallo

Cada día me seduce más la idea de renunciar a la escritura. Es un lugar común entre escritores, lo sé, pero también es una opción real, al alcance de la mano, un anhelo que va más allá de una pasajera pose literaria. No se trata, en mi caso, de la envidia que le declaró Lihn a Rimbaud por su no a este ejercicio. No, es más fácil, muchísimo más sencillo. Dejar de escribir, simplemente, darse de baja, no seguir insistiendo, sin alharacas, como quien, preocupado por su salud, decide renunciar al tabaco o a comer carne o al sedentarismo. Y no digo al alcohol o a la cocaína, porque sé bien que esas son palabras mayores. No, se trata de una renuncia menos vital, muchísimo menos dramática. Y que no implica dejar de leer, por supuesto, eso nunca, sino de abandonar esta pelea permanente con la página en blanco —otro lugar común—, y asumir, sin culpas, esta pasmosa esterilidad mental que vacía de todo goce este ejercicio. Me gusta imaginar que éste es mi último esfuerzo, que con esta última copa de vino me despido, no diré para siempre, pero sí por un tiempo largo de la escritura. No más aislarse de la vida y los amigos para encerrase a esperar una frase o un verso dudoso que lo resuma todo. No más vivir desdoblado, siempre distante de la vida concreta, separado por esta ridícula voluntad de omnisciencia que obliga la escritura. Me seduce esa idea. Y es que sin darse cuenta uno se vuelve, escribiendo, casi un esclavo de sí mismo. Cada frase mal hecha es un latigazo en la espalda, cada relato o poema abandonado es un lastre, un fardo de culpa que atrofia la espina. Alguna vez pensé que escribir podía ser una especie de ortopedia, pero me equivoqué. Ahora lo veo claro. Tampoco se trata de tener o no talento. ¿Qué es el talento? ¿Quién decide quien lo tiene o no? Y en el fondo no importa. Escribir es una anomalía. Me gusta eso que decía Gil de Bidema: lo normal es leer. El resto es ambición, incomodidad, neurosis. Así lo siento yo, al menos, ahora. Por eso fantaseo. Imagino que escribo esto, termino la botella de vino, me voy a la cama, duermo y mañana despierto, igualmente vacío, pero liberado, al fin, de la pulsión de registrar en un cuaderno la coloración del cielo entrevisto al salir del sueño, de inventariar, como si tuviera alguna relevancia, el predecible vaivén de mi ánimo al enfrentar el día, el sabor de la taza de café, del primer cigarro o  los pensamientos inconfesables en la ducha. Y así. Qué más quisiera que amanecer mañana limpio de todo eso, liberado de tantas palabras inútiles, que finalmente no son más que ruido, interferencia. Cada día me seduce más esa idea. Pero sé también que no tengo otra cosa, que revertir tanta renuncia quizás sea ya imposible. Y por eso estoy ahora, aquí, solo, escribiendo un poco borracho todo esto, y no allá afuera, en cambio, bailando con desenfado al centro de este aparatoso y precario tagadá que es la vida.

+ Ricardo Vivallo (Santiago, 1984) escritor y artista visual, es fundador y editor de Libros Tadeys, sello independiente dedicado a la poesía y la narrativa contemporánea. En 2015 ganó la beca de creación del Fondo del Libro y fue finalista de los Juegos Literarios Gabriela Mistral; en 2016 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de revista Paula y en el XIII concurso Stella Corvalán, género poesía. Publicó el libro Cuaderno de Guayaquil con Saposcat.