La trenza de Sylvia Plath. Natalia Berbelagua

Pensó en decirle a su madre que la viera, así tal vez la entendía, mirando esas largas escenas donde Sylvia se quedaba con la vista fija en unos gansos, o cuando trataba de escribir un poema con un niño en los brazos llorando, o incluso cuando estaba frente al mar con ganas de suicidarse mientras sus hijos la esperaban en el auto”.

Por Natalia Berbelagua 

La madre le mecanografió el nombre y la guardó en una cajita blanca, antes de ser poeta. Patricia le mandó la imagen por celular, y se quedó mirando la cinta celeste que la anudaba. Había pensando tanto en el suicidio. Darles a los niños imaginarios un pan con mantequilla y girar la perilla del gas. Lo conversaba con Isabel. Cuando todo se ponía mal, y la encontraba golpeándose la cabeza con las manos apretadas escuchando a Blondie en una radio a pila, le decía que pensara en que no tenían niños, y por insoportable que se hiciera la vida, no tenían más responsabilidad que ellas mismas.

La tarde en que encontró la foto, su familia iba a juntarse en el departamento de un  tío físico nuclear. Fue su profesor de matemáticas en un momento crítico de su vida. Lo hacían sentarse a su lado con el Baldor y revisarle los ejercicios de ecuaciones y geometría. En ese sentido él también era parte de sus pesadillas, porque algo salió mal en las clases si es que soñaba repetidamente con que no terminó el ramo.

-A este le cayó un rayo en el campo. Dijo el hermano de su madre.

Ser físico y que te caiga un rayo es lo mismo que a un traumatólogo le de cáncer a los huesos o el infarto que fulminó al primer médico chileno en hacer un trasplante de corazón. Algo así percibía en Isabel cuando se golpeaba la cabeza en la terraza escuchando esa música, y ahí los esfuerzos se dirigían a sacarla de la casa para ir por un sándwich y algo de tomar en el café de la esquina, donde comía con ansiedad después de subirse los pantalones que le quedaban cada vez más grandes. Con el mismo café se tomaban un ansiolítico cada una, pero Isabel se tambaleaba como si estuviera borracha, y al llegar a su departamento se quedaba dormida en el sillón. La tapaba con una manta y salía sin hacer ruido. Al llegar se preparaba el brebaje negro con olor a canela que le había dado un acupuntor a Patricia y que se lo había llevado en la cadena de favores de la automedicación.

En la reunión, le preguntó al tío físico sobre los sueños, pensando en el tránsito en espiral que la llevaba una y otra vez al libro sin notas, y en la imagen de los cerebros familiares lanzándose rayos entre las piezas a las tres de la mañana. Él no respondió directamente, no dijo nada científico. Tomó la copa de vino y le dijo que no tenía caso aprender matemáticas después de los treinta años.

Al llegar a la casa, miró a la abuela dormir con la boca abierta por el círculo de la puerta donde iba la manilla y nunca más estuvo.

-¿Soñará las mismas cosas con Alzheimer?  Se preguntó, y después pensó en que sería una fotografía tras otra, sin vínculo, sin nombre, sin contexto.

Esa noche dio suspiros muy hondos que la hicieron sentir miedo de que muriera. Le tuvo la mano tomada, que a ratos le pareció muy fría.

Por la mañana, se pusieron a buscar los papeles del Cementerio. Nadie había dicho que la abuela iba a morir, pero tenía los ojos entelados y le dio por decir frases que parecían una despedida.

Los papeles no aparecieron, pero se encontraron con otra cosa.  En una caja para guardar joyas había un montón de pelo antiguo. Las trenzas de su bisabuela, el pelo de sus tías abuelas, de sus primas, sus hermanas, su propio pelo de niña, rubio como el de Sylvia Plath. Mientras los otros miraban la caja azul con asco, le vino una risa compulsiva mientras comprobaba el peso de las trenzas en la palma de la mano.

Esa noche tuvo sueños femeninos. Unas mujeres pintaban con sangre menstrual las paredes de su casa. Ella las manchaba con vino, pero podía limpiarlas. Los hombres de la reunión, una serie de adictos a diferentes cosas, arruinaban la fiesta, y sus amigas, entre las que se contaban Isabel y Patricia, le daban una vela para participar en un baile tradicional de Colombia. Después debía salir a la calle para entrar a un camino en construcción, con baches, maderas y paneles. Un hombre se quedaba atrapado en la mampara y tenía que devolverse a abrirle la puerta. Con una mano, en medio de la noche, distanció la caja azul.

A la mañana siguiente, Isabel le envió un mensaje donde decía que necesitaba a alguien que la despertara todos los días, porque no tenía ánimos de nada. Que soñaba con que tenía un marido imaginario que no trabajaba, que solo vivía para ella, para servirle desayunos y preocuparse por su salud mental.

-No necesitas un marido, sino un enfermero.

-No me resigno a no cumplir el sueño del marido propio. Dijo Isabel, como si estuviera hablando de un subsidio.

Esa tarde vio la película Sylvia, protagonizada por Gwyneth Paltrow y Daniel Craig. Pensó en decirle a su madre que la viera, así tal vez la entendía, mirando esas largas escenas donde Sylvia se quedaba con la vista fija en unos gansos, o cuando trataba de escribir un poema con un niño en los brazos llorando, o incluso cuando estaba frente al mar con ganas de suicidarse mientras sus hijos la esperaban en el auto. Tal vez entendería algo tan sencillo como por qué golpeaba tan fuerte las teclas del notebook, y sobre todo, los desequilibrios anímicos. En la parte en que más se angustió fue cuando Ted la engaña con Assia Wevill y ella en venganza le quema todo lo que tiene en el escritorio. Pero también entendió la escena de sexo con la amante, la ferocidad de encontrarse así, cuerpo con cuerpo lacerándose la espalda en la muralla.

Por la noche, pasó a buscar a Isabel, que le estaba dando de comer a las cucarachas en el laboratorio. Fueron al bar que nunca recuerdan bien donde queda, allá pidieron una cerveza, y volvieron a comentar la película.

-¿Cuál de las dos crees que se parece más a Sylvia Plath? Dijo Isabel.

-No sé, a ratos me sentía parecida a ella y después a Anne Sexton, que no aparece en la película. Pero también un poco de Assia.

-¡Ah, el casado!

Repitió la historia de que había terminado juntándose con la esposa, que le habló de solidaridad de género pero solo buscaba manipularla. Que la mujer tenía cara de piedra y ojos de pescado. Isabel desvió la vista a una mesa de hombres instalada a la derecha, bebió otro vaso de cerveza y prometió que no iba a morir ese año. Rieron, chocaron los vasos con el último tramo de cerveza  y esperaron el auto en la puerta del bar. La abuela no murió esa noche ni en las siguientes. Siguió sintiéndose abrumada, tomando las trenzas ocasionalmente. Cuando le venía esa carcajada nerviosa las volvía a guardar en la misma caja azul.


Natalia Berbelagua (Santiago, 1985). Ha publicado los libros de relatos Valporno (2012), La Bella Muerte (2013), Domingo (2015) y el poemario La marca blanca en el piso de un cuerpo baleado (2016). Valporno fue traducido al italiano por Edicola Ediciones. Ha publicado en diversas antologías, entre ellas We rock de Ediciones B y El arte de la sonrisa, de Suburbano ediciones, Miami. Actualmente imparte talleres literarios experimentales como narrativa autobiográfica y genealogía.