Con los ojos del Quijote. Juan Rodríguez M.

Por Juan Rodríguez

David tiene diez años y no lee otra cosa que el Quijote. Se lo sabe de memoria y cree que es una historia real. David, el protagonista de La muerte de Jesús, la novela más reciente de J. M. Coetzee, es una suerte de Quijote del Quijote: un niño engañado por la realidad de ese libro protagonizado por un viejo engañado por la realidad de los libros de caballería. Su padre adoptivo, Simón, trata de convencerlo de que la obra de Cervantes no es el mundo, de que hay muchos otros héroes y heroínas además del Quijote, “que surgen de la nada gracias a la fértil imaginación de los autores”. Él mismo podría crear sus propios héroes, le dice Simón a David, para enriquecer el mundo.

David ve el mundo con los ojos del Quijote. Los ojos del Quijote son los de quien confunde realidad y ficción, o mejor, de quien ve en la realidad algo más que la sola realidad; son los ojos de un niño. “Nada tiene que ser de veras para ser verdad”, afirma David. Y, según cuenta Simón, “dice que no tiene por qué atenerse a los mismos principios de veracidad que los demás porque es un niño. De modo que está en libertad de inventar cuentos”. David es un Quijote consciente de que es un Quijote, una suerte de dios, tal vez Dios, o al menos un escritor que dice: “¡Yo soy el que soy!”. Él, a diferencia de su sensato padre, no tiene razones para nada. Lo que tiene él, se me ocurre, es imaginación, y una imaginación inútil, no al servicio de, digamos, el progreso técnico o económico. David, en fin, es un niño de otro tiempo, equívoco, diverso; y no el hombre unidimensional que dicen que somos: “La verdadera cara de nuestro tiempo se muestra en las novelas de Samuel Beckett; su verdadera historia está escrita en el drama de Rolf Hochhut El vicario. Ya no es la imaginación la que habla en él, sino la Razón […] La imaginación está abdicando ante esta realidad, que atrapa y sobrepasa a la imaginación”, dice Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.

Con “la Razón”, imagino, Marcuse se refiere a la razón instrumental, la que piensa todo en términos de medios para un fin. Distinta de lo que podríamos llamar la razón literaria; la de David, la del Quijote. Una razón porque sí.

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Otro libro reciente y quijotesco, como el de Coetzee, es Mudanza, de Verónica Gerber Bicecci. Allí también hay personas perdidas… No, aventurándose en el mundo de las palabras. Son: Vito Acconci, Sophie Calle, Ulises Carrión, Marcel Broodthaers y Öyvind Fahlström. Todos ellos escritores y artistas que profundizaron tanto en las palabras que de algún modo terminaron abandonándolas por otras formas de expresión o inexpresión. Sobre ellos escribe la autora para ensayar sobre su propia errancia por las palabras.

Por ejemplo, Acconci, poeta, quería hacer de las palabras algo palpable, concreto, real. Quizás como David, el niño de Coetzee, o el Quijote. Por supuesto fracasó, o fracasó la escritura, como se lee en Mudanza, y por eso Acconci dejó de escribir. De nuevo: se trata de la confusión entre ficción y realidad. Y también de la evasión; de estar y no estar en el mundo. “¿Cuándo dejar de escribir la novela y convertirse en el personaje?”, se pregunta Gerber. “¿Cuántas veces se resistiría a leer la última página por miedo a dejar esa vida paralela que lo mantenía funcionando, aunque ausente, en el mundo de los vivos?” Acconci quería escribirse, imagino, como Dios se escribe a sí mismo en la Biblia. Y el riesgo era el mismo que el de Dios: morir para el mundo, para la realidad, “convertirse en un personaje ficticio”.

Acconci y el resto de los perfilados en Mudanza buscan la palabra justa, adánica; esa palabra que coincide totalmente con lo que nombra, que es lo que nombra. La esencia o pureza perdida, original; el lenguaje o el libro completo; la palabra cero, total o totalmente nada. El silencio. “Ulises —leemos en el texto sobre Ulises Carrión— buscaba las ordenaciones subterráneas de lo escrito, sabía que debajo de los textos se dibujan estructuras…”. Como le dice Octavio Paz en una carta, se trata de “escribir un texto que sea todos los textos o escribir un texto que sea la destrucción de todos los textos. Doble faz de la misma pasión por lo absoluto”.

Los perfilados de Gerber  fracasan en su búsqueda, en su aventura, y abandonan las palabras a favor de otras expresiones; pero por lo mismo no las abandonan, quedan atrapados en ellas, en las palabras. Son personas convertidas en personajes, o al menos desdobladas, así es que quizás no fracasan. “Ella [Sophie Calle] deseaba convertirse en el personaje de un libro y le pidió a Él que lo escribiera. Hacer lo que le dictaran las palabras, diluirse. Ser la incertidumbre atrapada en una narración. Arriesgarse a desaparecer en una vida ajena. Flotar sin responsabilidad, sin consecuencias”.

Son, los retratados, quijotes en busca de una palabra que no sea metáfora, que diga la realidad real, quijotes perdidos en el universo de las palabras; tocados por lo que se me ocurre llamar la condición (tal vez la enfermedad) literaria. Un cierto o incierto error en la mirada, en los ojos, que llamaré “ojo de Quijote”.

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Verónica Gerber comienza su libro hablando de su problema en los ojos: la ambliopía, el síndrome del “ojo flojo”. Uno de los ojos no enfoca, se mueve por cuenta propia, le deja el trabajo al otro: “El ambliope es monocular”, explica la autora. “El ojo no sufre lesiones orgánicas, por lo que el padecimiento es casi invisible, indetectable. El ojo bueno terminará por cansarse y dejar de ver”. Por eso debe tratarse, por eso se debe usar lentes.

Gerber imagina que, sin anteojos, dejando a su ojo flojo en libertad, no corrigiéndolo, “tal vez habría podido seguir a ese intruso errante a los confines de lo desconocido y, sin embargo, hacerle escolta en su deambular oscilatorio”. Un ojo que hubiese sido, no es difícil hacer el paralelo, un caballero errante… perdón, andante, un Quijote; “habitar un espacio que no podemos ver ni entender”. El espacio de la literatura: “Escribir es habitar un paralelo, leer es merodearlo”.

Reconoce Gerber que comparte con los personajes de su libro “la necedad por el absurdo”, o sea, la condición literaria, el ojo de Quijote; “estoy convencida de que mi condición, la de ser zurda, ambliope y llamarme Verónica, fue el pasaporte con visa al mundo al otro lado del espejo”. Esta claro que esto es quijotismo, o una quijotada, es el absurdo, el sinsentido, la irracionalidad, la locura, el país de las maravillas. Es el muy humano deseo de cambio, de mudanza: “Viajar tras un indicio fallido —escribe Gerber—, como el nombre de un libro; descubrir en los otros un espejo propio; obstinarnos en algunas convicciones vanas; aprender a lidiar con las imposibilidades que nos determinan, la telenovela familiar y la idea que tenemos de nosotros mismos es una épica compartida por cualquiera […] La nece(si)dad por el movimiento me llevó a hacer mi propia mudanza, incluso a pensarme en una mudanza constante”.

Se trata, pues, de la enfermedad humana; de la salud humana. Porque estaremos de acuerdo en que el Quijote era una persona sana.

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En el último mes o algo así, he leído tres libros en los que, con mayor o menor protagonismo, se habla de males de ojo. Uno es el ya mencionado Mudanza; los otros dos son El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, e Hija natural, de Natalia Berbelagua.

En el primero la narradora nos cuenta que ha muerto su oculista. Y a partir de ahí comienza un viaje, mental y material, hacia o en la enfermedad de sus ojos. Ella tiene estrabismo, y se le inflaman los ojos. En realidad es un viaje por la mirada, por la visión, por enfoques y desenfoques. “Ver es la transformación en etapas sucesivas de una información que llega por medio de la luz a nuestros ojos”. Entonces, ver mal es solo ver de otro modo. La protagonista recuerda una cámara fotográfica alemana que registró momentos de su infancia: “Un modelo tan rudimentario que no era réflex, es decir que lo que se veía por el visor no era exactamente lo mismo que capturaba su lente. Siempre una pequeña diferencia. Un desfasaje entre lo que se creía ver y lo que la cámara tomaba. Esa imperfección era lo que me gustaba”.

En esa diferencia, desfasaje o imperfección —imagino— habita la literatura. La condición literaria, los ojos del Quijote. No es raro que a Goethe le interesara la óptica, que escribiera un tratado sobre óptica; lo mismo Descartes, el hombre de la duda, del pensamiento como prueba de la existencia; o que Spinoza, el filósofo materialista que hizo de Dios el mundo, trabajara puliendo lentes. Y, claro, no está demás recordar que la metáfora más recurrente del conocimiento es la visión. Halfon: “El conocimiento sería un calmante al permitirnos encontrar una forma reconocible, una regularidad. Convertirlo en relato”. Y sin embargo esos relatos pueden ser quijotescos; ¿es la literatura una forma de conocimiento, de regularidad; o más bien de irregularidad?, ¿nos calma o no?

Todo lo que tenga que ver con ojos sanos y enfermos, anteojos, lentes, visiones, cegueras, enfoques y desenfoques, iluminaciones y deslumbres, parece terreno de la literatura. O de la dialéctica entre realidad y literatura. Esto que escribe Halfon, por ejemplo, podría ser una descripción del Quijote, del David de Coetzee o de los perfilados de Gerber: “Es la historia de alguien tan entregado a desentrañar los misterios de la visión que queda encandilado por el conocimiento y la luz”. La enfermedad de los ojos es, sugiere, Halfon, una especie de magia. Tal vez el milagro de no ver exactamente lo que hay que ver. Si la visión es el sentido del conocimiento, también lo es de la literatura: “Borges también tenía algo en los ojos. Todo en sus ojos, quiero decir. O, como supe más tarde, los ojos de James Joyce. Estrábicos, con una órbita que parece llegar hasta el marco mismo de los lentes. También revelaban algo interior”.

¿Cómo influye la buena o mala visión, o un tipo u otro de mirada, en la escritura de un escritor? Nietzsche, por ejemplo, sufría de dolores de cabeza que lo dejaban ciego, o casi; y alguna de sus obras no las pudo escribir, sino que las dictó. ¿Por eso escribía aforismos? Halfon cree que la disminución de la vista, con su estación final en la ceguera, “es una caída hacia dentro de la persona”, una caída de la mirada hacia dentro. “Hablo de la imagen de Borges, ciego, con los ojos desviados”. Y vaya qué mundo salió de ahí. Como de Homero, otro ciego.

Escribir tal vez sea una manera de ver, y por tanto de no ver; una lucidez y una ceguera. Quizás una prótesis: “La escritura sería una forma de orientación posible, un mapa, una suerte de prótesis que conecta el interior con el exterior”, escribe Halfon. “Existe una vinculación entre mirar y escribir. Estoy segura”. “¿Qué busca ese ojo? ¿A dónde mira? ¿Por qué se extravía? ¿Por qué cambia de dirección? ¿Por qué se tranquiliza cuando le bajan el aumento? ¿Por qué quiere que todo se vaya lejos? ¿Pero no tan lejos? ¿No completamente lejos?”. ¿Por qué escribimos? ¿Por qué leemos?

Agrego otras preguntas: ¿Qué ve el ojo de Dios que todo lo ve? ¿Qué ve, si ve todo? ¿Cómo imagina el ojo sanísimo de Dios? ¿Dios puede escribir? ¿Puede leer?

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En Hija natural, la novela de Natalia Berbelagua, también hay un mal de ojo. No es el tema del libro, son apenas uno o dos episodios. La protagonista, abandonada por su padre, se siente una persona incompleta, fallida, rota, quiere encontrarse con él, porque tal vez así se componga. Ella, que no dice su nombre, salvo que significa “nacimiento”, tiene un ojo desviado, un ojo independentista, errante como el de Verónica Gerber. Su madre logra centrarle el ojo con algún artificio esotérico.

“Así como mi madre encontró un antídoto para mi ojo desviado, yo me encontré con mi memoria ocular. Aprendí a leer muy rápido, administrando el nervio óptico; me obsesioné con la lectura”, recuerda la protagonista de Hija natural. O sea, se obsesionó con otras miradas, otros mundos. Luego, cuando conoce una vida familiar distinta a la suya, mejor a sus ojos, dice: “Fue un cambio de óptica conocer esta otra forma de vivir. Mi ojo que se desvío cuando era niña volvió a ver con más detalle”. Y desde esa mirada —mejor o centrada, según “nacimiento”, o simplemente distinta— ella recuerda y cuenta su historia familiar, ella se vuelve escritora.

Sí, escribir es una manera de ver, y por tanto de no ver; una lucidez y una ceguera. Una prótesis

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La enfermedad del ojo también es el motivo de la escritura de Lina Meruane en Sangre en el ojo. Si la memoria no me falla, la protagonista y narradora —Lina—, es diabética o tiene diabetes (¿se es una enfermedad o se la tiene… o ella te tiene?), y entonces corre peligro de que la presión de sus ojos aumente, estos sangren y pueda quedar ciega. El peligro se concreta, el ojo en sangre: “Y fue entonces que un fuego artificial atravesó mi cabeza. Pero no era fuego lo que veía sino sangre derramándose dentro de mi ojo. La sangre más estremecedoramente bella que he visto nunca. La más inaudita. La más espantosa. Sangraba a borbotones pero solo yo podía advertirlo”.

Y entonces comienza la introspección, pero la introspección literaria, no la narcisista, esa que mira hacia dentro para volcarse hacia fuera y contar una historia. Como en ese cruce de miradas entre Dante y Beatrice que impulsa al primero a la egoísta búsqueda de la segunda, pero que se transforma en ese monumento humano, colectivo (un yo con otros, nosotros), incluso divino, que nos lleva del infierno al paraíso; la Comedia.

Lina debe cuidarse, no moverse, no ver, so pena de quedar definitivamente ciega. Pero de todos modos ve, como ella dice, ve su sangre —su ceguera es una forma de ver y de contar—, y la ve y la cuenta bella, estremecedora, inaudita, espantosa; literaria. En esos ojos, dice Lina, se le amontona el pasado; y en el pasado, sabemos, vive el futuro, los futuros posibles: la memoria recobrada. El cambio, la mudanza, el absurdo, el absoluto que nos apasiona. El abismo, eso que un filósofo griego llamó lo ilimitado, la posibilidad de volver a empezar de cero; o al menos de imaginarlo y escribirlo. “Ni quería ni podía ser otra ya, y menos aquella”, dice Lina, como resistiéndose a la literatura, ¿o a la realidad? “Solo que el papel y la pantalla eran ahora mi desventaja. Las teclas lisas que me habían ido borrando, por años, las huellas de los dedos eran un enigma. Ni siquiera podía asegurar que sería fácil volver a escribir de la misma manera cuando volviera a ver, si eso llegaba a ocurrir. Esta novela está muerta, sentencié…”. Pero esta viva, la novela, y la leemos; todavía la leemos.

La sangre de Lina es tinta, el ojo enfermo es literatura. Y la realidad es sólo un motivo, una palabra: “No eran los hechos reales los que me movilizaban sino las palabras…”, escribe Lina. Así como Simón le dice a David, en La muerte de Jesús, que “Don Quijote puede cruzar los mares y venir, pero tiene que hacerlo en un libro”. Y si no viene el Quijote, será David el que lo busque y lo vea en la otra vida: “Cuando seas anciano —le dice Simón—, dentro de mucho tiempo, y te llegue la hora de morir, acuérdate de escribir tu historia y llevártela para la próxima vida. Así sabrás allá quién eres y todos los que la lean también”.

La otra vida es un libro. Es esta vida mirada con los ojos del Quijote, porque sí (y ojalá con el humor que le falta a este texto), sin tener que esperar ese mundo sin cambio, lleno de olvido, sin cuentos, que es la muerte.

La muerte de Jesús, JM. Coetzee
Traducción de Elena Marengo, Literatura Random House, 2019, 189, páginas.

Mudanza, Verónica Gerber
Montacerdos, 2019, 109 páginas.

El trabajo de los ojos, Mercedes Halfon
Lecturas, 2019, 92 páginas.

Hija natural. Natalia Berbelagua
Emecé, 2019, 138 páginas.

Sangre en el ojo. Lina Meruane
Literatura Mondadori, 2013, 177 páginas.

+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio.

+Imagen: The Visual Tower, Marcel Broodthaer, 1966