Su nombre es el de la ciudad. Natalia Berbelagua

*Fotografía de Francisco Farías

El estímulo de las pasiones alegres o esta nueva forma de plantear el discurso comienza en un paseo a la playa, más específicamente en un bosque, frente a una piedra gigante habitada por pájaros que cantan en decibeles inauditos. Doy una caminata por las laderas que llevan a la playa y que tienen varios cactus en flor, como corazones espinudos abriéndose a lo implacable que es el impulso del florecimiento. Y cuando la oscuridad viene con la mujer perdida que llega a buscarnos, las caras de nosotros tres se van poniendo negras frente a unas luces muy lejanas que no alcanzan a alumbrarnos. Nos separamos en dos grupos. Me adelanto en un camino acompañada por un hombre de cuerpo limpio. Su transparencia radica en que hay un vacío en él que reconozco y me parece la hendidura de un cráter. Es como si no tuviera peso, o historia, como si todo lo que hubiese vivido se fuera eliminando. Puede que esto tenga que ver con su medicación, pero al mismo tiempo contrasta con mis problemas de eliminación de las tramas y por eso veo en él el reflejo de lo que no tengo.

Me habla de dos curas idénticos, encerrados cada uno en un monasterio, uno increpándole al otro que lleva una vida que no merece. Una de pobreza, otra de riqueza. Como si las dos caras de una misma moneda decidieran independizarse. ¿Quieres seguir viviendo ahí mismo? Me pregunta, y le respondo que la ciudad puede ser la punta de lanza de otro sitio, que todo está por verse. Él dice que quisiera vivir en otro lado, que se imagina solo, como los monjes de los que habla. Él se llama como la ciudad y quiere dejar de habitarse él mismo en la obviedad de la metáfora. ¿Por qué querría dejar de habitarse?, ¿Por qué querría dejar de ser el que ha sido?

Esa noche, ya en la cabaña, lee un texto donde una mujer ama a otra, con un amor que no es un amor real (no tiene peso, sino una sensación de enrarecimiento). Un deseo que esconde una emocionalidad, o la aísla, porque el personaje menor vomita después de tocar a esta mujer mayor. El camino oscuro de ese bosque, por más que nos hayamos detenido para esperar a los demás por miedo no tiene final. En el ejercicio de no poder vernos ni la cara, ni las manos y solo tener la certeza de que los pies se van embarrando en el trayecto en medio de árboles caídos en el último temporal, vamos por un camino nuevo. La lluvia está por comenzar. Desconozco la potencialidad de mi cuerpo y sobretodo del suyo. Esa noche después de leer salimos a tomar aire, como quien necesita un chorro de agua fría en el oído para salir de la parálisis y volver a escuchar. Duerme a un piso de mí. Duerme como un ángel que necesita repararse, despierta mientras la lluvia ya es un hecho. Salgo a dar un paseo mientras él conversa, los caracoles por cientos se arrastran en las veredas, sacan las antenas aunque no hay sol, me muestran un camino de derecha a izquierda al que yo no he ido.

Salimos los tres a dar un paseo, hay una mujer menos, él y yo. Vamos uno tras otro tarareando una canción de amor que es imposible recordar. Vemos un bote y un cuchillo clavado en la arena, como si hubiese que elegir: El viaje o la muerte. El camino llega a un río, él cruza primero, me extiende la mano y dice:-Ya estamos en esto. En una roca, cortada a ras por el viento donde habita una cruz, dice que tuvo una relación hace demasiado tiempo, que no se imagina en otra vida igual. Veo la roca mientras habla y recuerdo una mañana en que mi madre y mi prima se subieron con un cuchillo a sacar conchas, hasta que el mar subió y se las quiso llevar a las dos. Terminaron acostadas en la arena, con las rodillas rotas, llorando y desmayándose, mientras con angustia y rabia yo miraba la escena. Suena otra vez la campana que me despierta. Él toma tres fotografías con su mano más larga que las nuestras, cerca de mi cara. Sus dientes parecidos a los míos, su piel más joven y más críptica. Mi cara es un libro que tiene mucho escrito, pero que se va borrando.

Así como quien desarma un juguete en la niñez, quiero entender el funcionamiento de mi máquina de recordar, y el por qué la idea me devuelve una trama a medias. Sé que hay algo obsesivo en todo esto, y me angustia darme cuenta de que olvido cosas con frecuencia. Hay tantas historias que orbitan a mi alrededor que ya no puedo contenerlas todas. Y ya no tengo conciencia de a quién le conté qué situación. Los alumnos y sus textos se juntan, las instrucciones para los ejercicios. Las que perduran son las que me impactan a nivel emocional, las que me tienen al borde del llanto. Desde hace unos años me cuentan episodios que me emocionan a tal nivel, que se me caen las lágrimas en público. A mi cuerpo le está costando contener, como si el lugar donde las puertas se cerraban se hubiese desconfigurado, y ahora tengo que mostrar y hacer espacio. Una mujer me contó que cuando iba en el auto con su familia, en el peor momento de su relación, lloraba por el ojo derecho, que era el que nadie veía. El izquierdo se había alienado para no mostrar debilidad o dolor.

Las piezas de este juguete están en el piso a la espera de darles un contexto. Pero tal vez ni siquiera eso pueda hacer. Cuando el amor global deja de tener sentido, solo puedo pensar en un vínculo único donde nadie tenga guión. Es agobiante, se parece al pánico. Me esforcé tanto por mantener un modelo que acabó por hacerse añicos. Al menos ya no sé qué decir, y con esto la fórmula se desarma. Ya se sabe que es un acto suicida ocupar la última estrategia en la nueva guerra.

La génesis de todo esto partió en un sueño. Iba en un tren sobre unas carpas de circo con una pareja y una niña que no tenía nariz y no parecía ser su hija. Un hombre me llevaba de la mano hasta el final del camino esperando a que me desvistiera para llegar al mar, me veo las mangas, capas y capas de blusas antiguas, de personas que ya no viven. Mirándome a un espejo de cuerpo entero van saliendo una por una hasta que me desnudo y tomo mi sitio en un pedestal de cemento. El hombre me muestra un mapa. Dice que proviene de una isla. Leo “Tikún”. Seis meses después sé que significa transformación, karma en la cábala. Que tiene otra variante que es Tiqqun una publicación francesa y medio de comunicación de un movimiento cercano al situacionismo, mezcla de política y poética:

“Todo está por construir. Deberás construir la lengua que

habitarás y deberás encontrar los antepasados que te hagan más

libre. Deberás edificar la casa donde ya no vivirás sola. Y deberás

escribir la nueva educación sentimental mediante la que amarás de

nuevo. Y todo esto lo harás contra la hostilidad general, porque

quienes despiertan son la pesadilla de quienes que aún duermen.”

No sé lo que es un hogar ni una comunidad, no conozco la protección ni la palabra afectiva. Lo que yo creía que era una casa normal, mis conceptos de comunidad ya no tienen referentes, lo que consideraba protección era control y agobio, la palabra afectiva era una cárcel. Ya llegó el pasado con esas frases de seguridad o transparencia que quedan tiradas en la arena como mi madre o mi prima. No sangran ni se desvanecen, fueron dichas y se borraron. No tengo tierra prometida, la mañana en que apareció por primera vez esa paloma blanca, murió ese amor de loco que tuve por casi diez años. Entro a los bares con una soltura en la que me gustaría moverme en el trabajo, cuando era niña pasaba frente a uno que era tórrido y al que siempre miraba desde la puerta. En esa intuición de que el exceso andaba cerca puede ser tal vez uno de mis primeros referentes sobre la ruina.

+ Natalia Berbelagua (Santiago, 1985). Ha publicado los libros de relatos Valporno (2012), La Bella Muerte (2013), Domingo (2015) y el poemario La marca blanca en el piso de un cuerpo baleado (2016). Valporno fue traducido al italiano por Edicola Ediciones. Ha publicado en diversas antologías, entre ellas We rock de Ediciones B y El arte de la sonrisa, de Suburbano ediciones, Miami. Actualmente imparte talleres literarios experimentales como narrativa autobiográfica y genealogía.