Las niñas tienen vulva. Silvia Veloso

Sí, las niñas tienen vulva. Aunque también hay niñas sin vulva y niños sin pistola. Pero no es a los desafortunados buses que ruedan por algunas ciudades esparciendo fobias y contaminando el aire a los que voy a referirme, si no a las niñas a las que, por serlo, les mutilan la vulva con la que nacieron.

Lo que sea que tengas entre las piernas, para seguir leyendo, mejor cerrarlas.

El último castrato en representar una ópera se llamaba Giovanni Battista Velluti. Fue en Londres en 1825. La obra: ‘Il crociato in Egitto’, un melodrama heroico en dos actos que Meyerbeer había compuesto especialmente para su voz. Tras la unificación, en 1861, Italia declaró ilegal la práctica de la castración de niños con fines musicales. Pio X prohibió la participación de castrati en el Coro Sixtino en 1903. El último de sus integrantes fue Alessandro Moreschi, conocido con el triste apodo de “l’angelo di Roma”. Las grabaciones que realizó entre 1902 y 1904 son los únicos registros que nos permiten escuchar hoy cómo era el perturbador canto de los castrati.

Muchos imperios tuvieron cuerpos militares de élite formados por eunucos y castrados. También era frecuente castrar a esclavos y prisioneros. Hombres mutilados sirvieron en templos, lugares de culto y como guardianes fiables del harén. A mediados del siglo XX, el régimen soviético consiguió acabar con los skoptsy, una secta de fanáticos iluminados que se automutilaban para alcanzar la pureza. Hoy, los hijra, comunidad con raíces milenarias que en algunos casos practica la autoamputación y que en la India es considerada como tercer género, son los últimos eunucos que se conocen.

Para nosotros, ahora, la idea de castrar a un niño para que su hermosa voz nunca se corrompa, resulta repulsiva e intolerable. Podemos imaginar la triste vida de tantos hombres y niños que a lo largo de la historia tuvieron que sufrir la castración. Pero me atrevería a apostar que, incluso juntándolos a todos ellos, no sumarían ni de lejos los 200 millones de mujeres con los genitales mutilados que hoy, ahora, son parte de la población del planeta. Una realidad que debería espantarnos tanto como la inhumana práctica de castrar a un niño para conservar su voz.

No son cientos ni miles. Son más de 200 millones. Para imaginar esa cifra, pensemos en Brasil o Pakistán. La población de ambos ronda los 200 millones. Hay pues tantas mujeres con los genitales mutilados como habitantes tienen dos de los países más populosos del planeta. Esta práctica es común en más de 30 países de África y Asia. En algunos de ellos, como Egipto, Somalia, Mali, Sudán e Indonesia, más del 90% de las mujeres entre 15 y 49 años han sido mutiladas. Mientras lees, cada minuto, 6 niñas serán mutiladas. 360 por hora. Unas 8.000 por día. 3 millones más en riesgo cada año.

Hasta ahí las cifras. La web está llena de estadísticas y datos, no voy a replicarlos. Las cifras no dan cuenta del relato que corre en silencio, oculto entre las piernas de esos 200 millones de mujeres víctimas de un trato vejatorio que aún no conmueve lo suficiente como para que sea erradicado de toda cultura que hoy aspire a considerarse tal. Eso no es cultura, es una carnicería cultural. Una carnicería que, para ser aún más sórdida, ejecutan mujeres sobre niñas, que no deben poder entender cómo, quienes más las quieren, son capaces de permitir que les hagan eso.

La evolución de la sensibilidad cultural que 100 años atrás permitió acabar con los castrati y con otras formas de mutilación masculina, ya es hora de que también alcance a quienes, por nacer con vulva en el lugar equivocado, son despojadas forzosamente de parte de su sexo. Para esas mujeres, la vulva, esa palabra técnica y ampulosa que no es frecuente en el lenguaje cotidiano, pero que se ha hecho presente desde que comenzó a rodar estampada en los autobuses de la intolerancia, no es apenas el indicador de una condición, es una maldición. Porque todavía hoy, llegar al mundo con genitales femeninos supone, en muchas partes de ese mismo mundo, nacer portando los estigmas potenciales de la lascivia y la intemperancia. Y ante ese riesgo, pongámonos la venda antes de la herida, la castración preventiva extirpa de una vez y para siempre, la peligrosa libido femenina. Esperemos que no tengan que pasar 100 años más para que la última mujer mutilada se convierta, como Alessandro Moreschi, en un triste y vergonzoso hito del pasado.

Para muchos pueblos, la mutilación es un rito de iniciación por el que las niñas se liberan de su impureza y pasan a la edad adulta. Las mujeres no mutiladas son tratadas como parias y despreciadas por la comunidad. Los hombres suelen rechazarlas como esposas y difícilmente formarán familia.

Todavía hoy, esta tradición trata de justificarse en preceptos religiosos de obligado cumplimiento. Sin embargo, su origen y su práctica son muy anteriores al islam y al cristianismo. Defender su legitimidad a través de argumentos basados en interpretaciones falaces de algunas escrituras, es un subterfugio enquistado por milenios de tradición. Un discurso para dotar de un marco teológico convincente a prácticas ancestrales, económicas y socio políticas vinculadas al control patriarcal de la sexualidad de la mujer para asegurar la castidad y la legítima filiación paterna de la descendencia. En el siglo del ADN, nada de esto tiene sentido.

Para comprobar esas razones de control, basta analizar en qué consiste y los resultados que tiene una mutilación. La OMS la clasifica en cuatro categorías. Centrémonos sin rodeos ni sutilezas lingüísticas en la más brutal de todas: la infibulación o circuncisión faraónica. Un nombre que, para un procedimiento atroz, parece sacado de Las mil y una noches.

En el espacio donde se realiza el ritual, las niñas, la mayoría, aunque las hay menores, entre 4 y 15 años según las costumbres de cada etnia o región, son inmovilizadas por varias mujeres de su familia o de su entorno cercano. Una sujeta con fuerza la cabeza. Otras se encargan de los brazos, de la cintura y de mantener las piernas quietas y bien abiertas. La mutiladora, provista en la mayoría de los casos con una simple navaja o cuchilla sin esterilizar, examina los genitales y extirpa el clítoris. A continuación, rebana los labios menores y mayores. Después, con una aguja gruesa, cose el muñón de vulva restante estrechando la abertura vaginal y dejando apenas un pequeño orificio para permitir la salida de la menstruación y la orina. Según la destreza de la castradora, la mutilación, sin anestesia, puede durar entre quince y treinta minutos. El resultado es espeluznante.

Las palabras no bastan para hacernos una idea del desenlace de este procedimiento salvaje. Hay que ver para creer. Una activista africana, que en Suiza se dedica a sensibilizar y divulgar las devastadoras consecuencias de la ablación utilizando un maniquí con piezas desmontables, lo ilustra así:

Al lado de esta imagen, los cinturones de castidad parecen un juguete ingenuo. La repulsa que este maniquí puede provocarnos es menor comparada con el espanto que se siente al enfrentarse a fotografías que muestran el procedimiento y sobre todo, al ver algunos de los documentales que recogen estas ceremonias inhumanas. Escuchar los gritos de dolor y percibir el sufrimiento en las caras desencajadas de las víctimas es difícil de soportar. La imagen de esos grupos de mujeres sujetando a niñas de piernas abiertas frente al cuchillo alzado de la mutiladora, parece una versión macabra de La lección de anatomía. En el cuadro de Rembrandt, son hombres de medicina en torno a la disección de un cadáver. En la mutilación, mujeres sin instrucción alrededor de una niña acuchillada.

Terminado el ritual, las víctimas quedan expuestas a infecciones, hemorragias, dificultades para orinar, dolor y posibilidad de desgarros en las relaciones sexuales y en el parto que pueden resultar en riesgo vital tanto para el bebé como para la madre. Por supuesto la mutilación priva a las mujeres de placer sexual, principal motivo de la carnicería, y provoca numerosas secuelas emocionales como miedo, ansiedad, estrés y depresión. Algunas niñas no sobreviven y mueren desangradas o a consecuencia de infecciones, gangrena o tétanos.

A los señores del autobús de los penes y las vulvas, les diría que más les valdría ocuparse de estos 200 millones de mujeres que de hostigar a las personas con vulva o con pistola que por su propia voluntad han decidido entender su cuerpo de otra manera.

Documentándome, pasé días acumulando incredulidad, sorpresa, espanto, asco, rabia, repulsa y desazón. Hasta que escuché una frase en un documental -sobre una comunidad africana que mutila a sus niñas- que me dejó perpleja y desconcertada al descubrirme una variable que en ningún momento se me pasó por la cabeza: “Para sus padres y madres, la ablación es un acto de amor. Ellos creen que es lo mejor que pueden hacer por sus hijas. Y es desde ese amor, desde donde pueden acabar con esta práctica si llegaran a comprender que no es buena para ellas”.

Durante esos días, había pensado muchas cosas. Tenía confianza en la pertinencia de mis argumentos. Me había dejado llevar y como era de esperar, reaccioné según las directrices que marcan mi propia cultura, probablemente tan imperfecta y criticable como cualquier otra. Si en algún momento pensé en el amor que todo padre o madre naturalmente siente por sus hijos, lo abordé desde el punto de vista contrario. Asombrándome por el hecho de que las familias permitan una agresión semejante en las personas que más quieren. Nunca se me ocurrió considerar la mutilación como un acto de amor. Ni que por amor esos padres la consienten porque para ellos, es la manera de proteger a sus hijas de la marginación a la que se expondrían en su comunidad si no están mutiladas. Aun cuando ese temor a la exclusión guíe sus decisiones, es difícil pensar que el amor no está también presente.

Pero entonces, ¿qué es el amor? ¿Querer siempre el bien para alguien como un impulso supremo de voluntad? ¿Un concepto del mundo perfecto de las ideas, inmutable y universal como la gravedad, que se manifiesta por igual en todos los seres humanos cualquiera que sea su condición y circunstancias? ¿O un sentimiento flexible que muta, capaz de acomodarse y someterse a la cultura?

No lo sé. Nada es simple y lineal. El sociólogo Francesco Alberoni, dice que el amor es un sentimiento construido colectivamente. Que más allá de los detalles de nuestra biografía, amamos y aprendemos a amar según la narrativa que la sociedad nos dicta. Pero Alberoni es italiano, occidental. Y traerlo a colación es caer de nuevo en el mismo esquema. Aunque visto que, para entender a otro o algo diferente no resulta fácil traspasar las barreras de lo aprendido, su teoría suena bastante coherente.

Hasta llegar aquí, seguí dándole vueltas. Pero poco o nada se han movido mis primeras impresiones. Creo que una mujer que ha soportado el tormento de una mutilación siendo niña y sufrido sus consecuencias, libre de la presión cultural, por amor a sus hijas, no elegiría que tuvieran que pasar por el mismo calvario. Debo reconocer que continúo en el mismo punto y, como ellos a sus convicciones, ceñida a la narrativa cultural que amuebla mi cabeza. Y es probable que sea esa arquitectura aprendida la que ahora me hace pensar que si el amor es capaz de arroparse con esas vestiduras, preferiría que me odiaran. Porque al menos del odio podría defenderme.

 

+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.