María Pía Escobar
He leído bastantes veces que en el acto de la escritura se vierten los demonios; o, dicho de otra forma: al escribir se sacan los propios demonios −llámense dolores, miedos, tristezas o lo que fuere.
Algo así, resumidamente.
“Sacar los demonios”, lo repito, lo han dicho algunos escritores y escritoras. O eso he leído en alguna entrevista, o he visto en algún documental.
Entonces, me he propuesto escribir hoy, porque creo con facilidad en lo que dice el resto, o en lo que leo.
Y también, por qué no decirlo, en un intento de copia: por querer sacar también mis propios demonios, como lo hace el resto.
Para ello, he seleccionado una imagen; sobre la cual, espero, escribiré algo que me inquiete, interese o perturbe.
Eso que me inquiete, interese o perturbe, supongo, vendrían a ser mis propios demonios.
Inconscientes demonios.
Las palabras anteriores están bien, es un buen inicio, pero debo ser honesta: el tema de los demonios surgió al ver la imagen que acompaña este texto.
Un duendecillo, que también podría ser llamado demonio, sacando de sí más demonios.
Vaya literalidad.
Vi el dibujo y pensé: “Sacar los demonios”. Así de simple.
Pero algo pasa.
Algo falta en este texto.
Está faltando, como se lee, la parte trivial, banal, la parte personal, mi mirada, mi voz, o lo que provenga de mi cabeza, de esta cabeza que se supone distinta a otras cabezas pero que, sospecho, se parece tristemente a cualquier cabeza, eso misterioso que vendría a ser mi propio demonio, o propios demonios.
Falta sacar al demonio.
Por lo mismo, vamos a la imagen:
Un duendecillo que pare cabezas voladoras.
Un duendecillo que atrapa las cabezas que expulsa y luego se las come para volver a parirlas y volver a comerlas.
“Un duendecillo que se come a sí mismo”, diría un docto de la academia, experto en ponerle títulos a ensayos literarios.
Un duendecillo que soy yo, comiéndome a mí misma y mis demonios, podría decir algún amante de los simbolismos.
A todo esto, debo destacar, que el gorro del duendecillo hace que le diga duendecillo al personaje, y no demonio, derechamente.
Un gorrito bastante atractivo y juguetón, un gorrito de feria de circo.
Un gorrito flexible y amistoso.
Mas lo que me llamó profundamente la atención de toda esta situación no fue mi intento por sacar mis demonios (que intuyo, vendría a ser en este momento de mi vida, la poca paciencia o exageración), ni el duendecillo de la imagen, ni la brutalidad con que se come a sí mismo, ni su amistoso sombrerín: lo verdaderamente interesante de todo este asunto es Alessandro Sicioldr, creador de la imagen.
Porque en el momento de descubrir su dibujo −hecho con lápices sobre cartón− me sumergí en una investigación sobre su vida.
No me llamó la atención el aspecto de Alessandro Sicioldr −destaco sus ojos−, ni los acontecimientos importantes de su vida −un profesor de básica le dijo a sus padres que él, Alessandro, debía ser exorcizado (desde niño
Nada me interesó, solo su edad.
Tiernos 28 años.
Es decir: con un año menos que yo, este prolífico pintor italiano ha sido gestor de una numerosa obra.
Este joven, más joven que yo, repito una y otra vez su lozanía, ha logrado sacar 800 mil demonios y yo, en este texto, ni uno solo.
Pobre de mí, feliz de él.
Este joven, además, vive en Perugia, hermoso lugar de construcciones nobles, callecitas empedradas, arcos antiguos sobre callejones estrechos por donde no pasan autos, casas naranjas y paredes verdes, llenas de enredaderas.
Perugia, un lugar sin edificios de vidrios, ni tráfico, ni metros en horario punta. Un lugar sin señoras con grandes carteras.
Entonces, sanamente, me pregunto en tono elevado: ¡¿qué te pasa Alessandro Sicioldr?! ¡¿qué demonios puedes tener?! ¡te quejas por quejarte Alessandro Sicioldr!
Y, en una carta ficticia, le escribo:
“¡Cuanto te odio a ti y tu Perugia, Alessandro! ¡a ti y a tu duendecillo demoníaco!”
En fin.
Falta la trivialidad, la banalidad, mi mirada, mi voz, o lo que provenga de mi cabeza, de esta cabeza que se supone distinta a otras cabezas pero que, sospecho, se parece tristemente a cualquier cabeza.
Falta sacar al demonio.
Para terminar repito, por última vez:
Él 28, yo 29, un año más y muchas victorias menos.
Yo: 29, 29, 29.
Casi, casi 30.