Por María Pía Escobar
Vergüenza
En el preciso momento en que vi esta pintura sentí una molestia que, en segundos supe, era generada por envidia. Mientras admiraba las manos huesudas y elegantes, divinamente creadas, pensaba en las mías y en el eterno lamento de tener las manos opuestas: vale decir, rechonchas.
La misma noche del descubrimiento de esta imagen -ayer- con el peso de una autoestima aplastada por manos ficticias, escribí:
“Mis manos no serán nunca expresivas ni dramáticas como las pintadas por Edward Hopper, pues se asemejan a dos empanadas de queso, mas no a exquisitas empanadas con queso chorreante, sino a esas infladas que aparentan contundente relleno pero que, al primer mordisco, expelen aire, una leve ventisca caliente hacia la boca aún abierta del comensal.
Para graficar la relación mano-empanada, describiré mi mano izquierda, la que más uso:
– Primero: La cara opuesta a mi palma, llamémosle dorso, se eleva unos centímetros, formando una pequeña colcha. En ella, por la grasa, no se asoman ni venas ni nudillos.
– Segundo: Con respecto a mis dedos, dos palabras son suficientes: cortos, robustos. Y agrego: pequeñas uñas mordidas los coronan con tristeza.
– Tercero: La anca, ese puente entre el dedo gordo y el dedo índice, es una gran medialuna carnosa.
En resumen, mis dos pequeñas pero contundentes extremidades bien podrían ir sobre bandejas o venderse congeladas en formato de docena en cualquier supermercado”.
Luego de escribir todo eso, cerré el computador, me di media vuelta y dormí.
Un día después -hoy- ya con el ego reafirmado, leí lo anteriormente escrito y reparé en el uso deliberado y equivocado de la palabra “anca”.
No es solo que las ancas estén en sapos, ranas o caballos y no en cuerpos humanos; además, me equivoqué rotundamente en la asociación, pues las ancas están en la parte inferior de los cuerpos y las manos, como sabemos, en la superior. Las ancas, entonces, vendrían a ser los muslos humanos. Y de ser así, de tener contundentes muslos de empanadas de queso, otra sería la historia, y yo estaría absolutamente maravillada escribiendo ahora sobre los caballos de botero o sobre danzas eróticas.
Así que, por vergüenza, por huir de mi ignorancia, por culpa de las ancas, desecharé todo lo anteriormente escrito y procederé a escribir otro texto.
Cursilería
Mis manos no podrán ser expresivas como las dos manos que Edward Hopper pintó y eso me entristece. Los entrometidos dirán que es una pena menor y, aunque concuerde con ellos, aunque sea mínima, es una pena que existe, y se manifiesta con un leve aguijón en el pecho.
Suelo mirar de reojo las manos huesudas, de dedos largos y uñas transparentes: manos pulcras. No me atraen las rechonchas pues esa es mi cualidad y, como se sabe, suele desencajar lo propio más que lo ajeno.
Pero, si profundizo en la admiración de las manos de Edward Hopper, más allá de dos manos en exceso atractivas, veo drama.
La mano inferior es una mano que se acerca con entusiasmo a un piano; más bien a un órgano de iglesia, de esos que suenan dramáticos, envolventes y su eco impacta en las carnes.
Decir que el eco del órgano impacta en las carnes es decir que impacta en mis carnes: más bien en mi pecho, más precisamente entre las costillas o, si se quiere, en el corazón.
Todo esto está sonando bastante trágico.
Así que, por pudor ante una cursilería que se asoma tímida pero avasalladora, desecharé todo lo anteriormente escrito y procederé a escribir otro texto.
Entusiasmo
Me preocupa enormemente el contexto de las manos pintadas por Edward Hopper.
Sin ir más lejos: imagino la proyección de la mano superior e imagino a una persona ahorcada.
No imagino otra situación para una mano con esa postura de gancho.
Una señora ahorcada.
Una señora torpe, que se cae con su pan en las mañanas y que, por asquienta, no se lo come.
Por ello, no come en las mañanas y queda con un genio terrible que no es compatible con el hambre.
Por ello, tiene las manos así de huesudas, porque no come.
Por ello, por sus manos huesudas, es incapaz de sostenerse al caerse y se cae de lleno: cae ella con su pan en las mañanas.
Una señora que se cae todas las malditas mañanas al salir de su cama. La típica señora de ciudad que se cae con su pan, pues su marido le lleva el desayuno a la cama.
La escena es así:
El marido le lleva el desayuno. La señora de ciudad mira su pan y, antes del primer mordisco, se levanta indignada para salir de su cama, de un salto. Quiere ir a la cocina para ponerle más mermelada a su pan -su marido no aprende las dosis que la satisfacen-.
Entonces se cae, con el pan en la mano: la señora se cae con su pan en la mañana.
Esa señora repite la caída día a día.
Una escena que podría parecer chistosa pero que, dada la repetición, se ha convertido, para la señora, en una tortura.
Entonces la señora, desesperada, decide ahorcarse antes de que su marido despierte. Antes del desayuno y de la caída.
Y, al ahorcarse, se cae hacia el piso, de lleno, y su cuello se dobla y su mano toma una dramática postura de gancho.
En fin.
Lo realmente importante de todo este asunto de las manos de Edward Hopper es mi entusiasmo: día a día intento embellecer mis manos de empanada.
Llevo años en este intento de cambiar el rumbo de mi desgracia -vale decir, mejorar la estética de mis manos.
Hace unos meses, me compré un anillo con una pelota aplastada de color morado, que creí novedoso. A los pocos días, cercanos -no pocos- se burlaron de mi adorno, pues el anillo acortaba visualmente más aun mi dedo del medio -dedo víctima, portador del anillo.
Pero no me rendí y diariamente uso, con el mismo fin, un colet de pelo, echo de gamuza roja, en mi muñeca izquierda, en el intento de magnificar o darle valor a mis manos.
Por mi entusiasmo, reciclo todo lo anteriormente escrito.
Procederé a cambiar de tema.