Por asuntos demasiado complejos y extensos de explicar, que encubre bastante violencia y muerte, un nuevo líder llegó al Gobierno de Chile.
De apellido mestizo, lleno de méritos intelectuales, en su currículo se aglutinaban estudios de filosofía, filología española, literatura comparada y psicolingüística. Hablaba cuatro idiomas y sus méritos morales venían de haber estudiado en una escuela pública con número, formación en universidades tradicionales y un par de becas Chile.
Los primeros meses del Nuevo Chile entregaron la alegría inusitada de tener en el poder a un ente alejado de la política, efervescente de nuevas ideas sobre cómo mejorar la educación del país. Los profesores, los gestores culturales, celebraron al presidente que valoraba a los artistas como un bien necesario para la sociedad, premiándolos y subvencionando proyectos que enaltecieran la cultura nacional. Se comenzaron a publicar libros por la editorial del Estado al estilo de la antigua Quimantú, se creó la famosa Canasta básica cultural, que llegó mensualmente a las familias más pobres y endeudadas del país. Se eligió a Alejandro Aravena como nuevo ministro de Vivienda, que elaboró un plan habitacional sin precedentes. Los bustos de O´Higgins y Prat, que habían sido derribadas un par de años antes en medio de las manifestaciones populares, fueron sustituidos por las de Martín Cerda, el Gato Alquinta y Violeta Parra. A los pacientes de los hospitales públicos se les comenzó a tratar con medicina de punta del primer nivel y musicoterapia clásica, que incluyó las Gymnopedies de Satie, las sinfonías de Zbigniew Preisner y Anatole Vapirov. Las iglesias se expropiaron para construir escuelas populares de idiomas con especial énfasis en el latín. Al Estadio Nacional se le cambió el nombre por Coliseo Humberto Maturana y al Monumental por Elicura Chihuailaf. La nueva bandera fue hecha por Alfredo Jaar y el himno nacional lo compuso Cuti Aste. Pero como Chile es un país difícil y muy bien dijo Raúl Ruiz en la Telenovela errante: «Si te portas mal en esta vida, en la otra vida te conviertes en chileno», cuando todo comenzaba para algunos a ser civilizado y hermoso, vino la desgraciada Ley Réproba.
El presidente, cansado de la mala calidad de un gran porcentaje de las obras artísticas producidas en el país y pésimamente asesorado por un grupo de académicos y críticos, decidió que no solo ciertas obras jamás verían la luz, sino que además se abrirían cárceles para los malos artistas, donde serían sancionados por arruinar el patrimonio inmaterial del país y atentar contra la sociedad, convirtiendo el espacio intelectual en un No lugar. Bajo la nueva ley, el primero en ser encarcelado y con latigazos en la entrada de la penitenciaría, fue Pablo Larraín, por escribir y dirigir una película sobre la vida de Don Francisco. Esta noticia, lejos de entristecer al pueblo de Chile, lo llenó de júbilo, ya que muchos se habían sentido golpeados por los pésimos diálogos de una película que filmó en Valparaíso. Por su parte, la cárcel literaria la inauguraron un grupo de poetas nóveles, que fueron juzgados por Pamela Escobar, jueza del Primer Juzgado del Crimen Literario Chileno.
En la segunda sala, donde no solo se permitió la entrada de periodistas, sino que se les invitó encarecidamente a grabar el inédito momento jurídico, dictó sus primeras sentencias. A un escritor joven, que publicaba su primera novela sobre temática queer, lo sentenció a que le amarraran la lengua por siete días al llenarse la boca con un tema que no conocía de primera fuente. A la segunda condenada, una escritora que escribió un libro de cuentos sobre la clase alta chilena, la envió por veinte años al penal Nicanor Parra I, sin derecho a libertad condicional. En tanto que a un autor de treintaicinco años que cometió el error de escribir un libro autobiográfico, lo envió al segundo penal más saturado, el implacable Pablo Neruda II. Ahí caían los reincidentes, que después de una sentencia incurrirían en el mismo delito tipificado. Algunos de estos errores salieron impresos en el Nuevo código de cultura:
“I. Son considerados delitos graves:
– Trabajar con autoficción, publicar obras completas de un autor sin mérito. Escribir sobre la infancia, el padre o la madre, utilizar como espacio de ficción Ñuñoa y sus alrededores, escribir textos fragmentarios, utilizar el español neutro con el fin ambicioso de ser leído en Hispanoamérica y Europa, explorar personajes femeninos que demuestren debilidad, publicar con editoriales vetadas por el gobierno, usar humor en los textos, ficcionar sobre temas demodé como el amor, la pareja, el embarazo y el aborto.
– Escribir “Antipoesía”, publicar poemarios vacíos, imitar a Bukowski
II. Son considerados delitos menos graves:
– Abuso del punto seguido, escribir biografías propias extensas, cambios de voces arbitrarias en los libros, tener faltas de ortografía y errores de coherencia.
III. Son considerados agravantes:
-Asistir a más de dos talleres literarios, vincularse a los talleres vetados por el gobierno; ser poeta y tener más de mil seguidores en redes sociales, ser autor y tomarse selfies, utilizar el concepto “dantesco” en alguna obra literaria. Buscar agente literario o buscar editorial por cuenta propia.”
*
En Santiago Centro, el verdadero protagonista de esta historia, después de muchas vacilaciones y con pésima intuición, decidió poco tiempo antes lanzar su primer libro a la venta. La familia de Roberto, que vio orgullosa el desempeño de su hijo al lanzar su ópera prima llamada Tedio, sufrió una nueva angustia al enterarse que apareció en la lista de los autores buscados por la policía letrada. Por más irracional que parezcan los acontecimientos, esa insensatez de parte de los organismos represores, tenía a los artistas sin contactos pendiendo de un hilo. El consumo de botellones de Merlot y pastillas para dormir se disparó, y los que no escribían con pseudónimo optaron por elegir uno que los ayudara en la clandestinidad. Así surgieron los panfletos firmados por Joseph Brodsky, Philip Larkin y Samuel Beckett. Algún desorientado firmó como Bolaño y al ser descubierto el fraude se fue detenido al cuartel del Instituto de Estética. Los más osados botaron sus abrigos negros, empezaron a usar cinturón e ir al dentista y algún exaltado decidió ir al médico para hacerse un chequeo general.
Matías, que se hizo dueño de un café llamado El Soho, le dio asilo a Roberto en un sector de su propiedad, al que llamaba El balneario: un galpón lleno de chatarra y obras de arte a medio hacer, donde los veranos instalaba unas sillas de playa y una piscina plástica para refrescarse los pies al sacarse los bototos. Allí estuvo un par de días, escribiendo y quemando papeles para desahogarse por la noche. ¿De qué sirvió esforzarse tanto por escribir un libro del que no aparecieron más que dos reseñas escritas por otros poetas?
Después de nueve días, en los que prácticamente no comió ni durmió más de dos horas, escuchó la conversación con la que fantaseó en cada una de esas jornadas. La policía letrada llegó al Soho. La escuchó a cuadras de distancia, por su sirena inconfundible de fanfarrias del hipódromo.
Se le humedecieron las manos, a tal punto que la mancha de sus dedos en los bolsillos se parecía a una abundante mancha de orina. Golpearon la puerta sin piedad, llevando a la vista una orden de detención del Primer Juzgado del crimen literario, donde el cargo era el haber publicado un libro de autoficción teniendo menos de cuarenta años. Mientras leían los cargos, veían a Matías con sospecha por su abultada mata de pelo crespo y llevar una chaqueta de cotelé con parches en los codos. Tras pedirle su número de identificación, corroboraron que no había código del ISBN alguno con su carné de identidad, ni tampoco nada inscrito a su nombre en el Registro de Propiedad intelectual. «Yo quería ser escritor, pero desistí antes», dijo Matías, excusándose. Ahí fue cuando lo obligaron a abrir la reja para registrar el balneario. El acusado salió con los brazos en alto, diciendo que no involucraran a su amigo, que se iría con ellos. Roberto y Matías se dieron un abrazo sincero en la misma puerta donde habían vivido tantas aventuras. Entre ellas un baño con el polvo de un extintor completo, una despedida con una sartén con huevos fritos, y la recuperación de Matías al saltar de la ventana de su pieza desde el segundo piso. La camioneta donde se llevaron a Roberto la manejaban un funcionario del Archivo Nacional y un aspirante a doctorado en literatura en una universidad pública, el sonido del inicio de las carreras de caballos se perdió en la mitad de la noche santiaguina.
Lo tuvieron incomunicado por algunas horas y luego lo interrogaron. Le enrostraron cada uno de los supuestos errores cometidos en su obra. Le preguntaron una y otra vez por su colegio, su universidad, si había salido con nota sobresaliente o había participado en algún taller literario. Este último era un agravante, pero Roberto hasta ese momento no lo sabía. Cuando dijo que había asistido al taller de cuento de Pablo Simonetti, lo dejaron solo y le dijeron que al día siguiente tendría la sesión de un juicio abreviado, porque los calabozos estaban llenos y había mucha gente para ir a buscar. Ya habían barrido con todos los boliches donde se juntaban los poetas, allanado toda lectura de poesía clandestina. Las imprentas hacían de informantes y los editores no acababan de definir su posición, salvando a algunos, pero debiendo cerrar la boca en otros casos, por favores realizados antaño.
Pamela Escobar, afinándose un mechón de pelo negro que le caía sobre la cara y luego tocándose la barbilla, le preguntó su nombre y su domicilio. Roberto, hastiado por la situación, respondió:
─¡Marcoleta 666 por la chucha!
─Por lo menos tienes más carácter que tu protagonista –aseveró Pamela con ironía. Luego le cuestionó el porqué de su trabajo con la autoficción. Roberto expresó que había comenzado con un diario de vida tras una ruptura amorosa y desde ahí no había parado de ensayar cómo escribir un poemario o una novela, pero que ambos géneros se le hacían esquivos. Que no había querido publicar porque no estaba cien por ciento seguro, pero que, tras ganar un concurso, un editor le pidió material para revisar y le dijo que tenía un libro entre las manos. Esta información hizo dudar a la jueza, porque entendió que no había sido cien por ciento responsabilidad suya, pero también le recriminó ser ingenuo y vanidoso al no haberlo pensado mejor. Con esos datos, decidió enviarlo a la cárcel por cinco años y un día. Roberto, que maldecía su suerte, pero al mismo tiempo sabía cómo lidiar con ella, caminó con la vista fija en el piso hasta que lo trasladaron a Nicanor Parra I, donde iban los reos de menor peligrosidad.
*
Matías recibió las páginas del diario de Roberto por un editor que había leído Tedio y creía que la condena era injusta. Leyó las páginas de su amigo y decidió comunicarse con el resto de los ex poetas para realizar una reunión en el Soho. Afortunadamente, ninguno de ellos había publicado nada, así que nadie corría peligro por participar de la reunión. Chris llegó desde el sur con excesivo entusiasmo y una locura extemporánea, disimulada en la ocasión para sacar a su amigo de la cárcel. Xebeche, Raúl, Antonio, David, Francisco, Fernando y Juan Carlos, se unieron al llamado. Matías leyó los pasajes en voz alta.
4 p.m
quise volver a escribir. no sé muy bien porqué, tal vez fue solo un capricho o simplemente una necesidad no del todo justificada. quizás el impulso sonámbulo de cerrar una puerta y seguir soñando. de todos modos, ya está hecho. coincidencias. un poema, en realidad tan solo dos versos de un poema de Mario Santiago me hicieron recordar un sueño que me narró alguien alguna vez. ese en donde Bolaño se paraba frente una tumba abierta a leer rojo y negro de Stendhal.
“el ataúd toca nuestros cuerpos para sentir su cuerpo” decía al final.
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2.a.m.
acá básicamente no hago más que leer, fumar y tomar innumerables vasos de agua. ahora, el departamento de veintiocho metros cuadrados donde vivía me parece el paraíso, porque este es un infierno. catorce días en la Nicanor Parra I y ya estoy harto de hablar de libros con los otros presos. ¿tendrán todas mis anotaciones el mismo tono fatalista, al borde de la desesperación que tienen hasta ahora? espero que no. de ser así, este cuaderno será una larga carta suicida o el diario de las sucesivas etapas que experimentó un escritor recluso antes de asesinar a veinticinco gendarmes literarios.
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mi ventana está salpicada de agua. fumo y bebo una chicha que hicieron con restos de cáscaras de fruta, pero no estoy borracho. solo triste.
(noticias del afuera: asumió como ministro de cultura Cristian Warnken).
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Hoy me tocó limpiar el baño, que estaba lleno de restos de vómito. En la noche se arman peleas por determinados libros, o porque tal o cual escribe malos poemas. Algunas veces se dan de combos hasta que se quedan dormidos.
Hoy fue uno de esos días. Un poeta que sabe boxeo le reventó la cara a un escritor-editor mientras leía. me preparé un café mientras mi vecino cantaba una canción de Charly García en medio de los gritos de la pelea.
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12.21 a.m.
no sé qué hago en este penal. tuve que tragarme media pastilla de clonazepam para calmarme un poco porque empezaba a desesperar. trato de consolarme con que al menos no me dieron cadena perpetua. no he querido ver el reloj, ya no sé qué hacer para matar los minutos… no quiero leer, ya estoy cansado de tanta palabra y además cada página que leo me hunde en la desesperanza. todos los escritores están enfermos, neuróticos, me dan náuseas de verdad. cada libro más sórdido que el otro y además en algún punto tan acertados.
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4.17 am.
tuve que tragarme un ansiolítico para calmarme. ideas delirantes: terror a no poder mantener los ojos cerrados. lectura desde las 11 de la noche hasta casi las 4 a.m. lectura de Joyce, Proust y Walter Benjamin. nervioso, cansado, asustado, pensando seriamente en hacerme canuto. no es saludable, hablaré con los editores contándoles la verdad, ya no es nostalgia, soledad, es una angustia horrible como en mis peores noches de crisis de pánico. Por más que esto no sea una cárcel común, es una mierda. Prefiero no escribir nunca más a estar aquí por tanto tiempo.
12 p.m.
mejor, sueño reparador. vino un tipo a dejar unos papers sobre estudios culturales. había decidido quedarme en cama, pero me preparo para ir a la clase de post estructuralismo. Dicen que si se asiste se rebaja la condena.
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estuve leyendo el libro de Pierre Bordieu “Las reglas del arte”, en el que hace un análisis descriptivo del contexto en que surgió la obra de Flaubert, Baudelaire y otros autores (se me sale el académico, qué horror… las medidas de estos tarados están surtiendo efecto en los presos)… por fin recuperé la concentración y pude leer y entender y aunque parezca raro, me emocioné con ciertas descripciones sobre Baudelaire y su insobornable rebeldía que lo llevó a la miseria, incluso al hambre, en fin…
No cabía duda de que esas palabras eran de Roberto. Recorrieron toda clase de ideas, desde ir a hablar con la jueza, buscar un agente literario que recopilara los antecedentes y negociara en tribunales, pero al ver el código pensaron que podría ser peor. Alguien propuso buscar a un escritor de las ligas grandes para que leyera la obra de Roberto y abogara por él. Todos los caminos parecían imposibles. Ya no había escritor para escribir tanto prólogo de nuevas publicaciones. Los que habitualmente escribían reseñas ya tenían el cerebro fundido.
David dijo que conocía al representante de Emmanuel Carrère, que podía jugársela para conseguir algo épico. Si era un admirador de Philip K. Dick, de seguro podría empatizar con un país caído en la ciencia ficción.
Pasaron unas semanas, donde por supuesto no resultó lo de Carrère, y donde además se enteraron por el informante, que Roberto estaba utilizando en sus diarios conceptos como: “apostasía”, “neoreaccionario”, “inferencia racionalista”, “retractación postreligiosa”, “desintegración prometedora”, “dialéctica cyberpunk”, “conciliábulo contemporáneo” y “dispersión yuxtaposicional”. Lo que claramente revelaba que el lavado de cerebro carcelario lo tenían al borde de la locura. Como la cosa se puso seria, Raúl dijo que como ya conseguir algo por las buenas no funcionaba, entonces “buenas” se iban a confundir con “malas”, así que organizarían un plan para sacar a Roberto de la cárcel a como diera lugar.
–¿Dónde está la Nicanor Parra I?
–En el Campus Oriente de la Católica. Mantuvieron la pura fachada. Mi abuela vive al lado y dice que escucha gritos toda la noche.
–¿En qué módulo está el Roberto?
–En el Temporal.
–No, ahora está en el Cancionero sin nombre.
–¿Hay algún contacto?
–Sí, ahí tienen de gendarme al director de la cooperativa de la Furia del Libro.
–¿Y qué dice?
–Que no puede hacer nada, porque tiene unas horas en el postgrado de una universidad.
–Hueones de mierda.
–Hay que sacarlo como sea.
–¿No se puede fugar por sus propios medios?
–¿Cómo?
–Un coreano que era profesor de yoga se aceitó el cuerpo y se fugó por el hoyo donde le dejaban la comida.
–Roberto la única vez que fue a una clase de yoga se desmayó.
–Engordó como diez kilos este último año.
–¿Y un túnel?
–No tenemos ese nivel de producción. Lo mejor que puede hacer, es dar el examen abreviado.
–¿Qué es eso?
–Si pasai las clases de post estructuralismo tenís derecho a hacer un ensayo y comprobarle a la academia que la cárcel te ha hecho bien y no vai a volver a escribir poesía.
–Puta, pero eso es precisamente lo que lo tiene mal.
–Yo propongo algo más radical.
–Tratemos de entrar al penal, como sea.
–¿A qué, a dejarle una torta con una lima?
–No sé, esto es demasiado absurdo.
–¿Y un túnel?
–Ni cagando, si tiene las manos casi vírgenes. ¿Creís que va a cavar un hoyo con un lápiz Bic?
–Yo voy a ir mañana, que es día de visita. Así aprovecho de ver cómo está y cómo solucionamos esto.
*
Raúl caminó directo hacia uno de los módulos. De pasada se encontró con mucha gente conocida que fumaba, tomaba café o jugaba a las cartas. Intercambió un par de palabras con un poeta bizco al que llamaban “El lazarillo de Tormes”, por sus constantes tretas para publicar en varias editoriales al mismo tiempo. Él le indicó el lugar donde estaba Roberto.
Lo encontró muy parecido a como lo había visto la última vez: duchado, bien vestido, con la cara de no estar relajado, pero tampoco fuera de sí. Los otros poetas que estaban presos comenzaron a dar gritos en tono de burla, pensando que era la visita conyugal.
─¡No han aprendido nada, poetas culiaos! –les devolvió Raúl.
Roberto lo miró con resignación, levantando los hombros.
─¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Cómo te voy a sacar de aquí?
─No tienes por qué sacarme.
─No hay razones pa que estís acá. Toma, te traje estos puchos y un par de condoritos pa disipar la mente.
Roberto recibió las revistas, le dio un abrazo a Raúl y volvió a su cama.
*
Las cosas no estaban mucho mejor en la cárcel de mujeres. En la Rosario Orrego I estaban las escritoras de best sellers y a las que decían abiertamente que no les interesaba la literatura. La jueza del Segundo Juzgado del Crimen Literario era Lorraine Amar, especialista en literatura feminista. En esas instalaciones, ubicadas en el ex liceo Carmela Carvajal, al menos las sábanas estaban limpias y las dejaban compartir recetas de cocina.
Las semanas siguieron pasando. No con esa concepción del tiempo donde un sujeto se encuentra un domingo pensando que es sábado. La lentitud de llevar a cabo las implacables rutinas, tenían a los presos en estados delirantes cercanos a los cultos evangélicos donde se habla en lenguas. En el penal de Roberto, unos poetas decidieron iniciar una huelga de hambre, pero los gendarmes no se preocuparon en lo absoluto. Como todos se excedían en peso, creían que no les haría mal una dieta forzosa. “El lazarillo de Tormes” trataba de negociar articulando unos balbuceos convenientes para enredar a sus cuidadores, que se veían a sí mismos hipnotizados al estilo de como lo haría la serpiente del paraíso, pero volvían en sí, y se daban cuenta del engaño. También notaron que eso que tomaba permanentemente en una taza y parecía agua, era jugo de latas de atún.
Raúl se juntó con los amigos para contar las novedades sobre Roberto. Todos sentían rabia y desasosiego por su futuro. Intentaron volver a verlo, pero no se los permitieron, y si bien les costó asumir que no podrían salvarlo en una maniobra de película, por más que Raúl estuviera obsesionado con las películas de Jean Claude Van Damme, sus ideas no pasaban más que por disparates.
Como todo en la vida requiere de grandes movimientos para terminar con las crisis, los presos de la Nicanor Parra I se unieron para amotinarse. Un diecisiete de octubre, en medio de las celebraciones del natalicio de Pablo de Rokha, empaparon sus calcetines en cloroformo para adormecer a los gendarmes. Borrachos y enardecidos los golpearon mientras dormían y le prendieron fuego a la cárcel con unos balones de gas. Salieron corriendo de la Penitenciaria con la libertad que nunca habían experimentado. La mayoría de ellos fueron a buscar ropa a sus casas y se subieron como polizontes en camiones, autos y trenes. Algunos pocos fueron apresados de nuevo y remitidos al penal. El más castigado fue el Lazarillo, al que simbólicamente, lo enviaron de agregado cultural a Fantasilandia. El caso de esta dictadura intelectual y sus terribles consecuencias duró varios años, hasta que intervinieron organismos internacionales encabezados por la Sorbonne, Oxford y Paris VII. Tras varios hechos de sangre, el presidente intelectual debió abandonar el nuevo Chile en un avión rumbo a España, donde lo recibió la RAE.
Varios años después, en pleno centro de Santiago, Roberto se paró frente a la vidriera de la librería Metales Pesados. Titubeó si comprar o no, un nuevo texto de estudio de Nelly Richard. Con el libro entre las manos, recordó su paso por la inédita cárcel literaria.
+ Natalia Berbelagua (Santiago, 1985). Ha publicado los libros de relatos Valporno (2012), La Bella Muerte (2013), Domingo (2015) y el poemario La marca blanca en el piso de un cuerpo baleado (2016) e Hija Natural (2019). Valporno fue traducido al italiano por Edicola Ediciones. Ha publicado en diversas antologías, entre ellas We rock de Ediciones B y El arte de la sonrisa, de Suburbano ediciones, Miami. Imparte talleres literarios experimentales como narrativa autobiográfica y genealogía.
+Imagen: La Furia del Libro 2019, La Tercera