Comer sobre un puente. Victoria Donoso

Los días están un poco fríos y los ánimos siempre recaen cuando un montón de nubes surten el cielo, usualmente azul, de un gris que juega más aparejado con el blanco.

¿Cuáles son las recetas que guardamos en nuestro archivador mental cuando, más que salir a patear la ciudad, debemos quedarnos varias horas en departamentos ínfimos con una estufa encendida pegada a nuestras piernas?

Generalmente, estoy del lado de las personas que sostienen que la comida chilena no es demasiado elevada en cuanto a ideas. Pero también lo cuestiono. En un video cómico decían exactamente eso: que cinco de los platos típicos chilenos tienen los mismos ingredientes, preparados de diferentes formas.

Para eso, dos de mis hipótesis. La primera es que, incluso en los días de frío de antaño, a nuestros antepasados les dio el mismo tedio que a nosotros salir a comprar ingredientes solo con el fin de innovar en la cocina diaria. De pronto veo a una señora en una cocina de campo, sentada cerca del fuego, pensando más que nada en el tedio que le parece tener que preparar el almuerzo. Pasa la vista de reojo por la despensa. En un momento dado, un halo innovador puede cruzar su cabeza y pensar en moler un zapallo y una papa con el tenedor. Eso bastará para dejar satisfecho al hombre que espera despotamente su plato caliente servido a las doce en punto.

La segunda hipótesis. Aun cuando sean todos guisos, las verduras en Chile son un privilegio excepcional. Y eso nos llevó solo a pensar en diferentes formas de consumirlas. En el sentido enfermo en que se nos cruza una idea y no la dejamos en paz por varios meses. Como con el trap. Al principio no estábamos seguros, pero ahora que nos gusta escucharíamos miles de canciones una y otra vez. Seguro muchos intentarán innovar en el género usando los mismos materiales. Y en este sentido, nuestras recetas son toda una innovación: mil formas de comer zapallo ¿por qué no?

Hay pocas cosas mejores que las sopaipillas. Cuando era estudiante, algunas amigas me repetían que el aceite del carro era insalubre, pero ver bañada en aceite una masa con una diminuta ración de zapallo, era para mí, algo supremo. Luego en la universidad recurrí en exceso a las sopaipillas. Son baratas y uno nunca tenía mucho dinero. Un día catastrófico puse las noticias de Megavisión y justo di con una nota especial sobre el tema. Calculaban que cada una de esas deliciosas masitas -que me habían salvado de inanición tantas veces- tenían alrededor de cuatrocientas calorías. En esos tiempos creo que comía entre seis y ocho diarias. Fue un lindo romance, pero mi vanidad le puso un corte definitivo. Y aun con todo, debo admitir que hubo una recaída. Un día, en un sábado fallido, pasé por el puente Pio Nono con dos amigas y ochocientos pesos. Gastamos todo en sopaipillas. Ellas se comieron una, yo seis. Fue como caer en un foso de diez metros de profundidad.

El punto de inflexión lo dio el frío de la madrugada en un día de invierno, la sensación de estar parada encima del río, las caras de mis amigas con los ojos achinados de tanta risa. Eso me hace pensar que al final siempre vale la pena haber comido.

+ Victoria Donoso (1992), es Licenciada en Letras de la Universidad Diego Portales. Actualmente trabaja en el Departamento de Extensión Cultural de la Biblioteca Nacional de Chile.
+ Imagen: Arcimboldo