“Ningún hombre de la familia había aceptado nunca un honor y, al mantener, esta tradición de desmerecimiento, las mujeres de la familia la habían ampliado hasta tal punto que cuando comían fuera de casa se limitaban a picotear la comida, creyendo que rechazar los sándwiches en la merienda o el pollo de los domingos, rechazar cualquier cosa, era un signo de carácter. Las señoras siempre se levantaban de la mesa con hambre, pero su sentido de la dignidad quedaba igualmente satisfecho”.
John Cheever
Las cosas empiezan así. Deteniéndome a pensar la razón por la que hombres y mujeres pretendemos comer mínimamente cuando tenemos algún encuentro romántico. Busco divertidas líneas argumentales que me hacen gastar mi tiempo poniéndolas en este papel. Esto, a su vez, se ha convertido en la actividad más divertida de realizar entre tanto desenfreno ante asuntos ministeriales.
El primer punto importante de aclarar, es que este tema está cortado hasta la médula por cuestiones de género. Pero esa es la obviedad, y si la despejamos, saltan a la vista una serie de imágenes o escenas que proyectamos con tal talento -sobre posibles situaciones escabrosas-, que solo queda pararse a aplaudir nuestra propia genialidad.
Imagino una mesa chica, un día de primavera cualquiera, en Santiago. Mientras la boca del que está sentado al frente se mueve ávidamente hilando cuestiones relativas a pasajes de las más notables películas de la Criterion Collection, la cabeza se larga y viaja muy lejos. Como en La Odisea.
“Si como mucho arriesgo claramente algunos de estos vergonzosos impasses: perejil en un diente, tomar mal el tenedor y el cuchillo, hablar mientras como, reírme y que salga la bebida por la nariz”. La boca de al frente ha salido de la cabeza y se mueve sobresaliente, mientras atrás se dibujan unas hojas increíblemente verdes recién brotadas y mi cabeza sigue a una distancia kilométrica de la mesa. Vienen bajando una avalancha de imágenes similares, donde todo mi sex appeal queda aplastado de inmediato.
Y mientras va terminando la interminable perorata intento suavemente calmar la cabeza y bajarla a la conversación “¿A ti cuál te gusta?”. Dentro de lo estricto que pueden ser las formas de razonar diariamente, la persona ha logrado hacerte aterrizar. Y me pregunto si no es eso lo que uno necesita.
Pasados los días baja un aburrimiento abrumador. No quiero escuchar más. Y es ahí donde piensas que la decisión de no comer, es la mejor que puedes adoptar. Ocultar la vergüenza tras el carácter y pararte altivamente ante quien te hace gastar interminables horas examinando la toma única de El arca rusa.
Practicar, como el artista del hambre, el acto de dejar de comer como una indolencia imposible de tratar.