En esta revista, a propósito del pretendido insulto “Y ahora, monos, vayan a ver el mundial”, Silvia Veloso recordó una lista de hombres de letras e ideas que fueron o son amantes del fútbol: Albert Camus, Juan Villoro, Niels Bohr, Roberto Fontanarrosa y Pier Paolo Pasolini. Sumemos a la lista a Jacques Derrida, el filósofo de la deconstrucción, franco-argelino como Camus. El asunto, claro, no es intelectualizar el fútbol para justificarlo, pues sería la misma idiotez del que lo aborrece por poco intelectual. Se trata, más bien, de contar una anécdota y jugar con palabras aquellos que, como el que escribe esto, ya no pueden jugar fútbol.
En una entrevista hecha en 1991, Derrida recuerda sus años argelinos, su infancia y adolescencia: “Solíamos jugar hasta que estaba oscuro: soñaba con convertirme en futbolista profesional”. Viniendo esa declaración de un filósofo que creía que la biografía era imposible, hay que decir que son palabras suficientemente biográficas como para sacarles punta. Lo hizo Allan C. Hutchinson cuando escribió un artículo titulado “If Derrida Had Played Football”, si Derrida hubiera jugado fútbol, publicado en 2005 en un número de German Law Journal dedicado al filósofo. Hutchinson dice que esta observación al pasar nos lleva “desde el margen expresivo al corazón subversivo de este hombre de pensamiento y lo revela como un hombre de acción frustrado; la vida filosófica fue solo un consuelo para una vida más plena como héroe deportivo. Sin embargo, de muchas maneras, se puede aprender y comprender tanto sobre la ouvre derridiana tratando a su autor como futbolista, como alguien que ejerce su oficio en los campos deportivos en vez de las aulas y bibliotecas del mundo. De hecho, si Derrida hubiera jugado fútbol, tanto la filosofía como la vida podrían haber sido mejores. No porque le hubiera ahorrado al mundo sus interrogaciones filosóficas, sino porque podría haber causado una impresión aun mayor en las sensibilidades y los sentidos de su tiempo. Es como un futbolista de talento ofensivo, no como un intelectual de defensa legendaria, que recordaré mejor a Derrida”.
Con el perdón de los filósofos, una vez que los últimos asaltos a la verdad fracasaron (la fenomenología, el positivismo lógico), se me ocurre que la filosofía no queda sino hacerla porque sí —como tal vez la hizo Derrida— sin más justificación que el solo hecho de hacerla, tal como se juega y se ve fútbol. O si no, que lo diga el propio Derrida: “¿Lo que la deconstrucción no es? ¡Pues todo! —escribe en su “Carta a un amigo japonés”— ¿Lo que la deconstrucción es? ¡Pues nada!”. Una finta digna del delantero que habría sido el filósofo, y que me trae a la memoria una genialidad de los Monty Python: un partido entre la selección de filósofos alemanes y la de filósofos griegos en el que no pasa (casi) nada, salvo un “¡eureka!” triunfal, que es mejor ver que contar.
El testimonio juvenil-futbolero de Derrida se encuentra en Jacques Derrida (1993), de Geoffrey Bennington, a la vez biografía y diálogo con el filósofo. La declaración está al pie de una foto en blanco y negro, en la que siete adolescentes posan en una cancha de tierra, ubicados delante del palo izquierdo de uno de los arcos: los dos que están atrás parecen acuclillados, delante de ellos hay tres más, sentados y con sus piernas cruzadas; en primer plano se ve recostado al que tal vez sea el arquero, pues tiene la pelota en su mano izquierda; y, a la derecha de este, también sentado, se ve a quien —por las cejas gruesas y la mirada coqueta— parece ser Derrida: morenísimo, de pelo negro corto pero voluminoso, de costado a la cámara, sentado de tal manera que su brazo izquierdo queda más adelante y sostiene el peso de su cuerpo, mientras que la mano derecha está sobre uno de los hombros del arquero.
Hablando de esto, de los intelectuales amantes del fútbol, un amigo me recordaba algo que dijo el escritor argentino Fabián Casas, sobre los primeros quince minutos de algún partido de la selección Argentina: son poesía. Y entonces recordé aquella vez en la que Marcelo Bielsa, un entrenador que no suele celebrar los goles que hacen sus equipos, desató su alegría con uno que hizo Matías Fernández en un partido de Chile contra Colombia: en mi recuerdo, Mark González lleva la pelota por el lado izquierdo de la cancha, deja atrás a un colombiano, le pasa la pelota a Arturo Vidal, que está más adentro en la cancha, cerca del área grande, y este, en vez de tirar al arco, vuelve a pasar la pelota, todavía más hacia dentro de la cancha, para que, corriendo, desde atrás, con en arco justo al frente, aparezca Matías Fernández y, sin parar la pelota, pateé directo a la malla y sea gol de Chile. Luego de eso, tras la repetición del gol, la televisión mostró la celebración de Bielsa, quien grita gol y mueve torpemente sus brazos en alto y con las manos empuñadas.
Probablemente, en la mente de Bielsa, ese gol realizó todas sus ideas sobre el fútbol, y entonces fue poesía. Y alegría, y explosión; un instante de sentido. Quizás, entonces, valga poner aquí las palabras del ex jugador y entrenador británico Bill Shankly, leyenda del Liverpool, ese club inglés cuya hinchada le canta al equipo que nunca caminará solo (que Allan C. Hutchinson cita en su artículo sobre Derrida): “¿Es el fútbol un asunto de vida y muerte? No, es mucho más importante que eso”. Y si alguien tuviera la mala idea de preguntar por qué, que se contente con un porque sí.