“Alguna vez me sentía en un estado en donde
veía todo como una filmación o un poema”.
Germán Carrasco
Lo que Julieta está a punto de decirme lo he escuchado por lo menos tres veces en la semana, pero de esta no hay salida. Hay una ventana detrás de ella, el restaurante es de comida rápida y la avenida Irarrázaval, desde aquí, parece solo un recorte quieto para un museo: la grúa de un nuevo edificio que se erige, las micros verdes y azules, las ventanas de los outlets.
—Quizás no te diste cuenta —esconde la vista para tomar impulso y finge seguridad. Ni la ventana ni el mechón de pelo desprendido en el lado incorrecto de su cara pueden salvarme—. En Marzo, en ese concierto, yo te juzgué mucho. De verdad.
Debiese responderle algo, pero ella sigue. Se escuchan murmullos de colegiales que a estas horas ya son libres y el celular está lejos. Es inútil. Tapo y destapo una botella de bebida isotónica por inercia. Enrojezco rápido, odio el sorpresivo sol del invierno y extraño el fin del verano. Me dejo acribillar.
***
Antes de empezar el concierto, le saco un par de fotos y ella sonríe sin mostrar los dientes. Ama la rayas; las de su polera, como sus zapatillas, son negras y blancas. Inclina la cabeza, levanta los dedos haciendo el signo de peace & love y retumba Take me out de Franz Ferdinand. Ligero, alcanzo a oírle el nombre de mi novia, la palabra “Instagram” y una risa. Entiendo a lo que se refiere. El club en el que estamos tiene un muro en forma de U a no más de diez pasos del escenario y yo me recuesto sobre él. Ella me advierte que le da igual Protistas y A veces Amanda. Hay más figuras recortadas que se juntan en el muro, las luces son destellos amarillos que van en círculo, Julieta mantiene su distancia y repite confiada que estará adelante para cuando salgan los argentinos de Usted Señalemelo.
Imagino que podré seguirla, que de algo habrán servido los baños matutinos al ritmo de Aguetas y los movimientos suaves de mi cadera hacia el torso frente al espejo. Yo creo que me veo bien. “Seguir el ritmo es más fácil cuando te lo marcan, te pegas a los demás y solo saltas”, me dirá después. Hay de esos que lo arruinan todo en un concierto: llegan tarde, vienen tarareando y saltando alharacos hacia adelante, extienden los brazos en vez de alzarlos, graban demasiado, se desgarran en los coros. Hay cada personaje. “Pero tú te quedas quieto, Eduardo. Te he visto. Lo máximo que puedes hacer es mover la cabeza y eso es horrible para quien está a tu lado”.
No sabré qué responder.
Perdí a Julieta justo antes del final del primer tema de los US. Y la psicodelia y el pop desencajado de Tu salto o Siento, me arrastraron nuevamente hacia el muro. Algo tiene que pasarte con esos temas: cerrar los ojos, sentir los cuerpos que se elevan y caen en un instante. Sufrir contra el paredón podría ser lo mínimo o lo máximo, pero no se puede permanecer inmune. Es marzo, de madrugada, el verano acaba y hace frío en la avenida Italia. Julieta lleva la ropa empapada, su cabello corto desordenado y cubierto por un polerón gris que hace algunas horas tomó de mi armario. “¿Usas polerones?”, preguntó. Ahora no dice nada.
***
Las letras de Él mató son oraciones cortísimas, preguntas en primera persona, sujetos escondidos. Los dardos llegan y yo aparezco solo en la línea de fusilamiento. Intento despegar los pies del suelo y noto la cerveza seca y pegoteada allí debajo. La cancha del Coliseo está inclinada, pero yo no ruedo hacia adelante. A Santiago, el vocalista, no le importa dejarse ver. Las imágenes detrás de él son de mundos que se acaban o se forman. No hay luces que cercenen los cuerpos, todo es oscuridad o suave bruma de colores. Llevo las manos cruzadas o escondidas en el bolsillo largo de mi polerón. Adelante, la gente salta con las versiones de percusión y cuerdas aceleradas, casi punketas, de Yoni B o Ahora imagino cosas, y ya no hay muro que me pueda retener. Me siento estúpido, a veces, pero el detalle clave para “una filmación o un poema” y lo disfruto. “Hay gente que no transmite nada con el rostro, pero sabes que lo están disfrutando”, intentaré defenderme en vano frente Julieta. “Messi, por ejemplo”, continuaré y, ante su risa, que va y viene, sabré que ella sabe que el terreno es virgen.
—¡No! —me interrumpirá, seguro—. Él no transmite nada con el rostro, pero sí con alguna parte de su cuerpo. Es distinto.
Y es difícil que ella se rinda. Julieta dijo que no quería entrar cuando aún nos encontrábamos en la fila y yo le dije que daba igual, pero tenía que ser rápido. Llegaría Javier, su exnovio, y los silencios, sus intentos inútiles por ser, como dice ella, “la extrovertida entre los introvertidos”, y sobre eso, la imagen de su otro ex merodeando allí mismo y saltando, probablemente, más que nosotros tres juntos.
Javier me lleva una cabeza, o más. Julieta se abre paso entre la gente cada dos segundos y deja siempre un espacio vacío. Yo aguardo detrás de ambos. Él voltea y me indica avanzar. Es cortés, yo le sigo el camino unas dos o tres veces y no más. Javier no lo piensa y avanza detrás de Julieta casi persiguiéndola. Unos tipos a mi costado aparecen de golpe. Son mis nuevos acompañantes. “¡Fuego!”, repite uno desorbitado, “¡Fuego!”.
***
No consigo evitar el flashback. Alguna noche cercana al concierto de Él mató, septiembre, la clausura de un taller de literatura dictado por Pablo Sheng. Providencia, el living de alguna oficina antigua. Alguien habla y los demás aplauden. Protocolo. Alguien no está conforme y pide música. Conecta el parlante al bluetooth de su teléfono y sorprende un vallenato. “Ay vamos, mi amorcito, yo te llevaré al decimoquinto festival de Guararé”. El sándwich que tomo de la mesa está en el centro, doy la vuelta y el huracán se ha armado. Me quedo inmóvil, otra vez, pero eso no parece no librarme de la tormenta, me hace el centro. Pablo intenta seguirle el ritmo a una de las participantes y escucho mi nombre. Intento salir, la música se detiene de improviso y escucho mi nombre aún más fuerte. Mis compañeras peruanas reclaman por música peruana. “¿Qué, Eduardo no está bailando?”, pregunta una. Yo intento anclarme a lo que sea, al teléfono, al baño, a cualquier muro. Escucho a mi jefe en la mente, siempre he admirado su habilidad y la de mis compañeros para hacer eso que llaman “networking”, redes, concretar negocios a partir de una buena conversación, de una sonrisa, de algún movimiento, de cualquier cosa que transmita algo que acerque, que anime a seguir, a continuar. “Eduardo, ¿qué pasa?, te veo animado”, repite burlesco. Lo ha dicho muchas veces, él y algunos otros. Me enrojezco, con suerte huyo.
“Es que si no saltas, si no te mueves”, escucho decir a Julieta, “incómodas”.
Puedo verme nuevamente en el Coliseo. El bajo se escucha constante y resuenan suaves golpes en la batería. Santiago Motorizado quiere finalizar el concierto complaciendo a los tipos de mi costado y lanza “Fuego”. El síndrome de no tener nada en las manos me ataca de golpe. He sabido culpar a menudo a los años en los que me pasé visitando conciertos solo para sacar buenas fotos con una réflex, pero cualquiera que me mirase allí, casi petrificado, pensaría que es mi primera o quizás mi última vez. Seguir el ritmo es también una forma de no morir, una especie de selección natural que aún no he podido superar y que sí, lo sé porque estoy en medio de un círculo vacío, incomoda.
Salto, los brazos al aire. Grito. Debería no importarme nada, pero logro divisar la gorra que Javier llevaba puesta y tengo la seguridad de que Julieta está adelante. No me importa golpear a la gente, ser uno de esos “personajes que arruinan todo en un concierto”. Quiero llegar hacia ella. Los golpes en la batería se acrecientan y Santiago canta: “vamos esta noche puede ser mejor, mirándote”. Eso sería perfecto si no disfrutara tanto ver a la gente ser feliz. Mis compañeros inmigrantes rompiendo esquemas en un taller de literatura, los del trabajo cerrando millonarios contratos que enriquecerán al jefe, los de mis costado alejándose, reclamando “Fuego”, Javier protegiendo a Julieta de los empujones y ella, airosa, huyendo de él.
Todos intentan sobrevivir de alguna forma, pero estoy cansado. Prefiero vivir y morir aplastado al siguiente instante. Entonces, me quedo quieto. Por sorpresa, casi siempre, o por derecho. “Ahora soy mejor, te juro soy mejor. Ahora soy mejor, te juro soy mejor”. Nunca el final de esa canción me hizo más sentido.