Querida Sara. Eduardo Andrade

Querida Sara,

No has respondido mi último mensaje y ya han pasado casi ocho años desde la última vez que hablamos. Tuvo que ser en el colegio, ¿lo recuerdas? ¿Diciembre?, ¿2009? Yo no alcancé a tomarme una foto contigo la noche en la que acabó y caminé a casa arrastrando el saco con dos o tres amigos más por la prolongación Unión, una avenida que nos conectaba con Trujillo y que me parecía inmensa en ese entonces. Acabamos la fiesta temprano y acordamos vernos a la mañana siguiente, pero eso jamás pasó y yo lo sabía. Nos lo había advertido otro profe semanas antes y no me afectaba, pero te incluía. No volviste a responder ningún mensaje.

Tenías 27 cuando te conocí, yo 15. No había Instagram ni Facebook ni smartphones, pero si un e-mail con un diminutivo extraño, que anotaste en la pizarra el primer día. Tranquila, voy a obviar ese detalle; también pasé por eso y como tú, ahora, tengo una tarjeta corporativa con un absurdo logo y un correo quizás más formal. Un año antes, habíamos sufrido las absurdas políticas segregacionistas de los directivos del colegio, que habían decretado que la división de nuestro año tomaría como indicador las notas alcanzadas anteriormente. “Al A los inteligentes, al B los burros”, le oí decir alguna vez a un amigo y por eso, cuando nos volvieron a revolver aleatoriamente en cuarto año, me tocó caer del lado B y en tu clase de literatura.  

Quisiera poder encontrar el primer mensaje que te escribí al correo, pero es vano. Entré al Hotmail, los borré todos de un tirón un día. No me culpes, por favor. Cuando tuve mi primera novia, a los 17, no sabía que podía llegar a tanto y tuve miedo, miedo de hacer cualquier cosa que lo arruinara todo y me mandara de vuelta a esa palabra que ignoraba: soledad. Así que decidí borrar el rastro de ese nerd con sobrepeso y con una capa de cabello rizado de diez centímetros, que le escribía poemas a su profesora después de una clase sobre Vallejo y los vanguardistas que le siguieron después. Carlos Oquendo, César Moro, Martín Adán, ¿todavía se habla de la literatura peruana del siglo XX en cuarto año?

Respondiste todos mis mensajes y decías que era bueno, que te recordaba a un amigo de la universidad que también era poeta (¡qué honor! Me considerabas uno), y mencionaste que eran gente triste y yo era feliz en ese entonces, no te entendí. El hecho es que la primera chica con la que entablaba una conversación real era mujer delgada y esbelta, cabello rizado y lentes de marco, maletín de cuero, libros, carpetas, hojas sueltas, que vivía en un distrito aledaño al mío y que un día empezó a contarme que las cosas en su casa no iban bien, que no hacía mucho que su madre había fallecido, que su papá no la entendía, que tenía un hermano al que una vez un compañero mencionó que había visto y que era gay y entonces, quise golpearlo, pero nunca lo había hecho y, como todos, me reí. Daba igual la cantidad de chicas que me habían ignorado antes a través de la ventana azul del messenger y con una imagen de un skate o de Abril Lavingne, esto superaba mis expectativas y continuaron los poemas, que luego imprimía y pegaba en un cuaderno especial (que por cierto, también tiré), las clases adelantadas, las lecturas especiales, algunas videollamadas en donde decías que se veía bien mi pelo rizado y que habías notado que tenía el tic de enredarlo una y otra vez con mano, y que habían domingos en los que te sentías aburrida y una de tus principales aficiones era ir a comprar zapatos en el centro.

Estuve ahorrando en el verano para salir contigo, ¿sabes? Pero nunca te invité. Un profesor antiguo que te conocía desde niña, mencionó alguna vez que tú tenías buenos pretendientes: ingenieros, médicos, y una vez también nos mandaste a realizar un reportaje grabado y con mi grupo te trajimos uno en donde investigamos sobre fantasmas en el cementerio más antiguo de la ciudad y hasta pasamos una madrugada en nuestro colegio. Mentimos, debo decirte, le convencimos al conserje de que apagara todas las luces y nos dejara grabar apenas se ocultara el sol. Pero quedaste encantada con el trabajo, faltaban pocos meses para acabar el colegio y casi como sacándome de tu terreno de inmediato me metiste la idea de estudiar periodismo.  

Estoy seguro que dentro de las últimas cartas que te envié, cuando ya estudiaba comunicaciones en la universidad, copié algunas líneas del poema de Baudelaire que me pasaste. “El albatros”, se llamaba, ese que “sus alas de gigante le impiden caminar”. Cuando tus respuestas empezaron a ser menos frecuentes, yo sabía salías con un tipo que había entrado como practicante al área de sistemas en el colegio. Averigüé un poco, también: tenía dinero, era hijo de un importante empresario de calzado de la ciudad. Una vez, al término de las clases, me llamaste por el pasillo de salida y te ignoré porque estabas con él, recuerdo, hasta que alzaste la voz. Entonces, cuando me acerqué, él dijo que cómo podía ignorar a una profesora tan linda y tú reíste, te sonrojaste y yo lo supe. Días después, te hablé y te dije que te casarías pronto y que sería un honor poder estar allí.

Esta es la primera vez que te escribo sin decirte “profesora” y quizás la última. Solo es un aviso necesario de que de vez en cuando tu recuerdo aparece. Como cuando le dije a mi primera amiga de la universidad que era totalmente idéntica a ti o cuando presenté mi primer libro. Como cuando caminaba por la avenida principal de la ciudad en donde vivo ahora y me enteré que había ganado un fondo para escribir ese libro o cuando revolvía los tallarines fríos con salsa roja y repetía así el lunes, el martes, el miércoles, porque mi sueldo de periodista no me alcanzaba.

Dos años después, querida Sara, dos años después de que acabé el colegio, yo salía con una chica que en ese entonces era tu alumna y con la que estaría por seis o siete años más. Tú lo sabías porque una vez ella me dijo que se lo mencionaste y que incluso le dijiste que si hubieras tenido mi edad de seguro hubieras salido conmigo. Eso le pareció sospechoso, pude notarlo, y me alegré nuevamente de haber eliminado todo nuestro historial de cartas y de estar cada vez más lejos de la soledad y de aquel Andrade del colegio. Esa misma chica me diría algunos meses después que a ella y otros alumnos más, incluso de otras generaciones, les habías reclutado como damas y pajes de honor para tu boda y yo lamenté no ser lo suficientemente guapo para haber sido elegido.

Un día, cuando regresé a casa, la tía con la que vivía me dijo que había llegado algo para mí y quedé extrañado. Saqué el sobre blanco por en medio de los vidrios de la vitrina en donde guardaban los recados que llegaban a la casa y lo abrí. La invitación de tu boda era color lila pastel y traía una foto tuya con el tipo con el empezaste a salir cuando yo cursaba mi último año en un colegio de donde se alcanzaba a ver Trujillo y el mundo entero, en ese entonces.

Guardo la foto que te saqué con mi novia en aquel día. Es de lo poco que queda de esa época, como la invitación a tu boda y a su fiesta de quince años, no recuerdo haber ido a otros eventos sociales durante mi adolescencia. Ustedes dos se parecen al lado A y B de un cassette que cuenta la misma historia y hoy debo desgrabarlo todo para saber si es que omití algo, un murmullo o un silencio, un emoji de más o alguna frase de un poema, algún grito fallido en el rincón de una fiesta.

 

+ Eduardo Andrade (Trujillo, 1993). Es periodista y vive en Santiago desde el 2014. Ha escrito textos de no ficción para las revistas Puroperiodismo, El Desconcierto, Escritura Crónica y Late. En el año 2017 recibió el fondo otorgado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes para la creación literaria. Sudamerican Dream es su primer libro.