El despertar. Gabriel Rimachi Sialer

“¿Where  the bad folks go when they go down?

Don´t go to the heaven where  the angels flight,

They go to the lake of fire and fright.”

 

Era un día como cualquier otro, Angel Ramos se levantó temprano para ir al Colegio Particular Religioso donde estudiaba. Encendió la radio y escuchó las noticias mientras se lavaba la cara. El locutor hacía recuento en tono muy nervioso de los últimos atentados perpetrados por las guerrillas en el interior del país. Ángel Ramos subió el volumen de la radio y alcanzó a escuchar que los guerrilleros estaban entrando a la ciudad y que contaban con armamento de gran poder. Cambió de estación de inmediato recorriendo todo el dial velozmente, intentando escuchar alguna noticia parecida, algún aviso de alarma, pero no encontró nada.

Tomó el desayuno con sus hermanos y su madre. Su padre siempre protestaba por las mañanas mientras tosía ferozmente al lavarse la boca. Quiso hacer algún comentario respecto a la noticia que había oído, pero el temor de sonar alarmista le impidió hacerlo. Se despidió de todos sus hermanos como nunca, le dio un beso a su madre y otro a su padre, les pidió que tuvieran mucho cuidado y que si algo pasaba llamaran a la casa, su madre le preguntó si se encontraba bien, el dijo que sí pero que en la mañana… nada, sólo que ya me tengo que ir porque se me hace tarde. Salió de su casa rumbo al colegio con un gran cargo de conciencia por no haber alertado a su familia y con un gran temor que le obligaba a observar hacia todos lados como si la paranoia se apoderara de este joven de tan sólo dieciseis años. No me importa, ese no es mi mundo, así que no me pasará nada, ahora corre compadre porque si cierran la puerta el Sr. García te va a dar de alma con el tres puntas. Atravesó la puerta rápidamente, corrió hacia el grupo de compañeros que ya estaba formado y se incorporó de manera mecánica, como todos los días de su vida desde los cinco años, a cumplir con los marciales ritos de la formación.

¡En columna, cubrirse!, ¡a la derecha, derecha! ¡firmes! ¡descanso! ¡atención! ¡El himno de nuestra patria por la cual daríamos hasta la vida!, ¡usted! ¡sí, usted señor, a ver venga acá! ¡Así que no quiere cantar, qué pasa, no ha tomado desayuno! ¡Ponga la mano! ¡Sí carajo, la mano! ¡Veinte palmetazos! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡No saque la mano! ¡Diez más carajo! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!…

Como todos los días entraron a los salones en tropel, atropellándose y de vez en cuando metiéndose la mano, ¡ja, ja, ja, rotito!, ¡ya te jodiste negro! Eran cerca de las diez de la mañana cuando Ángel Ramos pidió permiso para ir al baño, los nervios lo estaban traicionando, salió de la clase de Historia que tanto le gustaba con el pensamiento de la mañana. No soportaba la idea de quedarse solo, aunque lo hubiera deseado alguna vez en la vida, no quería quedarse solo, completamente solo. Algo raro estaba pasando, el auxiliar le había dado treinta palmetazos al chato Rivera sólo porque se había estado rascando un huevo durante la formación. ¡Pero si me picaba pues compare!, ¡qué iba a hacer! La reacción de los auxiliares fue muy extraña esa mañana. Entre ellos murmuraban algo acerca de la noticia de la radio, qué iban a hacer si algo pasaba. Debemos suspender las clases de una buena vez, decía López, no podemos exponer a los muchachos a cualquier desgracia. Pero ya están acá dijo el Padre Director, no perdamos el control y mantengamos la calma. El colegio estaba ubicado a unas tres cuadras del Palacio de Gobierno, entre el Convento, que pertenecía al colegio, y unas hermosas casonas en una de las cuales funcionaba la Compañía de Luz del Estado. Al entrar al baño, Ángel Ramos se percató de que al interior del convento unas sombras se deslizaban rápidamente por entre las sillas amontonadas en la parte posterior. Sin perder la calma, siguió con la mirada atenta a aquellas sombras, ¡deben ser militares, mierda! ¡tienen metralletas!, ¡la noticia de la radio no era mentira! Qué hago, qué hago carajo, qué hago, me largo sí pero la única salida es por el convento, por la puerta principal no me van a dejar salir… pensó esto en tres segundos, al quinto segundo se oyó una explosión que remeció las bases del colegio ya centenario. Otras siete explosiones se oyeron un poco más a lo lejos. Cada vez se acercan más. Los alumnos salieron disparados hacia el patio de honor. Los auxiliares se pusieron fuertes y trataron de ordenarlos como mejor pudieron. ¡No pasa nada! ¡No pasa nada! ¡Entren a sus salones!  ¡Entren carajo!

Ángel Ramos sintió terror. Desde las ventanitas del baño alcanzó a ver cómo una cuadrilla de gente armada con metralletas y puñales le abría la garganta al Padre Director por haberse negado a darles las llaves de la sacristía. Avanzaron hacia el portón de madera que daba al colegio y asesinaron a tres sacerdotes más, y entraron hacia el colegio destrozando el enorme portón de madera. Los alumnos se enardecieron y cogieron cuanto objeto contundente encontraron a su paso, palos, piedras del campo de fulbito, fierros viejos de los depósitos del colegio, alguien tenía por allí un cuchillo, una navaja. Se sintieron muy valientes, hasta que una granada destrozó la cabeza del chato Rivera que se había lanzado hacia aquel grupo de gente armada. Se quedaron paralizados. El cuerpo del chato Rivera quedó regado por todo el colegio. Su cara no existía ya y era tan sólo una masa de carne con sangre que corría por todos lados. Alguien se envalentonó por la indignación y azuzaba a los alumnos para buscar venganza. Se inició un tiroteo por parte de los guerrilleros cuando al entrar por el portón fueron recibidos con piedras y palos por los alumnos. Ángel Ramos se juntó con el negro Salazar y le pidió el otro cuchillo que sabía que siempre cargaba para irse a robar a la avenida Tacna después de clases. El negro le dio el cuchillo y saltaron hacia fuera del baño, corrieron por todo el patio de honor buscando alguna salida, pero no la hallaron, los hombres armados estaban tomando posición rápidamente para iniciar algún ataque contra la policía y el ejército, que ya estaban entrando por el puente que se podía ver desde el patio menor del colegio. Ángel Ramos saltó hacia la oficina del padre director, el negro Salazar lo siguió muy de cerca, hallaron el teléfono y llamaron al número de emergencia, contestó un hombre muy desesperado, los muchachos trataron de decirle algo, pero las lágrimas se les salieron y no pudieron más que balbucear, ¡Están matando a nuestros amigos! ¡Vengan rápido! La voz del otro lado del teléfono les pidió que se quedaran donde estaban y que no intentaran huir pues sería muy riesgoso y podría ocurrirles algo. Mientras Ángel Ramos hablaba con el hombre del servicio de emergencia, el negro Salazar sacó la cabeza por la puerta de la oficina del Padre Director, abrió la boca hasta donde se lo permitía su configuración ósea y estalló en un llanto ahogado, como esos pititos que lanzan las mujeres cuando gritan de espanto. Ángel Ramos lo miró y se percató de que algo estaba ocurriendo, pues el negro estaba pálido. No había terminado de hablar con el hombre del servicio de emergencia cuando el robusto brazo del negro Salazar lo enroscó por el cuello y lo sacó hacia el umbral de la puerta, subieron corriendo hacia el segundo piso. Se escuchaban gritos de dolor y de desesperación. Unos lamentos como de animal herido les enchinaron el cuero a los dos. Por uno de los vitrales de los salones del segundo piso vieron cómo los hombres armados le pedían a un grupo grande del colegio, casi las tres cuartas partes, que vaciaran sus bolsillos y sacaran sus cosas de los salones; la gente obedeció inmediatamente, los formaron y los seleccionaron de una forma extraña para ellos, al gringo Ackerman lo hicieron a un lado, y al negro De la Cruz a otro. El flaco De Marco se unió con Ackerman y el cholo Márquez con el negro De la Cruz. ¡La cagada! dijo el negro Salazar, ¡los van a matar! ¡Estos hijos de puta no son más que un grupo de racistas con armas, ya me cagué! No te preocupes negro, que yo también soy cholo, así que mientras nos ayudemos todo estará bien, creo que el ejército ya debe estar cerca, ¿acaso no escuchas las explosiones y todo el tiroteo? Sí Ramos, pero… Pero nada compadre, no te mariconees ahora, necesitamos salir vivos de ésta. Dónde estarán mis hermanos y mi madre, mi papá viajaba hoy, dónde estarán… las lágrimas se le salieron a Ángel Ramos como si una hemorragia incontenible de dolor le hubiera sobrevenido, miró al negro Salazar que también lloraba. Comprendió que si continuaban así la desesperación los haría cometer alguna tontería y eso podría costarles la vida. Sin embargo, sabía también que no era un valiente para soportar tanta desesperación y dolor. Volvieron a mirar hacia el patio principal para ver qué ocurría. Se quedaron mudos. Los ojos se les inyectaron de rabia, impotencia y dolor, las piernas les temblaron y la piel de gallina les dolía de tan tiesa que estaba. Los hombres armados metieron a todos los negros y cholos en un salón grande y a todos los blancos y blanquiñosos en otro. Todos tenían las manos amarradas a la espalda. El loco Cabrera intentó correr a través del patio, alcanzar la puerta y saltar hacia las vías del tren, que quedaban al lado del colegio, junto al río, pero las metrallas le destrozaron el pecho. De la Cruz los insultaba con todo su odio y el cholo Márquez intentaba cortar sus amarres con la hoja de afeitar que se ponía entre los dedos para tirar cachetadas a sus adversarios de turno a la salida del colegio. Las puertas se cerraron. Con un enorme madero los hombres armados clavaron las puertas, revisaron las ventanas enmalladas del salón y lanzaron varios baldes llenos de gasolina. La gente enloqueció. Gritaban, lloraban, suplicaban, por favor, ¡mamá donde estás, por favor! ¡¡¡hijos de puta qué van a hacer, nosotros no hemos hecho nada!!! ¡¡¡Por favor!!! ¡¡¡no haga eso¡¡¡ ¡fósforos, Negro! ¡Negro! ¡¡¡Que no caiga el fuego acá adentro!!! ¡¡¡tú, haz lo mismo!!! Las lágrimas se les salían a todos en el salón, se apretaban unos contra otros, todos querían salir pero la puerta clavada no lo permitía, Contreras murió aplastado cuando Reaño en medio de la confusión y la desesperación lo estrelló contra el suelo y la demás gente lo pisó. Afuera Ángel Ramos y el negro Salazar, desde el segundo piso, no sabían qué hacer, miraban y no miraban, no podían creer lo que veían, era imposible, el ser humano no puede hacer estas cosas negro; esto sólo pasa en las películas, ¡mierda! ¡Cómo gritan! Ramos mira, este hijo d…. ¡¡¡prendió el salón!!!, ¡¡¡Aaaagh!!! ¡¡¡Aaaagh!!! ¡¡Aaaagh!! ¡Aaaagh! ¡Aaaagh!, ¡calla negro de mierda, o nos morimos también!, ¡¡puta madre, qué es esto, dios mío!! ¡¡Haz algo!! Los gritos se sucedían uno tras otro, el olor de carne, cabello y ropa, mezclado con el olor a gasolina y madera vieja, quedaría grabado en sus mentes por el resto de sus vidas. El cholo Márquez, con la cabeza en llamas, logró romper la malla que cubría las ventanas que ya habían reventado por el intenso calor del incendio. Intentó salir disparado pero ya ciego y brutalmente derretido sólo pudo descolgarse por el marco de la ventana cargando en un brazo al negro De la Cruz, ya muerto. Reaño intentaba saltar hacia el patio pasando por entre las cabezas de sus compañeros. Nunca le había caído bien a nadie, siempre estaba pegándole a todo el mundo y no tenía amigos. Levantó al pequeño Contreras por la cintura y lo arrojó por la ventana lo más lejos que pudo. Fue un acto de bondad o tal vez sólo intentaba pedir una oportunidad para su vida. Jiménez le puso cabe y éste se fue de cara al piso, justo donde se había acumulado la mayor cantidad de combustible ardiendo. La ropa se le encendió y antes de darse cuenta, sintió como los zapatos calientes de Jiménez le pasaban por todo el cuerpo, para tomar impulso en su amplia espalda incendiada y salir hacia el patio de honor donde el cholo Márquez se derretía. Una vez que cayó al suelo, uno de los hombres armados le disparó en los tobillos,  luego en las manos. Los alumnos del salón de enfrente gritaban de la misma forma en que gritaban los otros antes de morir quemados. Dale unos cuantos disparos en el cuerpo a algún muchacho, compadre, el que tu quieras, y listo, silencio total de estos mierdas. El hombre volteó, escogió y disparó. De Marco se enroscó como un gusano en el piso, se tapó los oídos y gritó desesperadamente para que todo pasara, como si fuera una pesadilla. Ackerman se estaba desangrando, las balas le habían reventado un pulmón y tirado en el suelo sólo llamaba a su madre. Falcón lloraba arrodillado junto a Ackerman, sin poder moverse, estaba paralizado, completamente paralizado. Ackerman lo miraba y le estiraba el brazo, para que Falcón lo pudiera sentar en algún lugar y su propia sangre no lo ahogara. En la puerta principal apareció la sombra de un hombre alto y fornido, con gestos de odio y voz de mando, será el ejército, pensó Ángel Ramos. De entre los escombros se oyó una voz que firme y enérgica instaba a los guerrilleros a rendirse y deponer las armas. Cuando ingresó al colegio, su instinto de hombre de guerra y de muerte le reveló lo que su nariz percibía. ¡Qué culpa han tenido estos muchachos para vivir todo esto! pensaba el comandante Varela en la puerta del colegio, cuando dio la orden a su escuadrón de entrar y disparar a matar. Los soldados entraron disparando a todo lo que se movía, acribillaron a veintitrés de los treinta integrantes de la guerrilla, el resto se refugió en algún lugar y se inició el tiroteo que duró unos veinticinco minutos. Uno de los guerrilleros que estaba apostado en la azotea recibió una ráfaga de metralla de uno de los soldados, cayó desde el cuarto piso, pero logró asirse del marco de la ventana del salón donde estaban el negro Salazar y Ángel Ramos, se descolgó hacia el interior y cayó sangrante, junto a ellos. Ángel Ramos estaba abrazado con el Negro Salazar; los gritos de dolor de sus compañeros, el estruendo de las bombas explotando cada vez más cerca, los disparos, era el infierno en carne propia. Los dos lloraban y pensaban qué hacer para poder escapar. Pensaron que la ciudad estaba invadida, que ya estaban muertos, que sus padres habían muerto, que sus hermanos habían muerto, que sus familiares habían muerto. Era una locura. Vieron el cuerpo del hombre armado que yacía a su lado pidiéndoles ayuda para no morir.

El negro Salazar, soltó un bramido, como una queja animal. Ángel Ramos perdió la noción de sus valores religiosos, de la poca cordura que le quedaba  y, mirando al negro Salazar, se aventaron cuchillos en mano para destajar al hombre. Los puñales se hundían con odio en el cuerpo del asesino de sus amigos que poco a poco fue haciendo más lenta su respiración. Ángel Ramos hundía una y otra vez el cuchillo sin filo en el cuerpo ya inerte, y el negro Salazar no se quedaba atrás, le había perforado hasta las córneas. El comandante Varela ingresó al patio de honor y se quedó mudo. Un disparo le alcanzó el brazo y mientras caía observaba atónito como el cholo Márquez terminaba de derretirse sosteniendo con lo que al parecer fue su brazo, a De la Cruz, su amigo de siempre. Ordenó la toma inmediata del Colegio. Los soldados ingresaron por todos los perímetros, capturaron a los seis guerrilleros restantes, los formaron arrodillados en el patio de honor y esperaron órdenes. El comandante Varela evacuó a los alumnos del otro salón, Ackerman salió cargado en brazos de sus compañeros, mientras vomitaba sangre. Ya estaba muerto cuando los soldados con una cruz roja en el brazo lo metieron a la ambulancia. Un escuadrón que se había deslizado hacia el interior del colegio por la parte posterior, encontró a Ángel Ramos y al negro Salazar en uno de los salones del segundo piso, abrazados, temblando, llorando y completamente orinados.

Sus chompas olían a carne humana quemada, igual que sus mentes y su impotencia, con los rostros ensangrentados y una expresión animal. Los sacaron del salón y los llevaron hacia el patio de honor; no se preocupen, ya todo está bajo control muchachos, es una suerte que estén vivos, pobres muchachos, ¡¡Quintanilla!! llévalos abajo y que tomen un poco de agu… el soldado divisó un gran charco de sangre que se acercaba hacia sus pies. Vio a los dos muchachos con las miradas completamente extraviadas y el pequeño chorrillo de sangre que caía del apretado puño del negro Salazar. Ángel Ramos tuvo un segundo de lucidez, soltó el cuchillo, fue sólo un segundo. El soldado se acercó hacia ellos. Los miró con cara de quien ha perdido algo muy grande y valioso, tal vez eso que les faltaba en las miradas es lo que se llama inocencia.

Se acercó al cuerpo del hombre armado, que estaba abierto por todos lados, rastrilló su FAL y disparó sin compasión. Volteó a ver a los muchachos. No se preocupen, aún no había muerto… y si no lo mato yo, el nos mata a nosotros. Llegaron al patio de honor y vieron a los guerrilleros arrodillados en el suelo con las manos esposadas a la espalda. Vieron los cuerpos de sus compañeros que eran trasladados hacia una camioneta del ejército. Sintieron la oportunidad de limpiarse del olor a carne quemada. El comandante Varela se percató de esto, observó la mirada de rabia de los dos alumnos. Vio cómo Ángel Ramos murmuraba algo al negro Salazar y cómo se lanzaron sobre los dos hombres armados que habían arrojado el cigarrillo que consumió a sus amigos en el viejo salón de madera donde Ángel Ramos escuchaba atento las clases de Historia que tanto le gustaban. El comandante Varela se hizo el desentendido, los demás soldados también; Ángel Ramos les pateó la cara y consiguió romperles la mandíbula, mientras que el negro Salazar les destrozaba las costillas a puntapies, bañados ambos en lágrimas y balbuceos. Se los llevaron cubiertos con unas mantas.

Ángel Ramos se despidió del negro Salazar en la puerta principal del colegio. Aún estaban temblando. En un camión los cuerpos del Sr. García, López y los demás auxiliares, eran puestos uno encima de otro, rumbo a la morgue.

Te veo mañana negro. No sé, creo que mañana no hay clases. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Ángel Ramos. El negro Salazar se alejó rumbo a la esquina, dio la vuelta y desapareció. Nunca más lo volvería a ver. Ángel Ramos intentó llegar a su casa pero el camino estaba destruido, tan destruido como él y su espíritu. Se había desconocido tanto que había actuado como un animal, el hombre por el hombre, pensaba, el descontrol despierta a la bestia más letal que existe en nuestro interior, todos tenemos una. No, esto no puede estar pasando, mi madre, ¡¡¡¿dónde está mi madre?!!!; la ciudad no era más que un montón de ruinas y fuego, sangre y olor a combustible. Pidió ayuda al personal del ejército, le dijeron que había otras prioridades. Se encaminó por la avenida principal, cruzó el puente y retornó a su casa, no creía lo que veía. Por todos lados la gente lloraba a sus muertos, los cuerpos salían de todas las casas acompañados de familiares, su corazón latía a cien por hora. El latido era más fuerte cada vez que se acercaba a su casa, el pecho le comenzó a doler cuando estuvo en la esquina. Quiso correr pero no pudo, las paredes estaban negras por el humo del fuego, la calle destrozada, y la panadería del italiano, que estaba al terminar su cuadra se estaba incendiando. No alcanzó a ver a nadie conocido, o quizá no reconoció a nadie en su cuadra.

Tomó valor y subió corriendo al edificio donde vivía, entró a su casa que ya no tenía puerta, el pasadizo estaba lleno de humo, encontró a su madre llorando con la cara ensangrentada, abrazando a su hermanito muerto. Su padre no estaba, quizás ya había viajado, quizás ya estaba muerto. Su madre le estiró la mano para tocarlo y ver que era verdad que su hijo estaba vivo, que su hijo mayor estaba vivo. Ángel Ramos, con el rostro bañado en lágrimas estiró su mano para poder sentir el calor puro de madre que tanto necesitaban su corazón y su alma en ese momento, pero no la alcanzó. Se empezaron a alejar como cuando se parte un papel jalando ambos extremos. Las miradas se confundieron entre asombro y espanto.

Quiso gritar pero no le alcanzó la voz. Una luz muy intensa penetró en la casa, Ángel Ramos vio a su madre desaparecer entre la luz, a su hermanito desaparecer entre la luz, a él mismo desaparecer entre la luz. Cuando pudo abrir los ojos estaba completamente bañado en sudor. Lloraba. Intentó calmarse. Corrió hacia el baño, abrió el caño. Se miró en el espejo…

 

+ Gabriel Rimachi Sialer (Lima, 1974). Escritor y periodista, autor de los libros Despertares nocturnos (2000); Canto en el infierno (2001); El color del camaleón (2005); Tour de force (2011, edición electrónica) y La sangrienta noche del cuervo (2011). Como editor ha preparado las antologías Nacimos para perder (2007); 17 fantásticos cuentos peruanos Vol. I (2008); 17 fantásticos cuentos peruanos Vol. II (2012). En 2009 se publicó El cazador de dinosaurios antología personal mencionada entre las mejores entregas de dicho año por el diario El Comercio. Ha formado parte de antologías peruanas y extranjeras, como la del homenaje a Stephen King, y en 2010 obtuvo la beca de residencia literaria del Gran Ducado de Luxemburgo. En 2012 su cuento “Al morir la noche” fue seleccionado  por The Barcelona Review como el mejor cuento publicado en sus páginas durante dicho año. En 2013 fue considerado por el crítico e investigador Ricardo González Vigil entre los mejores narradores de la década, en la antología nacional “El cuento Peruano 2001-2010”, editado por Ediciones Copé de Petroperú.
+ Imagen: Otto Dix