¿Puede una persona que adquiere conocimientos inesperados volver al estado de ignorancia por opción o la necesidad de una armonía?
Christine es una mujer austriaca cuya familia, como tantas, quedó empobrecida durante la Primera Guerra Mundial. Su hermano murió en el frente, la madre se vio obligada a trabajar en el sótano de un hospital donde agarró una enfermedad, ella misma pasó su juventud encerrada, dedicada a sobrevivir y luego a sus veintiocho, cuando al fin pudo respirar y tomar el sol, no tenía nada, ni adolescencia, y lo único que alcanzaba a hacer en un día era trabajar por una miseria. Con suerte, su rutina en una oficina de correos le daría para dormir bajo techo, alimentarse y cuidar a su madre. Atrapada en este muro construido con el material de su destino, un día su tía, que escapó a Estados Unidos y se casó con un magnate, la invita a pasar con ella dos semanas en Suiza. Después de un viaje en tercera clase, delante de la puerta del hotel, con una maleta de mimbre y su ropa de campesina, el portero ni siquiera le dirige la mirada. ¿Habrá algo para ella en ese lugar cuando su tía le regale vestidos y la peine como una dama? ¿Caerán a sus pies los jóvenes ingenieros y profesionales, los viejitos solos y adinerados? Christine se perderá en la ilusión de ser quien no es durante un tiempo, mientras la silla en la oficina de correos de su pueblo rural la espera con la sentencia de hastío y soledad.
Zweig siempre transforma un relato que podría ser una telenovela insípida en un festival de sabores. A pesar de ser póstuma y una novela más extensa que las otras (dice en Wikipedia incompleta, pero tiene su final), la precisión del viaje sicológico que el relato emprende eleva cualquier drama a un nivel cuya tensión hace música en las cuerdas de las emociones. Su ritmo característico, calmo, silencioso aunque grite horribles verdades, deja que la historia avance sin grandes empujones, como el agua de un río: sabemos dónde terminará pero debemos esperar que recorra cada uno de los meandros. Así Zweig deja intuir desde un principio que su personaje cambiará y que será hermoso, lo que de inmediato nos obliga a pensar en lo que sucederá cuando deba volver a su miseria y todo, hasta las más bellas escenas de baile y comidas elegantes sobre los Alpes, se tiñen a los ojos de quien lee y no de los personajes con el color de la más preocupante angustia.
Tanto en su retrato de la pobreza como de la aristocracia despreocupada, todas consecuencias de una guerra, los contrastes se realzan por la ilusión de una Christine que adora una fortuna ajena. No es el deseo por un medio, que es el dinero, sino por el fin que consigue a través de él: tranquilidad, tiempo, libertad, comodidad, sociedad. Entonces la pregunta del principio: ¿puede una persona que ya adquirió un conocimiento extraordinario volver a ser quien era en su ignorancia? ¿Puede Christine encerrarse en su limitada existencia después de mirar la vastedad del mundo? ¿Qué ocurrirá luego de que le quiten sus vestidos, sus joyas y la rechacen sus nuevos amigos profesionales? ¿Cómo ese gracioso periodo de entreguerras se enfrentará al futuro del siglo XX que estaba por venir? Christine y la sociedad europea no pudieron deshacerse de su pasado. Ella, actuando de niña rica, sufre porque se conoce. Así como ese tiempo de paz es una excusa que pronto borrará sus huellas para dar paso a una segunda guerra peor que la primera, Christine también buscará la salida de su situación confundiendo medios con fines, considerando que el dinero o la misma muerte son ese objetivo perdido en toda su desesperación: una situación estable, donde pueda elegir y sus decisiones no queden amarradas a la subsistencia.