El hombre débil y enfermo que era Nietzsche hizo de la fuerza y la salud no solo el principio y fin de su filosofía, también su criterio de verdad. Una filosofía, dijo, es la confesión de su autor, la expresión de un cuerpo. Habrá que entender entonces su pensamiento como una expresión de deseo, como la confesión de un anhelo; como un ideal en contrapunto con la realidad que era él mismo, Nietzsche. Es bueno que él haya volcado sus anhelos —su otro yo— en el papel y no haya pretendido, en cambio, llevarlo a la acción, por ejemplo, convirtiéndose en un criminal, en un asesino sin Dios ni ley, para demostrarse a sí mismo —como Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo de Dostoievski— que podía ser un Napoleón, un hombre inmoral, o amoral, más allá del bien y del mal (salió verso y no, no es bueno).
Raskolnikov, el culposo asesino de una vieja, le confiesa así su crimen a Sonia, la humilde y piadosa mujer cuyo amor salvará el alma del criminal: “Sonia, tengo mal corazón, no lo olvides. Eso puede explicar muchas cosas. He venido porque soy malo. Otros no habrían venido. Pero yo soy un cobarde… y un miserable… ¡Bueno! No es eso… Ahora hace falta decir algo y no sé de qué modo comenzar…”. Luego de algunas vacilaciones más, por fin el asesino habla: “En realidad, ¿por qué no? —dijo, como si lo hubiera meditado—. La cosa fue así. Verás, yo quería llegar a ser un Napoleón y por eso maté… ¿Qué? ¿Lo comprendes ahora?”.
Solo porque se trata de Dostoievski, sigan leyendo: “La cosa fue que una vez me pregunté: si en mi lugar, por ejemplo, se hubiera encontrado Napoleón y para comenzar su carrera no hubiese tenido ni Tolón, ni Egipto, ni el paso a través de Mont-Blanc; si en vez de esas cosas monumentales y hermosas [en otras traducciones se habla de cosas “heroicas”] no hubiese tenido más que una viejuca ridícula, viuda de algún funcionario del registro, a la que hacía falta matar para sacarle el dinero del cofre (para hacer carrera, ¿comprendes?), ¿se habría decidido a ello de no haber otra salida? ¿Habría tenido escrúpulos por considerar el acto poco monumental… y condenable? Bueno, pues te digo que sobre ese «problema» estuve meditando durante muchísimo tiempo, de modo que me sentí profundamente avergonzado cuando, por fin, adiviné, de sopetón, que no sólo no habría tenido escrúpulos, sino que ni siquiera se le habría ocurrido que el acto no era monumental [o heroico]… y ni siquiera habría llegado a comprender que pudiera haber motivos para tener escrúpulos. Y si ante él no hubiera habido más que ese camino, habría estrangulado a su víctima sin darle tiempo de decir «¡ay!», sin vacilar un segundo… Bueno, yo también puse fin a mis vacilaciones… y maté… siguiendo el ejemplo de tal autoridad… ¡Fue exactamente así como ocurrió! ¿Te da risa? Sí, Sonia; lo que más risa da es que quizás fue precisamente así como ocurrió…”.
Recordé a Raskólnikov y sus afanes napoleónicos luego de leer esta oración: “La voluntad criminal del hombre reclama sus derechos”. La escribe Chejov en su novela Extraña confesión. ¿Existe tal voluntad en nosotros, en todos nosotros? Hay quienes dicen que en toda persona habita un demonio, un sátiro, presto a manifestarse si perdemos el control sobre nosotros, producto —imaginemos— del alcohol, alguna enfermedad y por qué no el exceso de lecturas o de ideas dando vueltas en la cabeza; o tal vez porque sí, como parece ser el caso de los inescrupulosos napoleones.
Supongamos que sí, que existe esa voluntad, refrenada por la vida en sociedad, por la moral, y tal vez en particular por la política democrática que nos ahorra los napoleones. El asunto, entonces, la duda, no es si dadas las circunstancias todos podemos ser asesinos, torturadores, etcétera; no, la duda es qué pasa con nosotros, con nuestra conciencia cuando asesinamos o torturamos. Raskólnikov, por ejemplo, tras matar, se sume en una vorágine de culpa y persecución: de modo que sí, pudo asesinar, pero no, no es un Napoleón. El sólo hecho de preguntarse si éste tendría o no resquemores, la sola duda, lo descarta de ser un Napoleón. La voluntad criminal (o heroica, preferirán decir otros) no duda, es pura certeza, total expresión, activismo: un destino; se mata, por ejemplo, en nombre de Dios, la Patria, el Hombre Nuevo, el Mercado o lo que sea.
También se mata porque sí, como Alex, el protagonista de La naranja mecánica (la novela de Anthony Burgess llevada al cine por Stanley Kubrick) o como el Guasón de El caballero de la noche, de Christopher Nolan, interpretado por Heath Ledger. Ellos dos sí podrían calificar como napoleones sin escrúpulos, sin remordimientos: pura voluntad criminal que se deleita consigo misma.
Todo este asunto plantea el recurrente problema del libre albedrío. Si esas voluntades criminales son pura naturaleza, necesidad, ¿se les puede reprochar algo? O también, si esa voluntad vive en todos, ¿por qué no todos matamos?, ¿será que podemos refrenarnos o simplemente tenemos la suerte de que no se haya manifestado?
En un artículo a propósito del borrador inédito de The Clockwork Condition (“la condición mecánica”, la continuación de La naranja mecánica), Ben MacIntyre recuerda el dilema ético que investiga la obra de Burgess: si tenemos libre albedrío, y podemos elegir el mal, ¿tiene derecho la sociedad a usar una terapia de aversión para volver “bueno” al criminal, tal como hacen con Alex? Y si no tenemos libre albedrío, pues, casi no cabe hacer la pregunta. (Entre paréntesis, recordemos que Alex, ese Napoleón posmoderno, es amante de la música de Beethoven —de hecho parte de la terapia correctiva a la que lo someten consiste en que sienta aversión por ella—; y Beethoven le dedicó su tercera sinfonía, Heroica, a Napoleón… aunque tachó la dedicatoria cuando el héroe de la libertad, igualdad y fraternidad devino dictador. Como sea, al parecer algo pasa con Beethoven y la voluntad criminal, o quizás con la voluntad sin más.)
Les decía que la voluntad criminal (o heroica) no duda, que se mata en nombre de Dios, la Patria, el Hombre Nuevo, el Mercado o lo que sea. Y porque sí. También se mata por amor, como ocurre en Extraña confesión, el libro sobre el que se supone que estoy escribiendo. Ya está dicho que es de Chejov: en principio el narrador es un editor que recibe un manuscrito, que luego nos entrega a los lectores una parte del mismo bajo el título “Extracto de las memorias de un juez de instrucción”; y entonces la historia se convierte en la de ese juez, narrada por él mismo. (De hecho el juez en persona es el autor del manuscrito, aunque en la novela —le advierte al editor— ha cambiado su nombre.) Antes de entregarnos el texto el editor nos dice: “Sin ser un juez de instrucción, y mucho menos un psicólogo inveterado, creí haber descubierto el secreto atroz de un hombre, secreto ante el cual no sabía qué hacer”.
¿Cuál es ese secreto? Tal vez la voluntad criminal. No lo sé, porque voy en la mitad del libro, justo cuando empezará la extraña confesión que da nombre a la novela. Ya veremos. Mientras, recordemos que a Raskólnikov, ese asesino no napoleónico, lo salva el amor, que se redime gracias a Sonia y a Dios. Pero eso es puro cuento, porque, claro, se salva él, arropa su conciencia con la fe; pero la pobre vieja asesinada por esos experimentos mentales y espirituales —por la estupidez de Raskólnikov— sigue muerta, a ella no la salva nadie, como si fuera una suerte de daño colateral de la salvación de un hombre, el mero instrumento de algún plan divino: de una voluntad criminal, necia, sea o no napoleónica.
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[Terminé el libro. No les contaré el secreto, pero sí les diré que hay locura, horror, amor (o pasión), crimen, muerte y creo que arrepentimiento. “Usted es un hombre de suerte; adivinó el secreto”, escribe Chejov. “Pero un secreto y una sangre ardiente no andan bien”.]
Extraña confesión, Anton Chejov
La Nación/Emecé, 2005
+Imagen: Fotograma de La naranja mecánica, Stanley Kubrick, 1971 (novela de A. Burguess, 1962)