Por Jonnathan Opazo Hernández
En esta historia, JG y su padre viajan desde Constitución hacia el sur. Hacia Nahuelbuta, pongámosle. Podría ser una típica historia de padres e hijos: un auto, una conversación que va avanzando en distintas capas unidas por cursos vitales. La carretera, siempre la carretera, ese río que crece bajo la luz de los faroles de la camioneta, y la noche, una sola, monstruo de rostro escarchado y terrible. JG releva a su padre al volante. El padre de JG duerme a intervalos. En la radio se alternan el reguetón —me carga el reguetón, pero esa noche me ayudó a no quedarme dormido, contó JG tiempo después—, las rancheras y los pastores evangélicos.
En esta historia, JG y su padre debían llegar a Nahuelbuta a eso de las una de la tarde del 27 de febrero. Pero la vida no es muy seria en sus cosas.
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En esta bifurcación de la historia, J y RF se reúnen a beber cerveza durante una abrasiva tarde del 26 de febrero. J, RF y JG son amigos desde la adolescencia, pero ahora sólo tienen en común un estruendo, un desastre, la experiencia colectiva del pánico.
La noche del 26, Mauricio Redolés da un pequeño concierto en un desaparecido bar de Talca. J y RF, que escuchan a Redolés en sus computadores y reproductores de mp3 y aprenden sus canciones y hablan de la chica poco comunicativa y de quién mató a Gaete y las citas a Juan Luis Martínez y Carlos Pezoa Véliz, deciden ir juntos. Los acompaña la novia de RF, que para efectos de este relato llamaremos M. RF, J y M asisten a una jornada que, a pesar de la precariedad, funciona. Redolés toca solo. La amplificación consiste en un miserable amplificador Marshall de 45 watts. «No debería aceptar tocar en estas condiciones, pero lo haré por ustedes» dice Redolés. La entrada era barata y el local se llena. La gente canta, corea, se ríe de los chistes de Redolés, etcétera. Una jornada típicamente redolesiana.
RF y J le piden una foto a Redolés. Redolés acepta. Toman la foto. J sólo recuerda que en aquella ocasión llevaba puesta una polera verde en cuyo centro había un estampado del hongo de Mario Bros. La polera desapareció con el tiempo y la fotografía también.
RF, J y M, luego del concierto, pasan a un local de completos. En la tele pasan el Festival de Viña. Arjona canta sus baladas radiales. En una entrevista de Redolés a The Clinic se lee: «yo tengo una duda: el año 97 apareció “¿Quién mató a Gaete?” y viene con el poema “True Egoistic Love” que dice “piensa que cuando me echas de menos… en realidad no me echas de menos, sino que te echas de menos a ti misma conmigo, haciéndote compañía…Porque cuando yo te echo de menos, en realidad me echo de menos a mí mismo contigo a mi lado…” Y Arjona hizo una canción idéntica».
Esa noche, Redolés y Arjona tuvieron algo más en común.
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Maneja bien, mierda. Eso le dijo el padre de JG a JG. Es muy probable que JG haya pensado que estaba a punto de matarlos a ambos a causa de un súbito pestañeo. Ese instante fatal que los conductores nocturnos conocen tan bien.
Lamentablemente JG iba manejando de maravillas y el vehículo que de pronto estaba perdiendo el control era el pedazo enorme de tierra sobre el que se deslizaban. La carretera, de pronto, parece presa de un movimiento espasmódico. Los postes chocan y lanzan destellos. Se oye un estruendo como el de mil trenes pasando al mismo tiempo. El campo brilla bajo una luna terrible. JG y su padre piensan: cagamos. Se acabó.
¿Vio JG su vida pasar frente a sus ojos como en una película?
No. JG pensó que, si el fin del mundo era posible, estaba sucediendo ahí, en una madrugada fría cerca de Cauquenes. Ah, la muerte, a veces tan inoportuna que llega a ser ridícula.
El silencio después de un terremoto es una muestra diabólica de que la vida, sin lugar a dudas, no es muy seria en sus cosas. Es más: es una muestra irrefutable de su conmovedora crueldad. Allí, cerca de Cauquenes, JG y su padre no entienden qué carajos pasa. Al rato, un automóvil se detiene y un tipo les dice que fue un gran terremoto y todas las ciudades están destruidas. Cuando JG recuerda eso se ríe, pero en aquel momento pensó en su familia y tembló de miedo.
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En una entrevista reciente, Lucrecia Martel dice: «el sonido no tiene una capacidad de referencia tan fuerte como la imagen. Un mismo sonido puede ser el diablo, Dios o un calefón. Ese es el poder que tiene el sonido por encima de la imagen. Puede evocar cosas muy distintas con una potencia monstruosa. Es ambiguo. La ambigüedad es nuestro terror más grande». Del momento del terremoto, J conserva más sonidos que imágenes: cosas cayendo al suelo, alarmas de autos y un estruendo profundo, desde la garganta misma de la tierra. Un ataque de epilepsia telúrica.
J no lo confiesa en público, pero esa noche rezó. O intentó rezar. ¿Vio su vida pasar como una película frente a sus ojos? Imposible. El miedo es una droga dura. J pensó que su vida iba a terminar bajo los escombros y que si el fin del mundo era una idea plausible, estaba poniéndose en escena en ese preciso momento.
La casa no se cayó. Luego del terremoto, RF baja del segundo piso, abre la puerta y pregunta si está todo bien. J dice que cómo va a estar todo bien si acaba haber un terremoto. RF, medio dormido, dice que es mejor volver a dormir. J, poseído por una disimulada histeria, dice que hay que salir a ver qué pasa. En las calles se ven autos disparados por los pasajes, como escapando de algo. «Nos vamos a quedar solos acá» dice RF. Logran escuchar una radio. Sin filtro se difunden informaciones ridículamente trágicas. Se dice, por ejemplo, que Constitución está completamente sumergida bajo el agua. Que se necesita ayuda. Que esto va para largo.
RF y J hacen dedo y mientras la camioneta los lleva al centro de la ciudad ven escombros, fogatas, gente en la calle. En el horizonte, una columna de humo proveniente de un motín que se estaba llevando a cabo en la cárcel local.
Cuando RF y J se despiden en una calle céntrica, rodeados por montañas de ruinas, postes botados, todo como si alguien hubiese descuartizado a un robot hecho de adobe y fierros, saben que están vivos y eso es un milagro retorcido. En un texto, Redolés anota: «el paisaje me recordaba una vez más un Dios rabioso y pueril que había dejado sus marcas con filosos dibujos en el pavimento, en los silos, en las casas, en los incendios, en el raro vuelo de las aves.»
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Cuando JG y su padre volvieron a Constitución, los cerros estaban llenos de gente y el mar había abrazado fatalmente parte del casco histórico de la ciudad. JG lloraba y pensaba: murieron mis hermanos, murió mi mamá, mierda, se murieron todos. Avanzaron a contrapelo de una fila interminable de vehículos que huían hacia zonas altas. En ese momento JG supo que la vida es una tela frágil que se puede romper de un soplo. Un jarroncito de porcelana balanceándose en una cuerda floja. Avanzaron y avanzaron mientras la radio transmitía el apocalipsis. Constitución olía a pescados podridos y basura quemada.
A la casa de JG no le había pasado nada y a sus hermanos tampoco. Cuando JG abrazó a uno de ellos, llorando, pensó que era un afortunado. Su hermano, muerto de sueño, le dijo que no era para tanto. Lo mismo experimentó J cuando, al llegar a casa de su madre, esta atinó apenas a abrazarlo y decirle: «yo sabía que estabas bien».
Cada cual recibe distintas porciones de histeria en la repartición de emociones.
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“Entonces andaba dios con déficit atencional / o rabia. Una de tres. El asunto es que el pato / lo pagan los de siempre” anota Germán Carrasco en un poema sobre tsunamis y terremotos. Puede que JG haya pensado que, de existir un dios, estos eran los justos correazos por años de maldad impune. Lo mismo J. Lo mismo RF. Cada cual tuvo su propia versión del fin del mundo, un flashazo de pánico. Y no era, como escribió Teillier, limpio y ordenado como el cuaderno del mejor alumno del curso, sino más bien como la libreta de apuntes de un esquizofrénico.
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Jonnathan Opazo Hernández (San Javier, 1990), es autor del libro de poesía Junkopia (Bifurcaciones, 2016), con fotografías Rodrigo Figueroa. También ha publicado las plaquettes Baja fidelidad (Jámpster e-books, 2017) y Cangrejos (Inubicalistas, 2017).
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