Se permite tocar un pimentón con la punta de un cuchillo domingo por medio. Así, cuando la punta de acero se inserta y traspasa la carne roja del fruto, la sensación táctil y el sonido exacto se propagan en la cabeza por una sonda rellena de electricidad. La cabeza entra en un estado de elevación parecido al que experimentamos con algunas drogas. Aun cuando los tiempos son difíciles, puesto que se han abierto espacios y cerrado otros, hay que atenerse a las consecuencias a la hora de pensar que rajar un pimentón tan rojo y carnoso es medicinal y exclusivo.
Ruidos, entonces, como una juguera, una cuchara de palo tocando una olla, el tenebroso silencio del agua hirviendo lanzando burbujas calientes que explotan al contacto del aire frío, las bisagras chirriando, la insoportable artificialidad de una campana programada por un electrodoméstico y etc, etc, etc. Aportarán sin duda un sin fin de pensamientos desquiciados, pero propicios para alejarnos de la realidad y, con todo, pegarnos un raquetazo contra la muralla de la cocina.
Un día entré en la cocina y viéndome en estado de increíble felicidad me puse a fabricar una receta francesa datada por primera vez en 1605. Un quiche. Como mi ánimo sobreposeía mis movimientos, decidí en lugar de un gran y redondo quiche, hacer veinte pequeños quiches en recipientes ínfimos y con un relleno aún más miserable. Puse huevos, una pizca de sal, tomates cherrys, espinacas, zanahorias, un poco de crema, aliños. Tomé los veinte y, como los perros toman a sus crías, los llevé al horno, donde en lugar de morir calcinados proliferaron de forma tan estupenda. En un estado de dicha y sonrisa pegada de oreja a oreja, los puse en pequeños pocillos y los congelé. Luego, un día de trabajo, saqué uno del refrigerador y lo llevé envuelto en paños. Lo puse sobre la mesa y ¡maravilla! mi almuerzo era el mejor de todos.
Como no nací con ningún don más que el de impresionar con mis pequeñas quiches de manufactura casera, sentí alegría al verlos siendo devorados tan ávidamente. En ese mismo instante corrió a mi cabeza una corriente eléctrica que traía el recuerdo de una pequeña orquesta musical que perforaba mis oídos y millones de estímulos en los dedos. Me veía mientras rompía cáscaras de huevos, batía la crema, sacaba el agua de las verduras. Toda la energía motriz del mundo girando como una máquina centrifuga para lograr, al fin, la más deliciosa, absoluta y pequeña quiche de la oficina.