Sobre Un verdor terrible de Benjamín Labatut. M. Fuentealba

El increíble éxito que ha tenido la novela Un verdor terrible, de Benjamín Labatut (Anagrama), en lugares como Inglaterra, donde lo celebraron John Banville y Stepehen Fry, o España, donde figura entre los más vendidos y mejor criticado de la temporada, contrasta con la poca resonancia que al menos hasta ahora se observa en Chile. Una buena entrevista, un par de reseñas que no lo comprenden (e incluso lo tergiversa), poco más se ha leído por acá. Ignoramos el motivo: quizá Labatut no pertenece a los grupos de literatos que suelen aplaudirse entre ellos; quizá el tema es muy poco chileno para un país que se mira el ombligo; quizá la mala crítica de prensa –muy injusta a mi modo de ver– a su libro anterior, por parte de los entonces autorizados Vial y Espinoza, desanima a nuevos reseñistas. Una lástima, porque es un libro excepcional desde todo punto de vista. Actual, histórico, urgente. Una crítica a la ciencia que se volvió literalmente loca en el siglo XX, y un cuestionamiento radical al modo humano de conocer, de inventar y de relacionarse con la naturaleza que explotó con saña y ahora amenaza con extinguirnos.

El texto reúne crónica,  ensayo, narrativa y hasta fantasía, de tal modo que permite que cada cual, como el autor, puede continuar pensando por sí mismo sobre las posibilidades y las situaciones, fascinantes y ominosas, que expone. Labatut se pone a la labor desde el pensamiento formal y los papers, desde los hechos y biografías, de algunos de los físicos y matemáticos más relevantes del último siglo, hasta fabular varias novelas: de isla, de castillo, de refugio de tuberculosos, de retiro del mundo. Se suman escenarios, lugares, historias e ideas sin cesar.

Labatut formaliza una historia del conocimiento que es a su vez un repertorio de demencia, de experiencias límites, de un furor de conocer digna de magos y obsesivos. Se trata de una disputa, de la estética y la vida, pues cada avance de la ciencia se acompaña con una bomba o un procedimiento de control militar. Se siente incluso lástima por esos hombres, pues casi son todos hombres –la destrucción es un ámbito muy masculino–, que se pierden en la abrumadora y hermosa abstracción que luego otros ponen en práctica con terror: físicos y matemáticos como Fritz Haber, que inventó los pesticidas (usados luego para los gases en los campos de exterminio); Alexander Grothendieck, matemático genial que pasó al activismo ecológico y místico hasta convertirse en anacoreta (no quiso se financiado por el poder militar); Erwin Schrodinger y de Werner Heisenberg, quienes disputaron el origen y destino de la física cuántica (de ahí salió la bomba atómica).

Estos físicos y matemáticos están desquiciados, su experiencia del mundo es muy poca o demasiada para su capacidad de saber / describir / imaginar (tres acciones entrelazadas e indistinguibles). Y entendemos entonces que el devenir mental y las pasiones intelectuales esconden mucho más desconocimiento y pavor que la frialdad y precisión que suponemos. Porque nunca ha estado claro, por ejemplo, qué significa la física de ondas, y el principio de indeterminación de Heisenberg nos deja fríos como la muerte, porque ahí no hay nada humano qué hacer o pensar. Aceptar que no hay sentido, que no hay posibilidad de una certeza, sería el salto al vacío que lo humano se niega a aceptar.

Lo único malo del libro es que uno quisiera seguir: querría saber, en la narrativa de Labatut, sobre el italiano Majorana o sobre Oppenheimer, el hombre que hizo la bomba atómica. Querríamos seguir este amasijo de vidas y mentes terribles, que llevan a un límite, y que están en el origen de la gran destrucción que vivimos. Ese es uno de los cometidos de esta novela incomparable: contar la historia y el fracaso de un conocimiento que, a fin de cuentas, marca su propia desaparición, su tragedia, y la horrorosa repetición y falta de sentido que lo condena a persistir.

+Marcela Fuentealba (Santiago, 1973) es periodista y editora de Saposcat.