Este es un libro bello, escrito con pasión, ánimo, inteligencia, deseo, tanto que mientras lo leía no me encontraba en el mismo lugar que antes. Me liberaba de ciertos reflejos de pensamiento que de repente me bloquean o me fijan. De hecho, si Hasta que valga la pena vivir consiste, en parte al menos, en “ensayos sobre el deseo perdido”, como indica el subtitulo, hay que decir que el libro apunta justamente a hacernos recobrar cierto deseo –no se si deseo perdido, esto lo podemos discutir–, nos convoca en el lugar del deseo, y libera uno o más deseos.
Partiré diciendo esto: Hasta que valga la pena vivir es un libro que cambia la manera de ver a partir de una palabra clave, y no solo es una palabra, por supuesto, es una praxis, y una praxis muy difícil de pensar hoy día: el deseo. Es un entramado de teoría y practica donde el deseo –o varios– lo hace todo: hace la teoría, el ver, el cómo nos colocamos ante la contingencia, y hace la práctica, los deslices, la salida fuera de sí, incluso las fallas o los quiebres, es decir esto que permite que nos movamos, que respiremos, que deseemos o que tengamos alguna esperanza. Pues la esperanza, si lo tratamos de pensar con Benjamin y Kafka, no es una creencia en un más allá mejor; es un cambio en la relación con el tiempo y con el aquí y ahora –un cambio que puede producirse solo con brechas, fisuras: ¡deseos!
Por razones personales, no quiero partir de una pregunta y una posición académica: ¿qué es el deseo? Quiero partir de un ejemplo, más precisamente de cómo este libro está escrito con deseo, y nos coloca en el lugar del deseo. En el secundo capítulo, Constanza hace un análisis de imagen que me llamó la atención. Analiza una imagen de la marcha feminista tomada en mayo 2018 en la Universidad Católica de Santiago. Esta imagen, que se ha visto mucho durante el movimiento del 2018, recuerda La libertad guiando el pueblo de Delacroix. Describe una toma de poder, pero por supuesto desde un escenario que no reproduce exactamente la pintura de Delacroix. Si bien ambas imágenes figuran la toma de poder desde el cuerpo de una mujer que tiene el pecho descubierto, en la foto del 2018 no hay armas levantadas hacia la victoria, sino celulares sacando fotos o filmando. Pero lo que me interesó en particular es que, además de mostrar la fuerza y la ironía que hay en esta imagen, Constanza se fija en que lo que se da como desnudez en la imagen no es el pecho de la mujer, sino su mano. La desnudez del pecho, dice Constanza, no es desnudez, es algo ya definido culturalmente. Ya tiene forma, sentido. Ya sabemos como comprender un pecho desnudo, es parte de la sociedad de consumo y de toda una historia que ha predefinido el deseo a partir del modo en el que los cuerpos aparecen. En cambio, la mano, no sabemos a qué sirve, dónde va. El pecho ya se da dentro de un mundo de sentido. La mano lo suspende.
Esto me recuerda los análisis de Levinas sobre la desnudez. Lo desnudo no es lo sin ropa, es lo sin forma, lo sin por qué. Es lo que nos desplaza de lo que se da de forma asegurada, de las convenciones. En este sentido, nada es más convencional que la desnudez del seno. Esto, ya sabemos a qué tipo de deseo remite. Pero al enfocarse sobre la mano, sobre la incertidumbre que encarna, sobre su soledad, Constanza abre la reflexión al deseo. Aquí no se trata de desear lo ya sabido. Se trata del deseo como apertura, como lo que simplemente nos desplaza de las certidumbres que nos constituyen, como individuos, como sujetos y como ciudadanos. De esta manera, la mirada de Constanza no va a la toma de poder, a lo que el movimiento adquirió, sino a su indeterminación, a lo que queda abierto, al por-venir. No apunta a que reconozcamos que las mujeres son fuertes como los hombres, sino, al contrario, que el feminismo, su fuerza política, se de cómo una transformación de la manera de desear. Pero esto, no es una mera teoría que desarrolla el libro. El análisis de imagen es un ejemplo de cómo el deseo informa el pensamiento, la manera de ver, haciendo que, para el lector, el deseo sea el punto de partida, no necesariamente el punto de llegada. (p. 54-55).
Leer este libro es estar convocado al deseo, por el deseo. Este análisis de imagen descoloca el lector. No propone una teoría de la contingencia política o social. Piensa la contingencia desde su propia suspensión, desde su manera de producir algo indeterminado –desde sus intersticios, no desde sus certezas o dogmas. En este libro, desear es entonces colocarse en el lugar de lo abierto.
Paso ahora a comentar una de las principales propuestas de este libro, a saber, el rol político del psicoanálisis. En mi opinión, la gran fuerza crítica de Hasta que valga la pena vivir consiste en mostrar que lo que hoy día llamamos deconstrucción no cumple con su promesa de apertura, y lo que ayer llamamos liberación (la liberación sexual del 68) no cumple con su promesa emancipadora. En ambos casos, lo sujetos que se afirman como “full deconstruidos” (pienso en un pequeño video publicado hace tiempo en el Clinic, que encontré muy bueno y divertido) no se presentan como abiertos sino como cerrados. Si bien se creen liberados de todas las trabas de nuestros constructos sociales, como el amor romántico –que por cierto es un producto social en gran parte heredero de la tradición judeo-cristiana y de la cultura patriarcal–, su deconstrucción a través del poliamor por ejemplo, no cumple necesariamente con abrirnos y liberarnos, sino con afirmar una individualidad cerrada, que solo apunta al goce personal, cuya libertad no se articula con una “lógica del dos”. Se anuda más bien a la gramática del “clientelismo”, para citar aquí una de las ideas finales del libro (p. 224). Lo que Constanza Michelson llama “yoismo” es entonces la trampa o la ilusión política característica de la posmodernidad. Si bien lo posmoderno consiste justamente en mostrar la ilusión que se esconde detrás de la idea de un yo auto-fundado, de un yo dueño de sí mismo, de sus deseo, de sus ideas, y de su voluntad, las formas políticas que toma la deconstrucción del yo lo vuelve a reafirmar, y, diría, ni siquiera en la forma de un yo cartesiano, como dice Constanza Michelon en el libro, sino justamente en la forma del yo cliente, del yo que reclama para el yo y sin nunca preguntarse por lo que lo define (lo que fue al menos la propuesta de Descartes). Este libro desarrolla entonces una hipótesis filosófica crucial: detrás de la deconstrucción del yo está una de las peores formas de su afirmación: el yoismo, el yo cliente. Siguiendo este hilo, detrás de muchas reivindicaciones políticas que se presentan como emancipadoras, está la amenaza del peor cierre individualista.
¿Cuál puede ser a este propósito el rol político del psicoanálisis? No la idea meramente terapéutica o sanadora del análisis, que apunta solo al bienestar personal –y con una idea de bienestar que es en realidad angustiante, ya que todo remite nuevamente al yo, el cual, deberíamos saberlo, es terriblemente enfermante y angustiante. No la idea de un psicoanálisis colectivo que habría, hoy día, que plantear a nivel global, lo que sería sin duda divertido, pero no sé si tan eficaz (del punto de vista epistemocrítico y del punto de vista político).
No, el psicoanálisis recobra su dimensión política cuando su finalidad no es “sanar” un mal, sino reanudarnos con el deseo, es decir, cuando rompe el circulo autárquico del yo. ¿Y cómo lo hace? Con su mejor, quizás su única herramienta, que justamente, no es una mera herramienta: el lenguaje. Lo que recuerda constantemente Constanza Michelson en este libro, es que el lenguaje, primero, es lo que nos abre al deseo en la medida en que es el lugar de lo inacabado y de lo ambiguo, y no de un sentido lleno y fijo; segundo, es lo que nos desentifica (incluso sexualmente) y que por ende abre un espacio político ahí mismo donde no hay esencias, identidades fijas.
El rol político del psicoanálisis consiste entonces en remitir a la brecha que constituye pero que abre el yo poniendo en juego la dimensión estructuralmente abierta, polisémica del lenguaje. Con el psicoanálisis, nos colocamos en el lugar de la brecha, del deseo, de lo abierto. Y podemos agregar: con el psicoanálisis, pensando desde esta vertiente política, salimos de la angustia porque salimos del “yoismo”, del yo cliente.
No se trata de descuidarnos, de abandonarnos al dolor. Pero se trata de articular el dolor al deseo. Porque sin deseo, nos encerramos en un mundo de clientes –de clientes que tienen todo tipo de adicción, porque cuando dejan de ser abiertos, se hunden en la dimensión angustiante, vacía, del yo.
Llegados a este punto, encuentro que este libro es genial por la fineza de sus análisis y por su manera de darnos ánimo: articula la potencia crítica de la filosofía que denuncia ilusiones, pero a veces abandonándonos a un mundo sin perspectivas, a la potencia creadora, política, del psicoanálisis. Abarca la contingencia –nos habla desde le movimiento del 2018 y desde el dicho “estallido” de estos últimos meses – sin teorizarla, sino colocándonos en el lugar de sus brechas –estas brechas que hacen posible pensar y desear – y también pensando desde el propio dolor que nos habita y en gran parte nos inmoviliza, sin soluciones fáciles, como pastillas, para sanar el dolor, sino llevándonos a pensar en la dimensión política y no individual del dolor. Como escribe la autora, “lo personal es político. Pero desde un sujeto roto, no desde la ficción del individuo.”
Para terminar, me gustaría decir tres cosas muy sencillas y desordenadas:
- La frase que más me gustó de este libro es: “la tragedia de nuestro tiempo es una desesperada ausencia de ironía” (p. 88). La ironía, suspender el sentido, dejar oír un silencio, es sencillo. ¿Qué nos pasa entonces con la ironía, con el lenguaje? ¿Por qué este tomarse tan en serio? ¿Qué de la polisemia del lenguaje y su potencial político-deseante, en la era de la imagen, de Instagram? ¿Como abordar esta pregunta sin ser conservadores del viejo mundo o moralista que desconfían de las imágenes? ¿Estamos o no en un periodo de mutación en el que la tecnología, el reino de la comunicación inmediata interrumpe definitivamente nuestra dimensión histórica, nuestras perspectivas irónicas?
- La propuesta que más animo y esperanza me da es: “el amor no es realmente emancipador si no va con una intuición política”. ¿Poliamor: individualismo? ¿O bien la potencia de la amistad? ¿Cómo reinventar el amor sin caer en el escollo del individualismo?
- La frase a la que adhiero plenamente y que no comentaré es: “La fragilidad es una forma de pensar una ética laica que nos sostenga y nos permita ponernos de rodillas afuera de los templos” (224).
+Presentación del libro Hasta que valga la pena vivir, de Constanza Michelson, Planeta, enero de 2020.
+Imagen: “My bed”, Tracey Emin