Durante diciembre vi muchas películas de amor. O de desamor. Vi La La Land (2017) y pensé en terminar una relación. Vi otras dos películas chilenas que tenía pendientes: La vida sexual de las plantas (2015) y La memoria del agua (2015). Una me gustó más que otra; para evitar conflictos, prefiero no decir cuál, pero está claro que una me gustó más que otra.
Roma (2018) es la nueva película de Alfonso Cuarón, director y guionista mexicano. Son 135 minutos de una fotografía en blanco y negro, planos generales y geométricos, travelling e incluso paneos en 360º. El relato cuenta la historia de una mujer mexicana, empleada doméstica y su relación con los niños que debe cuidar. La narración es cronológica y mesurada.
Fue tanto el impacto mediático de esta película, que Facebook y otras redes sociales se llenaron de comentarios, recomendaciones e imágenes. Abrir Instagram y ver una foto en blanco y negro de lo que parecía ser escenas de alguna película, funcionó como spam durante varios días. Yo no entendía nada. Sabía que algo pasaba; que había una nueva moda. “Debe ser una serie”. Pero no, para mi sorpresa, esta vez no se trataba de una serie, sino de una película.
En el último año, esta plataforma se ha transformado en el canon cinematográfico. “¿Está en Netflix?” preguntamos cada vez que alguien nos recomienda una película. Si la respuesta es negativa, sentimos que nos apuñalan directo al corazón; quedamos sin ojos, sin manos, y con un pedazo menos de cuerpo. En caso de que la película recomendada esté disponible, el injerto se te pega en la cara, toman desayuno juntos y luego se acompañan durante la jornada laboral.
Empecé a escribir este texto sin ver la película que quería comentar. Empecé a escribir con rechazo y disgusto en la mesita para dos que hay en la cocina de mi casa. El disgusto debe haber sido premonitorio. Yo no quería ver Roma, pero tuve que hacerlo. ¿Fue morbo? Puede ser. Tal vez fue el mismo morbo que sentí cuando supe que Una mujer fantástica (2017) ganó un Oscar. Yo no quería, pero tuve que verla. Era imposible negarme. Intenté meditar, contar hasta 10, e incluso salí a dar una vuelta rápida al living mientras la veía. Pero no, no tuve la fortaleza necesaria para seguir mirando. Algo similar me ocurrió con Roma: veía la película y me sentía como un niño curioso que quiere saber qué hay dentro de un pez cuando muere.
Y no pude aguantar. Saqué al pez muerto de su pecera, lo llevé a la cocina, tomé el cuchillo con más filo y con una pequeña incisión, lo abrí de par en par. “Mamá, ¿qué hay dentro de un pez muerto?” Sangre y caca, mucha caca.
https://www.youtube.com/watch?v=fp_i7cnOgbQ