Costas de sol que siguen en lo suyo. Pablo Sheng

Hemos pasado cerca de diez horas en bus y apenas notamos que es otro día: tenemos el sueño pesado, pero Sofía me despierta, dice que llegamos y entonces abren la puerta. Llueve y las calles sin asfaltar son pozas de agua que corren hacia un punto que no ubico, caminamos tratando de encontrar la costa, sin destino, viendo si algo está abierto. Aún sigo medio dormido, Sofía camina más rápido que yo y se adelanta hacia una hostal a preguntar cuántos soles por noche nos cobran a ambos, al menos para ahora dejar nuestras cosas y seguir durmiendo. Miro mi reloj y recién dan las 6.30 a. m. El sol se arrastra por las calles de Máncora y ya achicharra nuestros ojos.

Viajamos de Trujillo hasta acá, pensando en continuar la costa hacia el norte. Buscamos el inicio de la corriente de Humboldt, aguas quizá más calientes, el principio de la erosión. Por ahora estamos en una plaza con puestos de artesanía cerrados, pero que tiene un camino que lleva a una especie de humedal que conserva iguanas. Pasamos sobre un puente de madera que cruje, débil, y donde las iguanas saludan al sol, mueven sus colas lentas en medio de botellas de pisco, latas de cerveza, bolsas y plumavit con restos de comida. La madera enmohecida que pisamos arma una ruta, alcanza sus pieles que pisan plásticos, malezas, y que terminan siendo precisas en sus posiciones. Se hunden, no mueven sus patas y tratan de cruzar el límite impuesto por el sol hacia ellas y nosotros.

Encontramos una pieza con baño y tele. Dejamos las mochilas en un closet y Sofía se acuesta, duerme, pero yo no puedo así que me levanto y converso con un argentino que atiende la hostal. Dice que en dos días parte a Ecuador, a Montañita primero, que no es tanto el viaje de acá hacia el otro lado de la frontera. Está en Máncora hace un mes y medio, desde que se enfermó, quedó sin plata y tuvo que buscar este trabajo para seguir viajando hacia el norte. Su objetivo es llegar a Panamá y después volver a Santa Fe adonde no ha regresado hace seis meses. Él termina su turno y bajamos juntos a la calle, me enseña el camino para encontrar el mercado. Ya no llueve, aunque igual mis pies se embarran, hasta los tobillos. El argentino dobla por una calle, dice que vive ahí y que nos verá a la noche. En eso llego a un edificio en el que recién abren los puestos de frutas, verduras y abarrotes. Compro un mango, dos plátanos verdes, un tomate. Subo y en el segundo piso hay cocinerías que ofrecen seco de carne con arroz, tallarín saltado, pescado frito con camote, ceviche, pollo con papas, tequeños, y quienes comen parecen venir de pescar mucho más temprano y se sirven platos contundentes, acompañados de café, té o parihuela. Del segundo piso entra luz a través del cielo de vidrio de arriba. A una señora le pido un jugo de guayaba con leche. Recién siento que despierto.

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De Máncora a Cabo Blanco es poco menos de una hora. Tomamos un bus local que se dirige al sur. Vimos unos videos sobre esta playa: se hablaba de visitantes ilustres, como Hemingway –decían que ahí terminó de corregir El viejo y el mar–, Marilyn Monroe, de las olas para el surf, pero nunca mostraron el pueblo, tampoco decían que para llegar debíamos atravesar una cuesta que bordeaba un acantilado, menos de El Alto, un pueblo como Tocopilla, seco y lleno de night’s clubs, ni de las 500 personas que en Cabo Blanco viven de un minúsculo comercio y de la pesca.

El bus local nos deja en El Alto y de allí una van nos cobra 2 soles para bajar a Cabo Blanco. Adentro cabemos diez personas sin contar al chofer y quienes bajan junto a nosotros parecen ir a trabajar a la caleta. El camino es de tierra y vemos el mar desde arriba, inmenso, apenas distinguimos las olas que llegan a la orilla. Rodeamos el acantilado, la cuesta, y la tierra solo se empina hacia abajo. Sin notarlo, vemos el primer hotel que bordea la costa, la única calle del pueblo, la caleta y la sociedad gremial de pescadores, algunas casas, un par de restoranes, la capilla. Sentimos que el sol punza mucho más que en Máncora. De una casa amarilla de dos pisos, cuelga un letrero que ofrece piezas para turistas. Sofía toca el timbre, sale una señora, le preguntamos por el precio, nos ofrece ver la pieza. Su familia almuerza y ven un partido de fútbol en una tele led, vamos al segundo piso. Creemos que está bien el precio por la noche. Le decimos que sí, nos quedaremos. Nuestra pieza da hacia la terraza y da directo a una multicancha a un lado de la playa. Más allá el muelle de plataformas y botes de pescadores.

Las construcciones no dan sombras. Lo poco de nubes y el acantilado apaciguan al sol. Encontramos un lugar de almuerzo junto a la caleta que ofrece ceviches de mero, de caballa, bonito, mixtos con conchas negras, y pedimos dos para probar y luego un pescado frito con arroz, yuca y camote. Casi no hay ruidos, solo el del mar, también el del restorán que pone música, en su mayoría cumbias tristes y amorosas, de Américo, Los Diamantes del Norte, Los Azules de Piura. Comemos restos de chifle que aún queda en el plato del ceviche, sorbeteamos el jugo de limón. Hace casi una hora que no vemos pasar autos ni camionetas por la única calle de Cabo Blanco. El sol termina de dar la vuelta y se va acercando al horizonte del mar. Sofía toma un jugo de mango y yo Inka-Cola, pero su sabor chicloso no calma la sed, aunque llene el vaso de hielo. Quien nos atiende, una chica de unos veinte años, dijo que acá no hay harineras de pescado, los productos del mar son sanos y la pesca, en toda la costa del norte peruano, es artesanal. Aun así, a unos quinientos metros desde la orilla, hay callampas de cemento incrustadas en el agua. Le preguntamos por eso, pero no nos dice mucho más que pertenecen a una fábrica de conservas.

Decidimos ir a la playa, ha estado vacía desde que llegamos. Reposamos un poco en la pieza, y bajamos luego con las toallas, el bloqueador y ya puestos nuestros trajes de baño. Sentimos que las olas pesan, altas, aun así tratamos de meternos bien adentro y tratar de equilibrarnos en las olas, tratar de que no nos den vueltas una vez que metemos nuestras cabezas en su interior para esquivarlas. El sol sigue arriba pero ya se coloca en una esquina del cielo y, a medida que las horas avanzan, el mar se mete en la orilla, casi alcanza donde dejamos nuestras toallas. Nos colocamos cerca de la calle, en unos juegos, para que no se nos mojen. De momento, nos echamos en la arena, Sofía se duerme y yo veo planear un ave en el cielo. El pájaro se junta a otro pájaro y se encuentran con más. La bandada, pienso, cruje tanto el aire como el mar a las olas y las olas a la arena. Repetitivas, el agua nos agarra y nos moja y Sofía despierta. Todas las cosas húmedas. Nos paramos rápido para que otra no nos llegue mientras el sol sigue en lo suyo, cayendo.

Colgamos las toallas en unos juegos para niños. Intentamos que se sequen lo más posible y quitamos la arena pegada golpeándolas en las varas de metal del resbalín. Compramos unas cervezas en la tienda para esperar. Luego subimos. Sabemos que una vez la noche, comienza la lluvia, torrencial, casi tormenta; tampoco acá hay locales nocturnos, así que debemos pasar la noche jugando cartas, leyendo o viendo tele. Aquí oscurece a las siete de la tarde. La toalla aún no seca, comemos pan de yema, decidimos colgarlas en la terraza de la pieza. Ya casi todo está oscuro, salvo el faro que se encuentra al otro borde del acantilado.   

+ Pablo Sheng (Santiago, 1995), escritor, fue becario del taller de poesía de la Fundación Neruda, obtuvo el Premio Roberto Bolaño de novela los años 2016 y 2017, publicó Charapo (Cuneta, 2016) y escribe para Revista Santiago.
+ Imagen: Daido Moriyama