+Recordamos, gracias a Vicente Undurraga, este texto publicado originalmente en The Clinic y compilado en La ordinariez (UDP, 2013). La revolución y la marcha como espacio amoroso, sexual y calentón.
Amor en las barricadas, un beso frente a los neumáticos ardiendo, paraguayas furtivas antes del toque de queda, imposturas afectivas que neutralizan el peligro inminente de la muerte en tiempos en que “reina la ley del sobresalto”… Se administran cadáveres heroicos, las fotos de los líderes rebeldes en las paredes descascaradas y las viudas sin estatuto recorriendo el camino tortuoso de ser mujer otra. Quizás cierto giro epidérmico de la pulsión de muerte provocaba la razonada obsesión eyaculatoria del culiadero rebelde.
Los procesos revolucionarios, desde el punto de vista de la subjetividad, son un registro particular del modo de producción cultural romántico, un delirio prometeico con un obvio y programado destino trágico. Un intelectual neoconservador, citado por Habermas en un libro que todavía no desembalo, planteaba que la izquierda –o la cultura progresista, como se le llama a veces– de estilo bohemio, artístico, permisivo e intelectual, era un ajuste de cuentas minoritario con el anglosajonismo protestante del homo faber que surge en momentos críticos y que puede alcanzar una resonancia política potente. La época jipi y contracultural es un ejemplo gráfico. Nuestras izquierdas latinoamericanas –al menos en su fase sesentera/setentera– sin querer queriendo copiaron algo de este estilo medio beat y se pusieron a tirar como locos y a fumar pitos y a escuchar canciones de profundo contenido existencial.
Pero el modelo del líder macho venía de antes, siendo una combinación entre caballero laico educado y reformador social bien afeitado. Se trataba, quizás, de la línea más filosófico-política de la revolución, y no la poética, que es la que nos tocó padecer a nosotros, aunque siempre con la regencia del primer paradigma. Allende venía de ahí, tributario de la arrogancia masónica y de la burguesía iluminada. Conscientes de que el poder también es un miembro en ristre que busca una entrepierna jugosona que lo corone como parte de la parafernalia falocéntrica.
No puedo negar que todavía me emociono cuando me topo con la figura del compañero presidente Allende. Es innegable que era frívolo, algo fatuo y picado de la araña. Yo conocí al Chicho cuando me llevó a dedo, siendo presidente del Senado y candidato presidencial. Veníamos hueviando con un amigo del colegio uno de esos viernes en que nos dejaban salir temprano y en que uno retardaba la llegada a casa, para gozar del mundo; y mientras estábamos en ese trance preadolescentario de vagabundeo lúdico se detiene un Mercedes Benz color verde agua conducido por el mismísimo Salvador Allende, presidente del Senado en ese entonces, y nos lleva, como si fuera nuestro chofer. Y no se crea que me estoy quebrando, estoy intentando entender por qué sobrevinieron esos procesos descomposicionales que nos convirtieron en el triste país que somos. Él nos habla, invierte tiempo en nosotros, es paternal, es caballero y nos pregunta, después de un rato de amena plática –muy dueño de sí mismo– si sabemos quién es él, y yo levanto mi dedito, como si estuviera en clases, y le respondo: “Usted es don Salvador Allende”. “Me reconociste”, me contesta complacido.
Nunca olvido este episodio. Yo me hice allendista y mi amigo también, él vive hoy en Bolivia, yo me hice upeliento, y todavía debo serlo. La hermosura del gesto del compañero perdura en mí como una iluminación. Cuando me acuerdo no puedo dejar de pensar en el gran seductor que era, no sólo con las mujeres; en su palabra precisa y en su pinta impecable. En ese momento ganó dos partidarios en una especie de marketing personalizado.
Desde ese entonces he querido creer que Allende fue el último caballero de Chile, que después de La Moneda y de su discurso preinmolación nadie podría decir algo coherente. También he pensado que la revolución era un relato delirante y que el héroe de esa ficción, el revolucionario, era una variante del aventurero libertino, que subvertía el orden político y moral pero terminaba confirmándolo por filialidades endémicas y que, por cierto, su diseño, en cuanto sujeto, incluía seducir chicas de alta sociedad, herederas de la culpa católica, para la restauración permanente del orden del discurso, que, como ya hemos dicho, corresponde al orden de las familias.
Con mi hermano, en más de alguna oportunidad, hemos hecho el catastro perverso de los militantes segundones que se quedaron con la mujer del líder, ya sea como legado o como estrategia instalativa. Herencia que se constata, sobre todo, en la Concertación liberal, la que era la más radicalizada o, dicho de otro modo, la que traicionó a Allende. Son las zonas socialistas emparentadas con el mirismo y otros boliches patéticos. Estos episodios tienen su capítulo asegurado en el cahuín histórico político. ¿Estas viudas habrán reclamado su lugar en el proceso revolucionario, como parte de un oblicuo capital épico-trágico que nos provee de ese dolor y sufrimiento que nos engrosa el relato posible?
+Imagen: diario Noticias de Navarra, 2 de noviembre de 2019. Pareja se besa en barricada en la Alameda, Santiago de Chile.