Polvo y sombra. Robert Louis Stevenson

*Traducción de Marcela Fuentealba
“Pulvis et Umbra”, en Across the Plains, 1892
Proyecto 2019

Esperamos alguna recompensa por nuestros esfuerzos y nos desilusionamos: ni el éxito, ni la felicidad, ni siquiera la conciencia tranquila premian nuestros ineficaces intentos por hacer las cosas bien. Nuestras flaquezas son invencibles; nuestras virtudes, estériles; la batalla se vuelve más dura contra nosotros a la caída del sol. El moralista hipócrita nos enseña lo correcto y el error, pero si miramos un poco alrededor en la superficie de nuestra pequeña tierra, hallamos que sus categorías cambian con cada clima, que cada país tiene acciones que honra como virtudes y es catalogado según un vicio . Si observamos nuestra experiencia, no encontramos la congruencia esencial con las leyes más sabias, sino como mucho una adecuación mediocre. No es extraño que seamos tentados a perder las esperanzas en el bien. Pedimos demasiado. Nuestras religiones y moralidades han sido confeccionadas para halagarnos hasta ser castradas y sentimentalizadas, solo nos agradan y debilitan. La verdad es de un linaje más fiero. Ante la cara más dura de la vida la fe puede leer un evangelio confortante. La raza humana es cosa más antigua que los diez mandamientos, y más antiguos aún los huesos y las revoluciones del cosmos, en cuyas articulaciones no somos más que musgo y hongos.

I

Sobre el cosmos, en última instancia, la ciencia informa muchas cosas dudosas y todas ellas aterradoras. Parece no haber sustancia en este sólido globo donde pataleamos; nada más que símbolos y relaciones. Símbolos y relaciones nos conducen, nos llevan adelante y nos abaten; la gravedad que mueve los incomesurables soles y mundos a través del espacio no es más que una ficción que varía inversamente a los cuadrados de las distancias; esos mismos soles y mundos son imponderables figuras de abstracción: NH3 y H2O. La reflexión no se atreve a seguir en esa perspectiva, que abre el camino hacia la locura: la ciencia nos lleva hacia zonas de especulación donde no hay una ciudad habitable para la mente del hombre.

Pero considérese el cosmos desde una creencia más tosca, como nos lo entrega nuestros sentidos. Contemplamos el espacio salpicado con islas rodantes, soles y mundos, pedazos y restos de sistemas; algunos, como el sol, siguen brillando; algunos se pudren, como la tierra; otros, como la luna, se mantienen estables en su desolación. Pensamos que todos ellos están hechos de algo que llamamos materia, una cosa que ningún análisis puede ayudarnos a concebir y cuyas increíbles propiedades ninguna familiaridad puede reconciliar con nuestras mentes. Estos materiales, cuando no son purificados por el lustre del fuego, se pudren sin pulcritud en algo que llamamos vida; sus átomos se ligan entre sí con una enfermedad sarnosa; se hinchan tumores que se vuelven independientes, e incluso algunas veces (por prodigio horrendo) móviles. Uno se divide en millones, millones se cohesionan en uno; mientras tanto, la enfermedad prosigue sus variadas etapas. Esta putrescencia vital del polvo, así como estamos acostumbrados a ella, algunas veces nos choca en un disgusto ocasional: la profusión de gusanos en un pedazo de césped o el aire de un pantano oscurecido por insectos pueden impedir nuestra respiración y hacernos aspirar lugares más limpios. Pero ningún lugar lo está: las arenas movedizas están plagadas de pulgas; el manantial puro que brota de la montaña es un mero asunto de gusanos; incluso en la roca el cristal se está formando.

Esta erupción cubre la superficie de la tierra en dos formas principales: la animal y la vegetal. Una es en cierto grado lo contrario de la otra; la segunda está enraizada a su sitio, mientras la primera se aleja de su barro natal y se mueve hacia afuera junto a miríadas de pies de insectos, o se eleva a los cielos en las alas de los pájaros. Es algo tan inconcebible que, si se piensa bien, el corazón se paraliza. No tenemos mucha idea sobre cómo pasa el tiempo el parásito anclado, sin duda tendrá sus alegrías y penas, sus deleites y agonías: no lo podemos ver. Pero sobre los seres móviles, entre los cuales nos incluimos, podemos decir más. Ellos comparten con nosotros miles de milagros: el milagro de la vista, del oído, de proyectar sonido, cosas que sirven como puentes en el espacio; el milagro de la memoria y la razón, por el cual se concibe el presente y cuando desaparece permite que su imagen siga viva en el cerebro del hombre y las bestias; el milagro de la reproducción, con sus deseos imperiosos y consecuencias inciertas. Y para poner el último toque sobre esta montaña enorme de lo horroroso y lo inconcebible, todas estas presas están sobrepuestas, sus vidas rompen en pedazos otras vidas, se ceban unas con otras y engordan a través de ese proceso sumario –el vegetariano, la ballena, quizá el árbol, tanto como el león del desierto, porque el vegetariano es solo el que come lo mudo. Mientras tanto, nuestra isla rodante, cargada con vida predatoria, atragantada con más sangre –animal y vegetal– que ningún barco amotinado, se desliza por el espacio a velocidad inimaginable y torna alternadamente sus caras hacia la reverberación de un mundo brillante, noventa millones de millas a los lejos.

II

Qué monstruoso espectro es este hombre, la enfermedad del polvo aglutinado, estirando el pie alternadamente o descansando como drogado por el sopor; mata, alimenta, cultiva, saca pequeñas copias de sí mismo; crece con cabellos como hierba y está provisto de ojos que se mueven y brillan en su rostro. Es una cosa que haría llorar a los niños. Pero si se lo ve desde cerca, conociéndolo como lo conocen sus prójimos, ¡qué sorprendentes son sus atributos! Pobre alma, estar aquí por tan poco, arrojado entre tantas dificultades, lleno de deseos tan desproporcionados y tan inconsistentes, salvajemente rodeado, salvajemente invadido, irremediablemente condenado a apresar a sus criaturas coterráneas. ¿Quién podría culparlo de quedarse de una pieza ante su destino y haber sido un simple bárbaro? En vez, lo observamos y lo encontramos lleno de virtudes imperfectas: infinitamente infantil, algunas veces admirablemente valiente, algunas veces tiernamente amable; se detiene un instante en su momentánea vida para debatir sobre el bien y el mal y los atributos de lo divino; se levanta para luchar una batalla por un huevo o morir por una idea; elige a sus amigos y su pareja con afecto cordial; sale adelante con dolor, levantando solícitamente su juventud desde el sufrimiento. Al llegar al corazón de su misterio encontramos en él un pensamiento extraño al punto de la demencia: el sentido del deber, el sentido de que hay algo que esperar de él, de su vecino, de su Dios; un ideal de decencia hacia el cual elevarse si le es posible; un límite a la vergüenza bajo el cual, si puede lograrlo, no sucumbirá. La horma de la mayoría de los hombres es la igualdad; aquí y allá, en naturalezas escogidas, trasciende a sí misma y se encumbra hacia otro lado, armando mártires de la independencia. Pero todos, en diferente grado, guardan ese íntimo pensamiento. Y no solo el hombre, pues lo encontramos en perros y gatos, a quienes conocemos bastante bien; sin duda un sentido similar de honor domina al elefante, la ostra y el piojo, de quienes sabemos tan poco. Al menos en el hombre gobierna con un imperio tan enorme que solamente las cosas egoístas vienen después, incluso en los egoístas. Los apetitos se sufren, los miedos se conquistan, los dolores se soportan; incluso los más perezosos tiemblan por la reprobación de una mirada, aunque sea de un niño; los más cobardes permanecen entre los peligros de la guerra; los más nobles, habiendo pensado rigurosamente un acto como exigencia de su ideal, afrontan y abrazan la muerte. Resulta lo suficientemente extraño que, con su singular origen y su práctica perversa, ellos piensen que van a ser recompensados en alguna vida futura; más extraño aún si están persuadidos de lo contrario y consideran que este golpe, que están pidiendo, los aturdirá sin sentido por la eternidad. Me recordarán qué tragedia de incomprensión y peor conducta muestra el hombre en general: injusticia organizada, violencia cobarde y crimen alevoso. O sobre las imperfecciones condenatorias de los mejores. Pero no pueden ser descritas con tanta oscuridad. Ciertamente el hombre está marcado por el fracaso en sus esfuerzos por hacer el bien. Pero allí donde los mejores se descarrían constantemente, diez veces más notables que ellos son los que seguirán luchando, y con seguridad encontraremos ternura e inspiración al ver que en un terreno donde el éxito se desvanece, nuestra raza no dejará de esforzarse.

Si la primera mirada a esta criatura movediza en su isla rodante hace temblar el coraje de los más valientes, en la observación más cercana nos sorprende con maravillas admirables. No importa dónde busquemos, bajo qué clima lo encontremos, en qué estado de la sociedad, en qué profundidad de ignorancia, agobiado con una moralidad errada; junto a los campos de fuego en Assiniboia, con la nieve pegando sus hombros, con el viento quitándole su manta, compartiendo su pipa ceremonial mientras espeta opiniones serias como un senador romano; en los barcos de alta mar, endurecido por penas y placeres viles que hacen su esperanza más brillante oír un violín en una taberna donde una mujerzuela emperifollada se le ofrece para robarle: sigue siendo simple, inocente, alegre, amable como un niño, constante en la fatiga, valiente para ahogarse por otros. Y en los barrios bajos de las ciudades se mueve entre millones de indiferentes a sus empleos mecánicos, sin esperanza de ningún cambio en el futuro y escaso placer en el presente, pero aún fiel a sus virtudes, honesto a su pensamiento, amable con sus vecinos, tentado quizá en vano por las brillantes licorerías, quizá sumido en el sufrimiento por la esposa borracha que lo arruina. O en India (una mujer esta vez) se arrodilla entre desgarradores lamentos y lágrimas torrenciales mientras ahoga a su hijo en el río sagrado; en el burdel, como basura de la sociedad, vive más que nada de licores fuertes, alimentada con afrentas. Puede ser un tonto, un ladrón, o amigo de los ladrones, aún así guarda una pizca de honor y un toque de piedad; suele pagar el desprecio del mundo con servidumbre, suele seguir firme en sus escrúpulos y rechaza las riquezas a cierto costo. En todas partes alguna virtud se cultiva o fomenta, en todas partes hay alguna decencia de pensamiento o conducta, en todas partes se levanta el signo de la ineficaz bondad del hombre. ¡Ah, si yo pudiera mostrarles esto! Si pudiera mostrarles a estos hombres y mujeres en todo el mundo, en todas las épocas de la historia, bajo todos los abusos del error, bajo todas las circunstancias del fracaso, sin esperanza, sin ayuda, sin agradecimiento, aún luchando oscuramente la batalla perdida de la virtud; aún aferrándose, en el burdel o el patíbulo, a una hilacha de honor, ¡la pobre joya de sus almas! Podrán buscar un escape, aunque no pueden escapar; no se trata de su privilegio o gloria, sino de su destino: están condenados a cierta nobleza. Durante todas sus vidas el deseo del bien les pisa los talones como un cazador implacable.

De todos los meteoros de la tierra, al menos aquí está el más extraño y el que ofrece mayor consuelo: este lémur ennoblecido, esta burbuja de polvo coronada con cabellos, este heredero de unos pocos años y tristezas, también se negará a sí mismo sus raros deleites, añadiéndolos a sus dolores frecuentes, por vivir de acuerdo a un ideal, aunque sea mal concebido. Tampoco podemos detenernos en el hombre. Una nueva doctrina, hace poco recibida a gritos por los moralistas hipócritas y aún no asimilada en nuestro cuerpo de conocimiento, ilumina un paso más allá hacia el corazón de este duro pero noble universo. Pues actualmente el orgullo del hombre niega en vano su afinidad con el polvo original. Se ha vuelto como una cosa aparte. Cerca de sus talones vemos al perro, príncipe de otro género, y en él también encontramos torpemente atestiguado el mismo culto a un ideal inasible, la misma constancia en el fracaso. ¿Acaba con el perro? Miramos hacia nuestros pies, donde el suelo es ennegrecido por hormigas laboriosas, criaturas tan pequeñas, tan lejanas a nosotros en la jerarquía de las bestias, que escasamente podemos seguir y escasamente podemos comprender sus actos; incluso allí, en su política ordenada y justicia rigurosa, vemos confesada la ley del deber y la prueba del pecado individual. ¿Acaba, entonces, en la hormiga? Más parece que este deseo de hacer el bien y esta condena a la fragilidad atraviesa todos los grados de la vida; parece que esta tierra, desde la gélida cima del Everest hasta el último margen del fuego infernal, es el escenario de virtudes ineficaces y un templo de pías lágrimas y perseverancia. La creación entera gime y se afana al mismo tiempo. Es la ley común y divina de la vida. Los que pacen, muerden, ladran, los abrigos peludos de los campos y bosques, la ardilla en el roble, el cienpies escondido en la oscuridad, comparten con nosotros el regalo de la vida y por eso comparten también el amor a un ideal: se esfuerzan como nosotros –y como nosotros son tentados de agotarse en la lucha– por hacer el bien; como nosotros, reciben algunas veces recompensas inmerecidas, muestras de apoyo, devolución a su coraje; como nosotros, están condenados a ser crucificados en esta ley doble de los cuerpos y la voluntad. ¿Guardan como nosotros, me pregunto, la tímida esperanza de alguna recompensa, de alguna dulzura ante la falta de salida? ¿Acaso ellos también permanecen aterrados ante las virtudes irrecompensadas, ante los sufrimientos de quienes consideramos justos, según nuestro juicio parcial, y ante la prosperidad de los que llamamos malvados a causa de nuestra ceguera? Puede ser, y sepa Dios qué pensarán. Incluso aunque lo pensaran, incluso aunque se arrepintieran, el pie del hombre los amenaza por miles en el polvo, los sabuesos los acechan entre aullidos, las balas vuelan, los cuchillos arden en la cueva del viviseccionista; cuando cae el rocío, la generación de un día es aniquilada. Y si nos comparamos con estas criaturas, nuestra debilidad es fuerza; nuestra ignorancia, sabiduría, y nuestro breve instante una eternidad.

Y mientras estamos, como cosas vivas que somos, en nuestra isla de terror y bajo la mano inminente de la muerte, Dios prohíba que el hombre erecto, el razonador, el sabio a sus propios ojos, Dios prohíba que sea el que se canse de hacer el bien, el que desespere del esfuerzo sin recompensa o hable con el lenguaje de la queja. Sea suficiente para su fe que la creación completa gime en fragilidad mortal, luchando con constancia imbatible, y que con seguridad no es todo en vano.