Peceras y jaulas. Verónica Echeverría

En la casa de los Hunt hay una gran pecera donde nadan unos peces dorados. Hace unos días los niños descubrieron uno pequeño que seguramente lleva pocos días de nacido. Dentro hay unas lucecitas que conforman todas una gran esfera de luz que proyecta las dimensiones de la mesa sobre la que se posa y que envuelve a quien se detiene sobre ella.

Todas las mañanas la señora Hunt se sienta frente a la pecera a tomar su café XL. No es que siga a los peces con la mirada o los vea comer, si no mas bien pareciera que abandona en el vidrio todo lo que pueda caber en el mundo de sus ideas. El caso de los niños es diferente, los niños perturban a los peces mientras los alimentan. Esperan a que suban a la superficie a comer y entonces meten sus brazos flacos y cortos y tratan de atrapar alguno sin resultado. Esto se repite cada mañana a la manera de un ritual a través del cual todos depositan su ansiedad, incertidumbre y somnolencia matinal.

Cuando todos han dejado la casa yo hago como la señora Hunt y me siento en el sofá de al frente a mirar a los peces mientras tomo mi té o como algo. La sensación de tranquilidad que transmite la pecera es única, menos reflexiva que la fogota y más hipnótica. Los veo moverse y atravesar la pecera de lado a lado. Trato de identificarme con alguno pero son todos demasiado lentos. Quizás yo durante las mañanas o con jaqueca o con un resfriado.

El ruido que emite la pecera es un ruido constante, burbujeante y vibroso que se vuelve el sonido del living y la cocina colándose hasta las habitaciones. Durante las tardes la vibración se superpone con el sonido de las comidas, conversaciones de sobremesa y actividades diarias hasta el punto en que las actividades y el movimiento cesa y entonces, cuando todo está suspendido, ese ruido se vuelve el sonido de la casa.

Un poco más allá de la pecera esta la jaula de Brucy. Brucy es una cotorra amarilla típica australiana que según me dicen los niños no tiene más de tres años. Todos los australianos que viven a las afueras de la ciudad dicen tener o haber tenido una cotorra como mascota.

Durante las mañanas sacan la jaula y luego cuando cae el sol la entran al living y la ponen junto a la pecera cubriéndola con una sábana.

A diferencia de la pecera, en la jaula se esta a oscuras y el universo sonoro que envuelve a la jaula es el de la vida doméstica que emite la familia Hunt. Los peces no saben de la existencia del pájaro, sin embargo el pájaro percibe las vibraciones de la pecera con toda su parafernalia. Hay mañanas que al levantarme noto que la jaula sigue ahí y que han olvidado ponerla afuera. Entonces, rápidamente me dirijo a ella y quito la sábana para trasladarla al balcón delantero de la casa. Este ejercicio siempre acompañado con el sentimiento de urgencia que me produce ver la jaula en el interior de la casa tapada muchas veces pasado el mediodía. Al hacer esto, el pájaro se mueve como loco y cuando ve que estoy por trasladarlo esos movimientos se vuelven más intensos y duran todo lo que tardo en llevarlo afuera. Es una especie de baile en el cual el pájaro se desliza por el palo de extremo a extremo. Una vez afuera se calma.

Siento pena por él pero no por los peces. Quizás porque el abandono en el caso del pájaro es evidente. Los peces se tienen los unos a los otros, Brucy es solo. A esto cabe agregar que me molesta el hecho de que los peces tan solo pidan comida e incluso he llegado a pensar que mi falta de empatía con los peces responde a la falta de identidad de estos al no contar con un nombre propio. Así también la jaula me parece mucho más inhóspita que la pecera. Aunque por otro lado pienso que a diferencia de los peces, el pájaro conoce la oscuridad sin la cual yo no podría vivir. En ese sentido, toda la pecera ha sido artificialmente decorada. En su interior es posible ver desde corales, piedras y plantas varias, hasta barcos supuestamente hundidos, tesoros y escafandras. Todo de plástico perfectamente organizado.

Una mañana mientras buscaba junto a uno de los niños un zapato de colegio pudimos ver desde no muy lejos que uno de los peces había muerto. Era un pez pequeño que flotaba y se movía con la corriente que producía el sistema de filtración. Lo tomamos con la red y lo dejamos sobre la mesa. Al día siguiente otro pez flotaba en la superficie esta vez un poco más grande que el anterior. Repetimos con él lo mismo que hicimos con el anterior y lo pusimos sobre la mesa de vidrio. Estaba intacto. Pensaron que la muerte se debía a uno de los peces grandes, unos tiburones que supuestamente convivían con los peces dorados.

Leyendo sobre peces me entero de que el hecho de que floten tras morir se debe a la descomposición de ciertos gases que hace que la vejiga natatoria, el órgano de flotación de los peces, se hinche y se llene de gases tras la muerte generando el ascenso de estos hasta la superficie. Pienso en los peces vivos, en las burbujas que desde el medio del estanque suben hasta la superficie, en el barco hundido, en las piedras, en los filtros y en el sonido de la pecera que envuelve toda la casa, en la familia Hunt reunida, en la imagen de los dos peces muertos flotando y luego en Brucy. Cayendo.

 

+ Verónica Echeverría (Santiago, 1992), estudió literatura y actualmente trabaja como profesora de español.
+ Imagen: Mamma Andersson