Paul Petrovits. Amalia Cross

Esta es la historia de un pintor viajero de origen serbio que llegó a América del Sur en 1852, donde se hizo rico y famoso retratando a mujeres de clase alta. Su nombre era Paul Petrovits y era un chupa sangre. Es una crónica breve que responde al impulso inicial que sentí ante su obra: dibujar con lápiz negro –sobre la imagen impresa– dos colmillos asomándose por la boca de una mujer.

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Paul Petrovits nació en 1818 en Timisoara, un pequeño pueblo cercano a Transilvania, en el reino de Hungría. En esta localidad, cien años antes, se registró la primera existencia de un vampiro en la historia. Un tipo llamado Arnold Paule habría sido quien inició la epidemia y propagó el virus del vampirismo que afectó por generaciones a los pobladores de la zona. Una extraña enfermedad que hacía perder el apetito, paulatinamente, transformando los cuerpos en seres pálidos, lánguidos y ojerosos que, al cabo de ocho, diez o quince días, morían sin fiebre y sin ningún otro síntoma. Ocho, diez o quince días era el tiempo promedio que Petrovits se demoraba en realizar un retrato. Esta destreza técnica la había aprendido en la Academia Imperial de Bellas Artes de Viena. Una o dos semanas era el tiempo que la modelo posaba frente al pintor. Casi siempre mujeres; jóvenes, hermosas y de clase alta. En la intimidad de su estudio, Petrovits las observaba minuciosamente y contemplaba –sin prisa– la línea que define, desde el mentón hasta los hombros, la curvatura del cuello hacia el escote que dejaba gran parte de los senos al descubierto. Mientras el aire se tornaba espeso por los vapores de la trementina, las modelos perdían el conocimiento, caían en un estado somnoliento de fantasía y Petrovits aprovechaba su ventaja para desplegar su talento. En sus pinturas la piel es pálida y está pegada a los huesos que sostienen, apenas, cuerpos que padecen una enfermedad fatal y sin nombre. Al convertir a esos cuerpos en retratos sin carne y sin la calidez de la sangre –como si sus vasos capilares hubieran sido vaciados de contenido–, el pintor se aproximaba a una estética anémica y fúnebre, propia del romanticismo.

En 1844, de un día para otro, Petrovits tuvo que dejar su ciudad natal, tal vez obligado por alguna circunstancia compleja. Desde entonces se dedicó a viajar por el mundo. Fue de un lugar a otro, dejando tras de sí unos cuantos retratos. Nunca permaneció más allá de un par de años en la misma ciudad. De Timisoara se fue a Londres, de ahí a las colonias británicas en la India: Bombay, Calcuta y Lahore. Regresó a Europa por un tiempo. Pasó por París, donde se encontró con muchos pintores como él y volvió desilusionado a Londres, para partir de nuevo a la India. Esta vez tuvo que pasar por Roma y Nápoles, para retomar su ruta de viaje por Alejandría y El Cairo. Llegó a Bombay para partir a Hong Kong y de Hong Kong recalar en California. Allí la fiebre del oro multiplicaba a los personajes extraños que buscaban a toda costa generar fortuna. Petrovits decidió instalarse en San Francisco hasta que una noche su taller se consumió en llamas. Con el incendio, quizá, se sintió perseguido o amedrentado y, ante la idea de ser víctima de una venganza, prefirió partir cuanto antes, esta vez a Honolulu, Hawai.

En 1852 decidió probar suerte más al sur. Algunos meses después desembarcó en Valparaíso. Los puertos le daban tranquilidad, en ellos se podía confundir fácilmente entre la multitud y contar con la posibilidad de subirse siempre a otro barco. En Chile aplicó su modus operandi: viajó a Santiago y Coquimbo buscando clientes ricos y vanidosos dispuestos a pagar altas sumas por inmortalizar su imagen con óleo sobre un lienzo. Ante la ausencia de artistas locales y una locura desmedida por todo aquello que viniera de Europa, Petrovits consiguió encargos pronto. En los círculos más pudientes se presentó como un pintor exitoso y prolífico, con una vida llena de aventuras excéntricas que divertían a los clientes, sentados en sus salones, durante las aburridas tardes en las ciudades de polvo. Petrovits disfrutaba ser un pintor de retratos y era capaz de transmitir (sin mayor dificultad) esa capacidad que tiene el arte de dar eternidad a un cuerpo, de crear una imagen que no cambia con el paso del tiempo, haciendo de la pintura algo parecido a un pacto con Mefistófeles, el encargado de capturar las almas. Pero su estadía en Chile fue breve. En menos de un año se dio cuenta que no lograba saciar su apetito ni sus ambiciones de artista. Aquí los cuerpos estaban enfermos, las mujeres no tenían gracia, porque la sangre no se renovaba hacía décadas o siglos, como resultado del casamiento entre primos que constituía los lazos sanguíneos entre las familias nobles, como era era el caso de doña Mercedes Tocornal de Tocornal.

Entonces decidió partir a Lima, donde se pierde su rastro por los siguientes diez años. Se piensa que volvió a Londres, que viajó a Nueva York o que nunca salió de Perú. Hasta que reaparece, en 1862, en la nota de un diario al norte de Lima y en 1876 se cree haberlo visto, nuevamente, en Chile, de paso para cobrar un premio, tras haber ganado una medalla en la Exposición Internacional del año anterior por el retrato de una dama anónima o sin nombre. Al trazar sus movimientos sobre el mapa es posible llegar a pensar que Petrovits tenía la capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo. Su agilidad se hace más aguda al confirmar las fechas de sus pinturas con el mismo año. Obras que firmaba siempre con su nombre completo y la palabra Pinxit, que en latín quiere decir hecho por, cometido por, como si tratara de adjudicarse la autoría de un crimen.

En Perú realizó su obra maestra, que actualmente se conserva en el Museo de Arte de Lima (MALI). Es el retrato de Carolina Gutiérrez de la Fuente (1854), hija de un general que fue jefe supremo del gobierno en 1829. En la pintura su piel es tan blanca como su vestido con blondas y encajes, que contrastan fuertemente con su pelo color cuervo brillante. En términos de composición y anatomía, sorprende el largo de su cuello mientras que sus hombros y manos caen desmayados sobre un cuerpo sin fuerza ni voluntad. La extrema delgadez se acentúa en el tamaño de su cintura encorsetada. Sospechamos, frente al cuadro, la dificultad de respirar y la imposibilidad de estar con vida dentro de ese vestido. La oscuridad del fondo es la misma que la de sus ojos marrones, negros y ausentes. El abanico de nácar, cerrado sobre la falda, significa –en un lenguaje de gestos que manifiestan las emociones que eran prohibidas para las mujeres del siglo XIX– un “te espero”, que parece indicar un pacto con el pintor. Más allá de la vida, “la sensualidad y el gusto por la sangre”[i] se condensa en el color rojo del tapiz del sillón que envuelve –como un hechizo de amor y muerte– a la figura femenina.

Aunque se desconoce el destino de Carolina, se sabe de la suerte que corrieron algunas de las esposas del pintor, todas ellas muchos años más jóvenes que él y, una de ellas, muerta en extrañas circunstancias. En abril de 1881, en Melbourne,  su segunda mujer, llamada Elizabeth, se quitó la vida o tal vez se la quitó Petrovits, ya que según la prensa “el pintor asesinó a su atractiva pero coqueta esposa en un ataque de celos y luego fue ahorcado en Australia…”[ii]. Sin embargo, Petrovits nunca fue a la horca, sino que se fue a San Francisco, de ahí a Nueva York, a Ohio, a Cincinnati y, posiblemente, en 1885, nuevamente a Honolulu, siguiendo ­tal vez­ ese impulso que “degrada” y “exhibe la naturaleza humana en su más abyecta y humillante actitud”[iii]. Un instinto que el escritor inglés Thomas De Quincey consideró desde las bellas artes y que hoy en día no sería otra cosa que la obra de un femicida.

Durante su vida el frenesí por viajar se mantuvo intacto, así como su “pasmosa facilidad de aprender idiomas”[iv], seducir mujeres, evadir la justicia y, en la misma medida, seguir pintándolas. Hasta que desaparece de los registro y nos quedamos sin pistas. Nada se sabe de él después de 1887, solo el rumor que habría muerto en Roma, donde su cuerpo habría sido quemado como quemaban –los católicos– a las brujas, pero también a los vampiros.

 

[i] Valentine Penrose, La condesa sangrienta. Madrid: Siruela, 1996, p. 33.
[ii] Miodrag Markovic (Ed.), From Timisoara to Hawai. Paul Petrovits: A Forgotten Serbian Painter. Belgrade: Institute of Art History-Faculty of Philosophy, 2015, p. 154.
[iii]  El asesinato considerado como una de las bellas artes, publicado por Thomas de Quincey en 1827.
[iv] Eugenio Pereira Salas, Estudio sobre la historia del arte en Chile Republicano. Santiago: Ediciones de la Universidad de Chile, 1992, p. 150.

+Amalia Cross (Viña del Mar, 1989) es historiadora del arte. Investiga, escribe y realiza exposiciones sobre arte en Chile y Latinoamérica. Entre sus publicaciones destacan  Álvaro Guevara. La tela, el papel y el cuadrilátero (Mundana Ediciones, 2019) y su último ensayo de investigación, El Happening de las gallinas de Carlos Leppe: documentación y peritaje (D21 Editores, 2020). Ha sido curadora de las exposiciones El museo en tiempos de revolución (MNBA, 2019) y, junto a María Berríos, Alberto Cruz: El cuerpo del arquitecto no es el de un solo hombre (MAVI, 2017).