Veo desde la ventana un árbol florido. Los abejorros vienen a quitarle las flores blancas. Un vaso se quedó colgado en una de las ramas en la última y extensa labor de jardinería: jugar al pasado con un azadón, limpiándome las gotas de la cara con la manga de la camisa, mirando al cielo de vez en cuando, como en el documental de la primera guerra cuando a las mujeres les tocó trabajar el campo. Un par de jotes dan vueltas en círculos como esperando una muerte. En la tierra aparece una botella con un diseño que ya no existe, la llevo al cementerio de vidrios que en algún tiempo más serán las murallas de una casa.
Los pájaros acechan a un pan clavado en uno de los palos de la cerca. Se han demorado dos semanas en acercarse, y así el pan se ha empapado con la lluvia y se ha vuelto a endurecer como una práctica humana amorosa. Después de un tiempo alguien se acerca a picotear un corazón.
El pueblo no me devuelve un lugar de esparcimiento más que mi propio refugio. La biblioteca municipal es helada y tiene pocos libros. Entre los dos únicos estantes hay un hervidor que deja los ejemplares sudados. Dejo más cerca de la tetera eléctrica a los escritores que no me gustan. Podría ir al único café que existe, pero está mal iluminado y lo atiende una mujer en la que no confío, entonces jamás podría entrar a leer y menos a escribir alguna cosa. La única cantina está habitada por unos diez hombres parecidos al Chacal de Nahueltoro, que me atemorizan con esas miradas metálicas de alcoholismo, tan distintas a los ojos brillantes de mis amigos, que en vez de borrachos parecen santos. Mientras escribo suena algo en un cajón del velador, como teniendo vida propia. Me hace recordar a Víctor Hugo, que hacía espiritismo con la mesa que estaba al lado de su cama. Lo dice Alfonso Daudet en una biografía que encontré en la calle y donde un escolar había rayado en la portada que se quería matar. A mí tampoco me gustó el libro.
El bar es peor que muchos otros que pisé en Valparaíso. Peor que el 2120 y La sirenita, peor que el 777 en la Alameda, peor que el de Villa Alemana que ni siquiera mencionaré, peor que la shopería de Carmen con Marcoleta, peor que el lugar frente al terminal de buses.
Comencé a beber a los veinte años, antes de eso el alcohol me parecía innecesario. Pero después le encontré un sentido racional y la transmisión cambió de volumen en medio del programa. De una voz de hilo a una ronquera media y sólida, a convertirme en una buena intérprete de mi Francoise Sagan interior, a creerme Marguerite Duras y ser como un personaje de los cuentos de Lucía Berlin. Y así mi cuerpo agotado y enfermo se recostaba en mi cama los domingos, para ver por televisión esos programas bucólicos sobre la vida rural. Tal vez Jacques Cousteau haya tenido que ver en mi infancia al punto que apareciera en las resacas de los sueños lúcidos de la desintoxicación.
He visto a gaviotas a las seis de la mañana esperarme tras la puerta de la pieza, también a un aguilucho mirarme una tarde entera en el puerto. A unas palomas observarme con malicia al amanecer. He ido de una fiesta a otra como lo haría un picaflor, manteniéndome con las alas abiertas, batiendo las plumas para mantenerme en equilibrio. Pero también he visto a pájaros matarse. Pasar volando en una bandada y no subir a tiempo y estrellar sus cuerpecitos en un ventanal. Cabezas de hombres que se golpean en las maderas de los bares, pérdidas de identidad y siestas en los bosques de Santiago, sin cuadernos, sin llaves, dejando una pequeña pluma pegada a un vidrio.
A los alcohólicos se les pide salir del círculo.
A los pájaros solo se les observa. Yo no sé quién tendrá el vuelo más feliz, el día en que tomen la presa. Pájaro menor, conejo, la lombriz de la poesía.