Por Roberto Careaga
Figura constitutiva de la Escena de Avanzada, Altamirano siempre está arrancando del arte. Ha renunciado varias veces para siempre, pero sin embargo vuelve. Su último regreso está sucediendo: hasta el 22 de septiembre está abierta en el Museo de Bellas Artes la exposición O si no, suerte de retrospectiva junto a una instalación que ocupa la Sala Matta y que mantiene viva la memoria de 40 detenidos desparecidos.
“Estoy sobrevendido”, dice Carlos Altamirano al llegar al Museo de Bellas Artes. Viene en bicicleta desde Ocho Libros, en Bellavista, su editorial desde hace más de 20 años, y antes de quitarse los audífonos con los que escuchaba a Frank Zappa, le informan en voz baja que hay un problema con su exposición: el televisor se apagó y no lo pueden encender. Estaciona la bicicleta, deja un bolso cargado de libros en una oficina y avanza decidido a resolver el asunto. En una esquina del ala sur del museo, cuelga de un alambre de púas un viejo televisor del que caen gotas de agua sobre una pintura que reproduce el mar abierto. Se oye el sonido de un helicóptero. Si todo siguiera como estaba dispuesto, la pantalla mostraría el movimiento incesante de las olas. Con un alicate, Altamirano abre la tele, mueve cables, busca algo desconectado, pero nada funciona. No prende. Quizás no vuelva a prender nunca más.
La obra se llama “Traslado de televisores” y alude a la operación del mismo nombre que llevaron a cabo agentes de la dictadura a fines de los 70: después del hallazgo de cadáveres de 15 campesinos ejecutados por Carabineros en los Hornos de Lonquén, una orden de Pinochet llevó a funcionarios del Ejército a retirar restos de asesinados políticos en todo el país y lanzarlos al mar para eliminar sus rastros. Entonces Altamirano tenía 24 años y empezaba algo parecido a una carrera artística en medio del destape de una vanguardia: Carlos Leppe, Eugenio Dittborn, Lotty Rosenfeld, Raúl Zurita, Juan Dávila, Diamela Eltit, entre otros, eran parte de un grupo de artistas y escritores que mediante instalaciones, performances, textos y otras obras pusieron en cuestión la violencia política de la época y a la vez redefinieron los lenguajes artísticos locales. La Escena de Avanzada, como la bautizaría la crítica Nelly Richard.
La televisión que cuelga en el Museo de Bellas Artes es un eco de esos años: del ánimo aterrador que cruzaba al país, de los procedimientos a los acudía la Avanzada. Elaborada en 1997, ahora es un de las obras más perturbadoras de la exposición O si no, en la que Altamirano reconstruye su historia como artista desde 1976. En rigor, se trata de una reelaboración de Obra completa, muestra que montó en el mismo Bellas Artes en 2007, pero con un agregado fundamental: mientras en el ala sur están las obras antiguas, en donde se cruzan todos los soportes posibles y todas las técnicas, la Sala Matta fue ocupada por la instalación de “1.044 flores, la historia de un hoyo y cuarenta relatos”, compuesta por las biografías interrumpidas de 40 detenidos desaparecidos, además de diferentes visiones de un hoyo en las calles de Santiago en 1977 y también por un montón de escombros que el mismo artista recogió al romper las paredes del museo. Al medio están las 1.044 flores, hechas de alambre púa y siemprevivas.
“Han pasado diez años desde que se mostró Obra completa, y estuvo abierta menos de 20 días. Nadie la vio. O sea, poca gente. Pero la mayoría de la gente de hoy no la vio. Entonces dije: ‘La hago de nuevo no más’. Presenté un proyecto Fondart para hacerla de nuevo y me dijeron que bueno. Y ahí empecé a trabajar”, cuenta Altamirano, luego de intentar sin resultados encender la televisión. “Cuando hice Obra completa lo hice más menos parecido, pero de manera intuitiva. Ahora ya es más consciente. La idea es poner sobre la mesa todo lo que he hecho, reformarlo, reconectarlo. Mirarlo todo como si fuera hoy”, explica.
Por eso ninguna obra está fechada.
Todo es hoy. Todo sucede hoy, porque está recombinado, repensado. Mi cabeza actual es la que está puesta ahí. Con mi pasado, con mi historia. Algunas obras han ido cambiando físicamente. Hay un proceso en que el transcurso del tiempo es fundamental.
El televisor falló y puede que muera.
Puede que llegue hasta aquí no más. Y cagó la obra porque no es llegar y poner otra tele.
¿Y qué te pasa si caga el televisor? ¿Te produce pena? ¿Lo entiendes como un proceso natural?
Me da la misma pena que si se muere un pariente. Pero se murió no más.
Si Altamirano está sobrepasado es por la exposición O si no. La armó en pocas semanas y desde que está abierta la visita casi todos los días para ver a la gente que asiste. Por eso ha bajado de intensidad su trabajo en Ocho Libros y, a la vez, lo llaman de todas partes: Altamirano está de vuelta en un mundo del que suele arrancarse. La primera vez que desapareció fue en 1981, cuando la energía de la Avanzada se agotaba. Dejó el arte y se convirtió en vendedor de departamento de tecnología de Almacenes París. Se alejó del circuito cultural, pero volvió. El año 85 montó en la Galería Bucci la exposición Pintor como estúpido, para luego salir de escena de nuevo y volver en 1991 como Pintor de domingo. Paralelamente, trabajó como diseñador en revistas como Don Balón y Apsi, fundó junto a Roberto Merino la editorial Carlos Porter e hizo publicidad. Del arte como profesión, arrancaba.
Figura constitutiva de la Avanzada, Altamirano estudió arquitectura y arte, pero no terminó ninguna carrera. Su escuela fueron los cinco años que vivió en La Florida junto a Carlos Leppe y Nelly Richard, cuando crearon la galería Cromo. Por sobre todo entablaron un diálogo decisivo con la gente del CADA, Francisco Brugnoli, el Departamento de Estudios Humanísticos con Ronald Kay a la cabeza. Cuando se cruzaban sucedía, por ejemplo, que Dittborn, Leppe y Altamirano hacían los trabajos visuales para el libro Purgatorio de Zurita. En las precariedades de los días oscuros de fines de los 70, hicieron un arte vivo, radical y a la vez cargado de teoría. Cada uno elaboró su lenguaje y Altamirano construyo el suyo con todo lo que tuvo a mano: desde xilografías a escombros, su obra es un reelaboración oblicua y pop de un Chile atrapado por la violencia política. Se ve en el Bellas Artes: pastelones de cemento, fotografías intervenidas, sepulturas instaladas sobre un montón de tierra, latas y alambre de púa, óleos y papeles, la cruda mixtura al que se enfrenta el habitante urbano distorsionada.
La mirada a la calle de Altamirano está mediada también por un cuestionamiento sobre la tradición artística local y en 1979, en sus inicios, la convirtió en una problemática: envió a varias figuras de la escena cultural un sobre con la pregunta “¿Existe el arte nacional?”. La acción se llamaba Revisión crítica de la historia del arte chileno como trabajo de arte y hoy tiene una segunda parte en la muestra en el Bellas Artes, aunque esta vez es una convocatoria abierta a todos y la misma pregunta se puede responder en la página revisioncritica.cl. En cierta forma, los 70 se reflejan en el 2019: la acción de 1979 dio paso a un encuentro crítico que la semana pasada tuvo una segunda parte en el museo (ahí estuvieron Richard, Balcells y Ticio Escobar entre otros). Era una reunión pendiente: “En el proyecto original estaba planeado que hubieran dos conversatorios durante un mes, pero solo se hizo el primero. Básicamente porque yo no me la pude. A duras penas sobreviví el primero y no me daba para el segundo”, cuenta.
¿No te gusta ser artista?
Soy.
Siempre estás renunciando.
Lo que pasa es que no me interesa el arte como profesión. Si no tengo nada que hacer no lo hago no más. No lo hago por sistema, por disciplina, o por lo que sea que trabajan los artistas. Y me pasa que se me agotan los temas.
Y quizás por eso mismo una de las cosas que se vuelve muy evidente cuando se ve tu obra completa es la multiplicidad de soportes. Todo es soporte.
Todo es posible, claro. Bueno, fue algo que se fue armando con el tiempo. Empecé con xilografías, que es lo más convencional que hay. Estaba en la escuela, no sabía nada, la xilografía era lo más fácil. Después ya empecé a probar otras cosas, hice esas pinturas sobre lata, lo que ya es un cambio de soporte.
¿Era una cuestión de época también?
El tema del soporte era importante por el cuestionamiento de la pintura. Ahora, ese cuestionamiento dejó de tener sentido para mí hace rato. Pero en ese momento era un rollo, más que por la pobre pintura en sí misma, porque la pintura era como el agregado cultural de la dictadura. Y al enfrentar la pintura enfrentabas a la dictadura indirectamente. La pintura era el modo de hacer, lo aceptado, lo correcto. No solo había que evitarlo, había que darle duro. Pero eso ya dejó de tener sentido.
Tú pintaste de hecho.
Pero después. La vaca (“Veintiún ejercicios de pintura”) es mi primera pintura, del 2001. O sea, pinté antes. Pero manchas, cosas, a lo que saliera. Mi primer óleo, óleo sobre tela, que no tuviera ninguna otra imagen de pintura en la tela, fue la vaca.
¿Hoy pintas?
He hecho ocho pinturas en mi vida. La última fue esa tela grande con palomas. Pero mi relación con el arte en realidad está en esta exposición: me puse a pensar sobre mí mismo, sobre lo que he hecho, y empiezan a aparecer las cosas. Las veo de nuevo. Otras quedaron a medias. Las conecto de otra forma. Le busco por otro lado. Todo eso tiene una curva y ahora estoy en el final de esa curva. Viene la bajada, probablemente. Y no sé lo que va a pasar. Pero ya estoy de salida. Ya veremos que pasa. Cuando paro, paro. No es que sea un sabático ni unas vacaciones, se acaba. A estas alturas ya sé que en algún momento va empezar de nuevo la cuestión, pero no tengo idea cuándo. Y si no empieza de nuevo, mala cueva.
En 1972, Altamirano estudiaba arquitectura en la Universidad de Chile de Valparaíso. O, mejor, se había matriculado: entraba y salía de clases, pero sobre todo “hippiaba”. La palabra es suya y, cuenta, consistía en pasarse días completos dibujando frente al mar, usar el pelo largo, ropa “estrafalaria” y fumar mucha marihuana. También se dejaba caer en el café Cinema, donde llegaban poetas, artistas, intelectuales. No era raro que se encontrara con un hombre un poco mayor, casi siempre de guantes, muy culto, con el que conversaba de lo que él estaba dibujando. Por la tardes, solían encontrarse otra vez esperando la micro que los llevaba a él a Reñaca y a su amigo a Concón: “Nos colgábamos del fierro y nos íbamos los dos ahí cruzando un par de palabras… Era cariñoso. Yo sabía que él tenía un afecto especial por mí y yo por él, pero yo no sabía quién era. O sea, no sabía su biografía ni lo que hacía”, cuenta Altamirano, recordando esa esporádica amistad con el poeta Juan Luis Martínez.
Se fue de Arquitectura el 10 de septiembre de 1973, Altamirano partió a Santiago y se inscribió en Arte en la Chile. Duró un año y medio, pero fue ayudante de Eduardo Vilches, se acercó al taller de Mario Irarrazábal y en 1976 expuso por primera vez en la galería Paulina Waugh. Lo inesperado de esa muestra fue que la galería se quemó por bombas lanzadas por quién sabe quién. El fuego se llevó casi todo, pero en ese contexto conoció a Nelly Richard y Carlos Leppe. No se separaron en años. Así eran las cosas: un año después, Altamirano exponía en la Cromo cuando se apareció Zurita.
“Yo estaba ahí todo el día, porque la galería era nuestra, de la Nelly, Leppe y yo. Y había un huéon que iba todos los días. Estaba un rato y se iba. De repente, hablé con él y era Zurita. Yo ya lo había cachado por Áreas Verdes, que estaba en Manuscritos (revista del Departamento de Estudios Humanísticos). Pero ninguno lo conocíamos, ni la Nelly ni Leppe, pero habíamos hablado muchas veces de Áreas Verdes. Manuscritos la sabíamos de memoria. Y ahí mismo se armó una relación súper intensa, no sé, hasta 1979, de ir a la casa todos los días, juntarse, verse siempre, conversar. Después ya se fue diluyendo un poco. Zurita con Leppe, que tenían unos egos descomunales, chocaban. Cada uno armó la relación que pudo con cada uno”.
Seguiste siendo amigo de Leppe.
Pero también me distancié. El 82, por ahí. Y la obra de Leppe dejó de interesarme. O sea, él es un hermano para mí. Es un hermano con el que no hablo. Me pasó un poco eso. A veces lo echo de menos.
Cuando en los 80 paraste y te fuiste a trabajar a Almacenes París, ¿el grupo de la Avanzada te fue a buscar? ¿Intentaron persuadirte?
Tampoco tanto. Había un poco de presión, entre reto y desprecio. En fin, de todo. Lo que pasa es como yo soy bastante solitario y no se da mucho la ocasión de ponerme a prueba en ese sentido.
Hoy Altamirano se siente oficialmente ajeno al mundo del arte. “Y ya entre mi trabajo, mi familia y el drama de la U, estoy suficientemente ocupado como para meterme en algo que la verdad no me importa más que otras cosas. Me acabo de acordar, porque me había olvidado de su existencia, pero me topé con él… me gustó mucho un tiempo Sebastián Preece y me gusta la verdad”, dice, pero más allá tiene reparos con lo que generalmente se ve en galerías: “No me provoca el menor interés. Son hueás que no tienen ninguna relación con el arte: son entre decoración y, básicamente, insumos para curadores, compradores y galeristas, para mover el sistema del arte. Es una industria de la que no me siento parte”.
¿Cual sería el arte verdadero, por decirlo de algún modo?
Que tenga alguna vinculación con el mundo. Es difícil decirlo, porque no tiene que ser directamente político. Ponte tú, de los artistas que veo circulando, el que creo que es de verdad es Papas Fritas. Papas Fritas hace algo que es ineludible. No es metáfora, no es ni una hueá, es. Es. Y lo que hace deja una marca y las cosas son distintas después de que Papa Fritas hizo lo que hizo.
Muchas veces lo que hace Papas Fritas son acciones o planteamientos, no son piezas estéticas.
Me da lo mismo. Lo de la quema de las letras de la Universidad el Mar, la de la eutanasia que hizo en el GAM. Por ahí va la cosa. Lo demás están bien, hay grandes pintores, hay obras entretenidas.
¿La idea de que el arte tiene que vincularse con el mundo fue una elaboración con el tiempo o desde tus inicios se impuso?
En el año 76, 77, 78 no había más opción que hacer arte político. Pero cuando uno es chico es intuitivo. Al principio, uno dispara. Cuando un es viejo se le arma un sedimento de fragmentos de ideas que empiezan a rozarse y finalmente forman un discurso. Pero no me siento muy distinto, solo más espeso.
Te lo pregunto porque tu generación fue inusualmente teorizada, narrada, trabajada intelectualmente. ¿Eso afectó tu trabajo?
Eso es algo que yo tengo incorporado, pero yo nunca fui un teórico. Nunca fui un lector de teoría del arte. De hecho los catálogos de arte los leo pero los encuentro un aburrimiento. Pero sí pienso mucho en lo que hago. Y bueno, yo viví cinco años con Nelly Richard y lo único que hacíamos era pensar y discutir sobre lo que estábamos haciendo. Y eso tenía un sentido muy político. Tomar conciencia de que uno trabaja con un lenguaje fue un proceso que, en este minuto es obvio, pero en ese minuto no lo era. Ahora todos saben que, en fin, la pintura no es una ventana al mundo y que la huevá es opaca, y todas esas cosas que ya son lugares comunes, pero en ese momento no lo eran. Esa fue mi formación y me quedé con eso. Pienso mucho lo que hago.
¿Cómo es ese proceso?
Pensar en términos visuales. Y en relaciones más que visuales, de conexiones no verbalizadas de signos, de señales, de materiales, que al juntarse producen un sentido que lo intuyo. Pero que queda ahí flotando. Esa es mi manera de trabajar actualmente y me gusta mucho. Me abre todo el espacio. Todo es conectable. Por eso el televisor no es reemplazable.
¿De dónde viene ese televisor?
No me acuerdo exactamente cómo fue, pero lo tengo desde que trabajaba en la revista Apsi. Si no me equivoco era de (Sergio) Marras, que no sé por qué los tenía en la revista –de hecho, eran dos- y un día se los pedí y me llevé. No funcionaban, estaban por ahí arrinconados. Me los llevé sabiendo que alguna vez iba a hacer algo con ellos. Tiene un sentido que para mi es fundamental: es ese televisor el que se conecta con algo y empieza a funcionar.
En la exposición se ve muy centralmente que trabajas con el escombro. Todo Chile es un escombro. Y en aquella época vaya que lo era. Es una metáfora, pero es completamente concreto. Tu caminabas sobre escombros y sobre pasarelas, y sobre tablitas puestas sobre otro hoyo. Así caminabas sobre el centro, todo el día. De ahí tu puedes encontrar metáforas para todo lo que quieras, el borrar y empezar de nuevo de la dictadura. Pero ahí yo me detengo: me muero de lata de hacer un listado de significados posibles, porque son fáciles de encontrar y de repente tu encuentras más que yo.
Si después de una obra de Papas Fritas las cosas ya no son iguales, ¿después de esta exposición qué puede pasar?
No tengo idea, pero lo que sí sé… Para lo que no estaba preparado es para la carga emocional que desata esta exposición. Entro y siempre me encuentro con alguien que está al borde de las lágrimas, o literalmente llorando, o emputecido, con espuma por la boca de enojado. Y eso es todos los días. Lo hallo impresionante. Se me viene encima, termino agotado. La verdad es que yo no pensaba en eso cuando armaba la exposición. O sea, sabía que había una multitud de sentidos que apuntaban hacia un determinado lugar más o menos definido, pero yo trabajaba con imágenes y con materiales, y con relaciones mucho más concretas. Y en eso pienso cuando miro las obras: en cómo funciona la rejilla con la plasta de cemento encima y qué se yo. Pero al público eso le importa un carajo y lo que aparece es el impacto que le provoca, y eso me impresiona. Ahora, que la vida cambie después de esto, probablemente no.
¿Pero crees que las obras de arte pueden provocar cambios en la realidad?
Yo lo creía cuando era chico, después se me quitó. Me mejoré de eso. Ahora hago lo que puedo.
¿Mejorarse estuvo bien?
Sí, yo creo. Hay una especie de evangelización ahí. Mi primer abandono del arte tuvo que ver con eso, con renunciar a ser canuto. Era agotador y yo veía que no me llevaba hacia ninguna parte. Yo no quería ser canuto. Esa fue mi primera parada.
¿Perdiste la fe?
Completamente. Lo que no significa que reniegue de lo que hice, porque está todo ahí. Pero lo veo de otra manera.
El impacto que genera la obra confirma la actualidad de los detenidos desaparecidos, más allá de todos esos discursos que piden dar vuelta la página.
O sea, hay una cuestión objetiva: las historias que se relatan en lo pizarrones son del año 74 o 75, y estamos en el 2019 y no ha cambiado nada. Y si tienes que decir algo sobre ellos, no hay nada más que decir. No sabemos nada más. En 40 años. Entonces, claro que eso es hoy.
Es desesperante.
Es desesperante. Y a mi me agota también. Por ejemplo, me pasa cuando me preguntan sobre la Avanzada… Aggg, no quiero seguir hablando de eso. Me pasa un poco lo mismo con la dictadura.
Y sin embargo llenaste la Sala Matta con historias de detenidos desaparecidos.
Ahí estoy con las dos cosas. Las dos cosas me pertenecen y yo no puedo salirme de ahí. Tengo que ver cómo me muevo, pero no puedo llegar y decir que no me interesa. Están en mi vida. Yo me crié con eso. Tenía 18 años para el golpe, por lo tanto mi vida adulta me la mamé completa con la dictadura. Ahora, más cansador es para la gente que está directamente involucrado. A mí directamente no me paso nada, nada terrible. O sea la viví, la padecí. Pero no tengo ningún familiar preso o desaparecido.
¿Qué pasa si nadie responde la pregunta por el arte nacional?
Nada. Eso ya sería suficiente. Hoy trabajo en los libros. Y lo demás es leer, no sé, vivir como peatón. Y supongo que mirar, esponjarme; inconscientemente voy preparándome, se va incubando una especie de irrupción que de repente aparece. Pero no lo hago sistemáticamente, como trabajo, y por lo mismo tampoco me angustio. Esa angustia de la que se ha escrito tanto, la de la página en blanco, yo nunca he entendido lo que es. No existe para mí.
Poco después de esta entrevista, Altamirano logró reparar el televisor y volvió a encender. Luego, se apagó de nuevo dos veces más y también logró arreglarlo. Sospecha que en cualquier momento se apaga para siempre. Mientras tanto, en la página revisioncritica.cl empezaron a llegar respuestas a su pregunta por el arte nacional. Este fin de semana, tiene planeado estar en el Bellas Artes realizando una acción de arte: entregará las flores de alambre a los visitantes, recibiendo el aporte monetario que quieran darle. Lo que reúna será entregado al Centro Cultural 119 Esperanzas, organización que agrupa a los familiares de los detenidos desaparecidos en la Operación Colombo, llevada a cabo por la Dina entre 1974 y 1975.
+Roberto Careaga es periodista de cultura y escribe regularmente en el diario El Mercurio. Es autor del libro La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira (UDP, 2017)
+Imagen: Fotografía de Carlos Altamirano, por Roberto Careaga